miércoles, 29 de octubre de 2008


El presente trabajo aparece en la red sin firma.
Se reproduce aquí un fragmento concerniente
a la obra de Radhamés Reyes-Vásquez


III. Del rock al bolero: popurrí de voces de compra y venta


La muerte de Trujillo, como la Guerra de Abril(30), son acontecimientos demarcadores que irradian sus peculiaridades más allá del marco histórico que los contiene. Consecuencia de la guerra civil de abril de 1965 es la segunda intervención militar norteamericana en su dantesco dualismo del Yankee Go Home, a la eventualidad de Give me one latica. Es, en otro plano, Elvis Presley, Bob Dylan y Jimy Hendrix y el primer gran éxodo hacia los Estados Unidos debidamente planificado por el Departamento de Estado para evitar otra Cuba. Frente a ese temor, Puerto Rico fue convertido en la tacita de oro que mostrara las bonanzas del imperio y el óptimo nivel de vida made in USA. De ahí en adelante se hizo sentir en la sociedad dominicana la guerra fría. Parte de la juventud no comprometida emprendió el camino hacia el Norte haciendo dialogar las dos orillas del Atlántico. Diálogo simple y familiar, prime­ro; comercial, sórdido y luminoso, después. Operación de ida y vuelta que al cabo de los años, iría creando ídolos y sedimentando un gusto de resonancia ecuménica. En esa labor pionera sobresale un grupo de locos por la música (Tony Jansen, Carlos Francisco Elías, José Enrique Trinidad, René Alfonso, Miñín Soto, Federico Astwood y el pintor Geo Ripley), que facilitaron micrófonos conocimientos y en la divulgación de novedades del jazz, el rock y el bossa nova.
La radio prestó sus ondas y fue la música convergencia: liberación, subversión y arrebato desde otra perspectiva opuesta al marxismo que nunca entendió liberación y arrebato como fuerzas que desatara el corazón sobre la conciencia. Vivir la música era ser moderno y decir modernidad era reflejar todo el mundo que lo envolvía: amor libre, drogas, música y libertad individual para rehacer el mundo y crear las obras que lo hicie­ran habitable, "en disfrute con Dios y la naturaleza". Muy pocos de los poetas se aven­turaron a matrimoniar música y poesía de acuerdo a una tendencia de la época que trató de ganar para ésta última, una vía más expedita y atractiva de comunicación con el pueblo. Los primeros en trillar ese camino fueron los poetas de la primera hornada sesentista: René del Risco y Bermúdez y Juan José Ayuso quienes abren los canales del pentagrama musical, que cierran, en lo estrictamente poético, Enriquillo Sánchez, Radhamés Reyes Vásquez y Adrián Javier en un extremo de la balanza rock/bolero. Poetas que surgen en momentos diferentes unidos en la búsqueda de una expresión ci­tadina. Igual distancia (cronológicamente hablando), supone ya intermitencia y discon­tinuidad; su marginalidad de "cambio y fuera" que incidiría, de manera significativa, en una parte de los nuevos poetas, abanderados del otro "evangelio" que generan las ca­lles donde se articula el caos urbano en un intranquilo pastiche.
Si bien en la oficialidad la generación del 80 se aposenta una retórica trascenden­talista (ontológica y metafísica), en los poetas de la crisis se registra la menudencia de un espacio mutante en el que la experiencia personal se abre a un legado metropolita­no común, moldeable para las sorpresas de la oralidad y el coloquio. Manuel García Cartagena, poeta y novelista, ha iniciado una obra híbrida verdaderamente atractiva, en la que alterna el mundo del rock, el budismo zen y la preocupación por el lenguaje, situándose a la cabeza de esta desafíante tendencia. Harina del mismo costal es la obra cuasí clandestina de Martha Rivera. Publicada fragmentariamente en folletos de peque­ñas tiradas y suplementos literarios, la poesía de Martha es la expresión más fresca y novedosa de la literatura dominicana escrita por mujeres. Algún poeta sexista ha dicho que "la Rivera escribe con braguetas". Lo cierto es que sus poemas se alojan en esa zo­na del espíritu que atormenta la conciencia y nos hace cuestionar oxidados convencio­nalismos. Otra voz: Miguel D'Mena, es una sensibilidad cultural que vibra con la poesía, la música y el cambiante urbanismo de la Era balaguerista. Su poesía, no muy conoci­da, nos parece prolongar sus ensayos porque ambas expresiones están atravesadas por idéntica inquietud: la ciudad y su movimiento underground de sol y luna.
La otra cara de la moneda (en verdad, la primera cara), la dan Enriquillo Sánchez y Rhadamés Reyes Vásquez: los dos metidos "hasta la tambora" en la vorágine del filin y en la remembranza del loco amor con una dicción del aquelarre callejero nocturno y una parafernalia festiva que remeda el cancionero. Enriquillo es añoranza y malabares. Radhamés: vehemencia y presente de un requiebro atormentado; Enriquillo es la eróti­ca de una poesía que acciona la pluralidad del lenguaje; Reyes Vásquez: del sentimien­to la corazonada, en lo que tiene esta poesía de pasíón, desquiciamiento y certeza. Entre uno y el otro Adrián Javier suma su voz al coro y continúa uno de los caminos que personaliza Enriquillo Sánchez en su Escritorio marino.
(30) 1965: el deslinde. La juventud, identificada con la guerra o en rechazo de ésta, se impuso la tarea de recomponer el tablero de su propia estrategia. Muchos abandonaron la lucha, frustrados o traicionados. Otros decidieron emigrar, presos de temor por la inestabilidad política, hacia los Estados Unidos. Dos caras presentan los emigrados: aquellos que vieron en los Estados Unidos la oportunidad de cambiar su fortuna y quienes aprovecharon los bienes que la sociedad norteameri­cana les permitió acumular para fortalecer el proyecto político que los separo del lar nativo. Unos y otros constituyen la base de la enorme comunidad dominicana en Norte América.

Algo de lo que ha dicho Pedro Conde Sturla


Esto ha dicho el escritor Pedro Conde Sturla en su Memorias del Viento Frío, aparecido en el portal Cielonaranja del sociólogo Miguel D. Mena.



En primer lugar, no puede aceptarse la afirmación de que esa Joven Poesía es hija del “cedaceo de los novísimos y la desaparición en pleno de los agrupamientos” de posguerra. Esto equivale a inferir que los exponentes de la Joven Poesía decantaron y superaron los niveles de realización artística de los pioneros del 60, lo cual es falso, razonablemente falso, y falaz. En opinión de Miguel D. Mena, sociólogo y poeta, “La Joven Poesía, como grupo despresionado, instala la imagen de un no-deber-ser, de vacío, en tanto su legado como colectivo no marcó un punto trascendente con respecto a la literatura de los 60, traduciéndose sus actos a un activismo cultural despreocupado de nuevas propuestas estéticas o éticas.”[1] [2] [2]
En segundo lugar, tampoco es demostrable que la Joven Poesía constituye movimiento o escuela con suficiente personalidad para ser englobada en un aparte histórico-literario (sino más bien sociológico), y mucho menos como ejemplo de buena poesía. Lo que se entiende por Joven Poesía nunca fue más que una agrupación de amigos y “enemigos íntimos” con posiciones teóricas disímiles, enfrentadas, cuando las hubo. Nunca estuvieron de acuerdo ni –interesados- en definir una estética común. En la práctica, y en cuanto Joven Poesía, nunca lograron insertarse en un espacio poético propio.
Por otro lado, Andrés L. Mateo se resiente en su, antología, por el “juicio liquidacionista que cabalgó sobre esos textos” de la Joven Poesía “en los años setenta”, el cual era, a su entender, “extemporáneo e interesado.” [2][3] [3] En abono de la verdad hay que decir que el juicio liquidacionista se encargó de darlo la historia, quizás no con silencio, pero al menos con una indiferencia poco menos que apabullante. Tal vez haya que reprochar, en cambio, el exceso de elogios referidos a principiantes que apuntaban a más de lo que dieron.
La antología de Mateo no recoge, por cierto, la labor de poetas de un mismo universo. Reúne, sin distinción, a pioneros, poetas de choque, epígonos y experimentalistas. Por una parte discrimina y por otra incrimina. El criterio de selección es tan errático que deja fuera del molde a escritores de mayor valía que algunos de los que figuran en el texto. Pienso en Wilfredo Lozano, Rhadamés Reyes-Vázquez y Luis Manuel Ledesma (un meteoro, este último, que dejó ciertas huellas). En sentido inverso, la inclusión de José Enrique García, Soledad Álvarez y Cayo Claudio Espinal sería excusable si pertenecieran a ese ámbito. Mi idea es otra: “Persevero”, como dice José Mármol, “en distanciar de todo cuanto atiene a la poesía de posguerra a Cayo Claudio Espinal y José Enrique García, pues, aunque coetáneos, provienen de otro estilo escritural, que deriva de concepción distinta de la literatura, centrada en la preeminencia del lenguaje como problema fundamental de ésta.” [3][4] [4] Ahora bien, está claro que, si no pertenecen al dominio de la poesía de posguerra, aun menos pertenecen al dominio de la Joven Poesía. Al ámbito y dominio de la Joven Poesía pertenecen, de hecho y de derecho, Tony Raful, Mateo Morrison, Federico Jóvine Bermúdez y otros poetas de choque independientes, como el celebérrimo Candido Gerón, que no figura en la antología y lo merece. Casi todos los demás sumaron, desde temprano, a sus registros poéticos las búsquedas experimentalistas y no caben, no se corresponden, simplemente no encajan en este capítulo, por lo que deberían figurar en letra aparte.
Para peor, en los entresijos de la retórica que coloca a la Joven Poesía en un marco de calidad, también se la sugiere, sutilmente, cual depositaria del legado de los pioneros del 60. La sugerencia, desde luego, no sorprende, en boca de un integrante que es el máximo teórico y antólogo de la cofradía.
Menos, muchos menos que depositarios de esa trayectoria, los jóvenes poetas fueron usurpadores, aves de presa y ni siquiera epígonos. La escasa buena poesía de los 60 pasó por ellos, no a través de ellos. A título de gloria permanecerán, si permanecen, como punto de referencia, cultores de una poética que raramente cuajó, si acaso cuajó, en obras representativas de un momento, de una situación, una época.
Para concluir, puede decirse que, en cuanto ideología estética, la poesía sobre la pólvora representó una corriente y un dogma dominantes durante la década del 70, en la que sobrevivió a golpes de audacia, degradada, estridente, sobre los hombros de los poetas de choque, y paulatinamente empezó a ceder el paso a tendencias innovadoras experimentalistas, con las cuales ya cohabitaba. Aún a finales de los 80 mantenía el movimiento su precaria existencia, en base a publicaciones que parecían vivir fuera de la historia, cuestionadas –como se ha visto- con acritud por integrantes de la que Andrés L. Mateo ha llamado, entre cariñoso y despectivo, generación de “puñitos rosados” [4][5] [5]: Miguel D. Mena, José Mármol, esos muchachos...Es decir, los poetas de la crisis, poetas de la hora 25: los ochentistas.
Precisamente José Mármol, uno de los críticos más severos de la Joven Poesía, cierra el tema con desenfado y aspereza:
“Aquellos jóvenes poetas subyugaron la palabra a la sociedad, ignorando así la preeminencia de la lengua, que no sólo es el elemento esente del hecho poético, sino además, el verdadero fundamento de la sociedad y la cultura.”[5] [6] [6] A juicio de Mármol, “De ese yerro se obtuvo el que los poemas de posguerra se levantaran sobre una basamenta ética radicalmente perecedera; vale decir, extraliteraria y extraestética, al punto que hoy día no parecen tener autores vivos aquellos desesperados y desesperantes textos patrióticos y revolucionarios.” [6][7] [7]
Ahora bien, al margen de un depositario histórico de pacotilla como pretendió ser la Joven Poesía, la saga de abril repercutió de alguna manera en voces que mantuvieron un vínculo muy especial de continuidad en la ruptura, unión y desunión a la vez. Voces como quien dice del purgatorio, marginadas o automarginadas, en todo caso marginales, independientes. Voces que en algún momento tomaron distancia de esa experiencia poética, objetivizándola, ganando en perspectiva, observando en detalle lo que otros percibían como bulto. De este coro de voces forman parte Enriquillo Sánchez, por ejemplo, y Radhamés Reyes-Vázquez, epígonos y sepultureros, a la vez, de la poesía de la guerra y la posguerra.
Ambos poetas coinciden, mayormente, en sus divergencias. El primero es un dandy, y el segundo un bohemio, para decirlo así, eufemísticamente. Enriquillo Sánchez se separó de sus compañeros de ruta, desentendiéndose del mecenazgo de alabanzas que orquestó la Joven Poesía, y salió en pos de un más alto mecenazgo: el que correspondía a sus aspiraciones de poeta homérico. Reyes-Vázquez fue rechazado, de plano, por razones políticas, y nunca entró en el redil de la Joven Poesía, a pesar de haber presentado credenciales de poeta de choque en sus libros de iniciación. Uno y otro, sin embargo, echaron raíces en el mismo patio.
Durante cierto tiempo, el registro poético de Enriquillo Sánchez anduvo parejo (o a la saga) con el de Juan José Ayuso, trillando el sendero de las buenas intenciones, y alguna vez se malquistaron por la propiedad del título de un libro (entre “menudo para devolver” y poesía “de once varas” anduvo la cosa, nada trascendente, pero en fin...).
Posteriormente Enriquillo Sánchez se hizo de una voz propia, o por lo menos apropiada. A golpes de inteligencia, que le sobra, se fabricó una identidad literaria: eso que Plinio Chaín llamaría “señas secretas de un escritor”, el toque inconfundible, definitorio: ese decir las cosas medio en serio y en broma, un poco típico de Cortazar, su maestro.
Rápidamente se estableció como polemista, con un estilo entre vainero y burlador que es la mejor definición de su poesía y de su prosa. Alguna vez, por supuesto, leyó a Marx, sin pasión, otro maestro, del cual abominó. De Marx lo sedujo el estilo, más que la letra, en cuanto estilo venenoso y jodedor. La esencia del estilo de Enriquillo Sánchez, en cuanto estilo vainero y burlador, es un poco herencia de Marx en cuanto estilo venenoso y jodedor, mutatis mutandis.
Desde su columna “Palotes” en la extinta revista ¡Ahora!, Enriquillo Sánchez emergió en los años 70 como un “dandy” y un “policía de las letras”: así lo presenta Baeza Flores [7][8] [8]. El dandy coqueteó por algún tiempo con las ideas revolucionarias. El policía terminó por adherir al nuevo orden.
De acuerdo con el diagnóstico certero de Baeza Flores, Enriquillo Sánchez “quiere ser ‘diferente’ y para serlo subraya la ‘ligereza’, el humor”[8] [9] [9]. La boutade es su fuerte, la ocurrencia brillante, y, sobre todo, la burla, especie de macana. “La burla, este paso de ballet mental, de mente muy aguda, es un gracioso decir de Enriquillo Sánchez...”, dice Baeza Flores [9][10] [10]. Enriquillo Sánchez, en efecto, se burla de todos y de todo, aunque nunca ha aprendido a reirse de sí mismo.
En el párrafo final de su tesis universitaria, la burla remite a un juicio liquidacionista. Enriquillo Sánchez decretó la muerte de la joven poesía dominicana y de la “poesía bisoña” en general, y pidió para ellas “el tiro de gracia”[10] [11] [11] y dio las gracias. La publicación de Maguita (1976) –otro tiro de gracia-, le granjeó, por supuesto, un nicho aparte. Proclamado por Bosch poeta homérico, da por difunto un mito y crea el suyo propio.
Reyes-Vázquez, al igual que Enriquillo Sánchez, comulgó en su poesía iniciática con los temas heroicos de la época. En su primer libro, estridente desde el título, anunció El imperio del grito (1971), con el que se acreditó como poeta de choque independiente. Después cantó a la muerte, La muerte en el combate (1972), en el más dulce estilo rafulesco morrisoniano. Fueron errores de juventud, sin duda, productos de una terrible confusión de orden ético-estético. Ni el heroísmo ni la dignidad conmueven las fibras de Reyes-Vázquez. El encuentro del poeta con la auténtica materia de su poesía se produjo a partir de libros como Las memorias del deseo (1985 ) y, sobre todo, El hombre deshabitado (1987), su obra clave, su mejor biografía existencial. Aquí ya es otro el poeta, el verdadero. Ahora es el poeta que, a la manera de Proust, traduce la experiencia del pasado como función y realización de la memoria, memoria y deseo, evocación y conjuro, magia y exorcismo. Sobre esta base, el rescate o reconstrucción de las vivencias cobra vida en una atmósfera alucinante y, paradójicamente, lúcida. Igual que Enriquillo Sánchez, Reyes-Vázquez recrea las ilusiones de la década del 60 y les da cristiana sepultura. El hombre deshabitado es otro tiro de gracia, especie de epitafio, mortaja y panegírico de la poesía “bisoña”.
Epígonos y sepultureros a la vez, Enriquillo Sánchez y Rhadamés Reyes-Vázquez trascendieron y finiquitaron la poética del nuevo realismo, superando las instancias de pobreza o indigencia intelectual demostradas mil veces por los poetas de la Joven Poesía hipotecados a la poesía sobre la pólvora. En adelante, sólo habrá que esperar que las circunstancias no vuelvan a requerir de su caudal sonoro, por cierto menos caudal que sonoro en la época de la decrepitud.









viernes, 24 de octubre de 2008

Para refrescar la memoria

Para que no se olvide, reproduzco aquí dos artículos publicados en mi columna de El Caribe a principios del año 2004.
Radhamés Reyes-Vásquez


La isla al revés
El Caribe
25 de febrero de 2004


Una isla y dos siameses radicalmente distintos, pero parecidos en infortunios y padecimientos. De aquel lado, apenas cruzando el Masacre, una nación habitualmente convulsionada e inestable, de costumbres ancestrales, arraigadas en creencias que, de alguna manera, difieren significativamente de las que son nuestras costumbres y nuestros sueños históricos. La más horrible de todas las miserias posibles, ineptitud, corrupción enquistada en el poder, injusticias y desempleo. Un país sin embargo ignorado por sus vecinos. De aquel lado se enfrentan nuestros hermanos, las calles llenándose de sangre y las morgues de cadáveres. El haitiano es demasiado triste y, en verdad, muy pocas cosas parecen importarle ahora que las calles están convertidas en campos de batalla. Todo es de una fiereza casi salvaje, todo parece estar donde no debe estar sino en lugar equivocado. Sobre las rocas y la memoria de los árboles canta la sangre invencible, el brazo rústico, el hombre y la mujer prostituidos, acabados, envejecidos en sus rencores históricos y en los caldos de las injusticias.
De este lado, sobre las mismas calles, el hombre y la mujer con muy poca esperanza, el orgullo frágil, el castigo sereno de un error casi colectivo. Nos mata la inflación y las necesidades apagan la sonrisa, niños y niñas extendiendo una mano pálida y acusadora. Nos ofenden y nos agreden, piensan que son estos tiempos distintos. Pero no. Vivimos golpe a golpe y seguimos despiertos y en vigilia. Nada ni nadie sobre la tierra podrá impedir la reivindicación nacional, ni la reinserción del país en los caminos del progreso. Porque aquí también hay buitres que manchan los cielos, títeres que acusan y amenazan creyéndose dioses y dueños de la verdad y de la ley, los mismos que cercenan los sueños, los que quemaron el arroz para justificar el que ahora se importe y se venda a más de 25 pesos la libra. Son los mismos que mienten e irrespetan los símbolos, los que cierran escuelas y programas de radio y pagan millonadas de los dineros de nuestros impuestos a cófrades vulgares y “malapalabrosos” para que falsifiquen las verdades oscuras.
Una isla y dos naciones radicalmente distintas, víctimas de la irracionalidad, naufragando en lo que aún nos queda de los sueños forjados, países llenos de muertes oscuras sin seguridad para nadie. No hay soluciones mágicas, nadie las tiene, pero es preciso restituir las ilusiones perdidas. Ya no más cantaletas ni invenciones.
Hay que revisar el fardo que contiene nuestras actitudes para con los haitianos, reflexionar sobre la creciente y pacífica invasión y la manera en que va afectándonos. Hay que mirar con seriedad lo que sucede aquí y allá si queremos conservar nuestra identidad como nación.



Los discursos de Leonel
El Caribe
10 de marzo de 2004

Desde que, con extraordinaria y certera visión de sus características humanas e intelectuales, el profesor Juan Bosch lo escogió para que le acompañara como candidato a la vicepresidencia en la boleta del Partido de la Liberación Dominicana, el doctor Leonel Fernández ha pronunciado incontables discursos en los que han prevalecido la sólida coherencia conceptual y el respeto a sus adversarios.En este país, nadie que esté en su sano juicio puede atribuir al actual líder peledeísta ningún tipo de maltratos ni descortesía en sus piezas de oratoria ni en su conducta personal, aunque sus adversarios del Gobierno no han cesado, desde el primer día, en la intensa campaña de difamación moral cuyos infundios servirían para llenar el más amplio memorial de agravios en contra de un político de condiciones excepcionales que se perfila como el candidato más votado en toda nuestra historia.Son numerosos los denuestos y las acusaciones en contra del ex presidente constitucional de la República procurando desacerbar unos ánimos que se mantienen ecuánimes e inalterables, sin perder jamás los objetivos ni descender al cieno al que han querido llevarlo de la misma manera que los inocentes al patíbulo. Pero ha sido en vano.
El talento cohesionado con el sentido de la responsabilidad y la plena conciencia del ser nacional, en cuanto a necesidades y preferencias, no permite ningún desbordamiento de parte de quienes no han vivido de espaldas a la Historia ni a los postulados de la dignidad.
Cuando digo estas cosas no pretendo, de ninguna manera, enderezar entuertos ni poner puntos sobre unas íes en exceso conocidas. Caigo en las estadísticas de los discursos y las comparecencias públicas del doctor Fernández Reyna después de oír muchos comentarios sobre el giro que éste ha dado en sus últimos discursos.El vigor con que su candidatura ha ido creciendo ha sido posible mediante el trabajo tesonero y constante de una extraordinaria mayoría que prefiere su regreso al Poder Ejecutivo para descontinuar el empobrecimiento inmisericorde y la pérdida de sus ilusiones y sus derechos elementales.
Leonel Fernández es un político demasiado consciente del valor de la palabra y de sus responsabilidades, y si de alguna manera ha variado la tónica en algunos de sus últimos discursos no ha sido obra del azar, sino producto de una íntima convicción.
No espere nadie que su candidatura se desinfle cuando apena faltas muy pocas semanas para el día de las elecciones. Aquí nadie es loco ni suicida para permitir que se desinfle lo que parece constituir la última esperanza para una nación que, con la mayor de todas las urgencias, tiene que reinsertarse en el proceso de desarrollo que criminalmente fue interrumpido hará cuatro años.No es verdad que a Leonel Fernández le tiemblen las manos para firmar iniciativas que contribuyan con el desarrollo nacional. Tampoco es cobarde ni desmemoriado.

Prólogo de René del Risco Bermúdez al primer poemario de Radhamés Reyes-Vásquez



Me honro reproduciendo el prólogo que el siempre bien recordado René del Risco Bermúdez escribió para el opúsculo El imperio del grito, que me sirvió de credencial en el mundo cultural del país .


Por allá, por el cementerio de la Máximo Gómez, por donde vive Radhamés Reyes Vásquez, la noche es bronca y el día peligroso. Por esos barrios la muerte suele ser un humilde suceso inopinado, porque desde hace cierto tiempo a la gente por allí no le ha interesado disimular la arruga del hombre o la amargura entre las cejas y entonces el balazo en la nuca o la sangre en las costillas es un riesgo gratuito para todos.
¡La violencia! -increpan los editoriales de los diarios- pero allá arriba, en esos barrios no pasará nada. Una mujer teñirá de negro un vestido. Alguien no volverá a la casa. Y eso es todo.
Pero no hay alternativa. Por otro lado, en la ciudad la gente podrá soñar y amarse en las salas de cine, cortar con un cuhcillo limpio la carne en un restaurant, jugarse la luz verde en los semáforos, y en caso de gravedad sintonizar en el radio de transistores un reportaje vivo "desde el lugar del hecho" cuando una explosión sacude el recinto o cuando una ráfaga quiebra la alta presencia de la noche. Pero allá arriba, en los barrios, el riesgo está planteado en términos más sencillos: la noche es definitivamente bronca y el día es peligroso.
Radhamés Reyes Vásquez puede muy bien asumir a plena conciencia su condición de muchacho inmerso en la grave realidad de un barrio pobre y airado de la capital dominicana, y esa conciencia con que asuma su posición desconforme será la real y valiente expresión de un joven sometido a la dureza de su tiempo; pero sucede que Radhamés, gratuitamente, sin que se lo ordene nadie, ha elegido para sí una responsabilidad aún mayor, un compromiso aún más serio, porque de él en parte depende que esa sucesión de hechos simples y trágicos que a su alrededor suceden, día tras día, adquieran el valor de un relato auténtico y unánime de la hermosa y lamentable realidad de los suyos.
A los dieciocho años, ya no resiste la presencia en un rincón de su espíritu de esa oscura mariposa, grande y pesada, que es la poesía. La siente fatal y solemne, dominante en el más íntimo juego de sus sentimientos, advierte su preocupante, su inevitable presencia, intuye su sombra angustiosa, y ya decidió desesperarse, ceder, rodar, morirse interminablemente víctima de la más obsesiva e incurable obediencia a un alado demonio, aposentado siempre en la más cerrada e intocable sombra interior, castigador a carne viva, imborrable, indestructible, inevitable. Radhamés, inofenso e incauto, aceptó los signos, se precipitó a la muerte.
Y aquí tenemos que este joven ha empezado a vivir su destrucción (que no otra cosa es hacer poesía). Pero bien, eso es sólo un punto de partida.
Estimo, y espero así lo estimen los demás, que no es la ocasión para intentar un estudio de este pequeño libro, ni mucho menos tratar de buscarle un lugar determinado en el atestado estante de la poesía dominicana. No se trata de eso, de ningún modo. De todas maneras Radhamés Reyes Vásquez empieza aquí, y si es claro que no sabemos dónde terminará, tampoco es posible determinar dónde estará mañana. Cabe incluso la posibilidad de que, como sucede muchas veces en este país, alguien en muy mal tono lo mande a callar y él, avergonzado, se calle.
A nosotros lo que nos interesa por el momento es ayudarle a franquear una puerta a la que él y cualquiera tiene derecho. Derecho que a menudo no se reconoce entre nosotros, porque existe la creencia (y la conveniencia de creer) de que alguien que no cuente con el patrocinio de ciertas capillas influyentes, o de ciertos grupos politiqueantes, o de algún mandamás de periódicos, o de un grupo cultural vociferante y demagógico, es decir, alguien que venga solo, como viene Radhamés Reyes Vásquez, no tiene entrada en esta función muy espectacular, por cierto, en este momento, de la literatura nacional.
Y no es así, sencillamente porque nada de eso es importante.
Aquí entra con su valor inicial, mucho o poco, un joven que escribe poesía. No habrá que advertir a los que lo lean con espíritu crítico que encontrarán inmadurez, manifiesta inmadurez, pero ello no es un defecto más que cuando aparece como característica lamentable en la obra de algunos que, aupados por muy distintos intereses de nuestro medio, resultan como ciertas frutas maduras al carburo, no más que pintonas, y por fuera.
Claras y explicables influencias permanecen visibles en la superficie de esta poesía que, a tientas, muda pasos en este libro. Influencias que van desde la consabida Pedromiriana, hasta en algunos momentos (muy pocos por suerte) el por-encima-del-hombro, tono de Miguel Alfonseca, pasando por las novias y los pañuelos de Pedro Caro. Pero sabemos que hay más, por detrás está la palpitante, viva, inevitable influencia de toda la poesía nacional. De todo el que ha escrito un poema en este país. Y tiene que ser así. Ya vendrá, si es que viene, el momento en que este joven tenga un modo más suyo de caimnar, y aun entonces de alguien llevará, como todos, los zapatos prestados.
Pero hay algo más importante por ahora que todo lo que podamos criticar en este cuaderno; se trata de su posición. Esta no puede ser otra que la del propio autor. No se trata de una posición previa y personalmente establecida, sino la que está determinada por el origen y la situación social del joven que dentro de la grave realidad de su barrio, entre sus humildes amigas y compañeros, ante los dolorosos hechos que lo cercan diariamente, optó por obedecer al demonio alado de la poesía y se da en este libro la puñalada mortal de la que ya no podrá arrepentirse so pena de quedarse vergonzosamente vivo y mudo.
Ojala que Radhamés comprenda qué seria y trascendente es la misión del escritor y se prepare en todos los sentidos para llevarla adelante. Luchando por una cada vez más rigurosa formación, exigiéndose mayor disciplina cada día, afinando su tono, puliendo su expresión, asumiendo, en fin, su muerte. Una muerte que beneficiará a los suyos, porque él escribe lo que vive, lo que viven esos que saben que la noche es bronca y el día peligroso.


René del Risco Bermúdez
Santo Domingo, noviembre del año 1969

Los días terribles

Los días y las noches son ahora más terribles que antes.
Ya los generadores privados de energía (inversores) no soportan más.
El calor es terrible a pesar de que estamos en octubre, faltando muy pocos días para noviembre.
Sí, noviembre, un mes bellísimo, pero apagones tan terribles prometen ocultar tanta belleza.
Sin embargo, aun tenemos fe en el porvenir; sabemos que la República no ha de caer en manos que, en otros tiempos, enarbolaron la barbarie y el latrocinio.
La consigna es vieja pero todavía válida: Ni un paso atrás.

sábado, 18 de octubre de 2008

Radhamés Reyes-Vásquez y Ernesto Cardenal


Agnus Dei
o
Amor constante
más allá de la muerte



Si piensas regresar al barrio
donde viviste más de la mitad de tu vida
y pretendes recorrer las calles y los patios
donde encontraste cuerpos jóvenes, labios
lozanos y sexo púber,
deja en tu casa todo en orden y despójate
de prendas y artificios.
Guarda bien tu sombra como si guardaras
una espada, un mástil o un lucero.

No regreses de noche
ni cuando despunte el alba.
No temas a los demonios ni a los fantasmas
de tu lejana infancia,
no discutas con nadie ni te demores
en los caminos.
Trata de evadir billares y tabernas,
los prostíbulos donde por primera vez
tocaste un cuerpo desnudo,
el acantilado gris donde echabas a correr
plásticos potros salvajes que no pudieron
nunca ganar una batalla.

Ya las calles y las tiendas están muertas,
Adolfo, Niño y Manolo están muy viejos.
No se oyen ahora las guitarras que Quírico
tocaba a medianoche
ni el ebrio bandoneón podrá romper como antes
las olas de aire en la penumbra.

Irás desenterrando épocas
y nombres, como quien no existe,
buscando eternidad entre la sangre
de apacibles rumores.
Te detendrás en la oscura tarde
de vientos áridos y lluvias dóciles,
alucinado entre músicas malditas
y crujientes escarabajos.
Inventarás abismos, víboras
y ancestros
a la luz de un relámpago que dividirá
a la noche en un antes y un después.

Quedarán las mismas calles
por donde pasaba el tiempo destilando
golondrinas,
el día que sostiene a los bambúes
y los naranjos que cuelgan, frágiles
como las tentaciones:
inquietudes y lumbres calcinadas,
sombras y chillidos de alondras
sobre la fuente en vigilia.

Fijos los horizontes debajo de los párpados,
verán volar espigas como flautas
y ebrias luciérnagas
en el temblor rojo del cielo.
Comprenderás que gemidos y rumores
inundan la muerte de las eras y los mármoles
dolientes,
frágiles alondras desatadas entre anillos púberes
y peldaños anudados y mudos como lumbres desgajadas.

Los hombres, como las ciudades, se inventan
y se desgantan.
Los inútiles designios del ocaso vagan como escarabajos
entre jardines ayer inexistentes.
La vida inventa al mundo y los besos al follaje.
El ojo inventa paisajes y la muchacha devuelve
lo que en sus labios han dejado
como una luz que hace brotar himnos y semillas.

Te desvanecerás en alguna esquina,
junto al humo que dejan las palabras,
entre astros, espigas y volcanes
fugándose henchidos en lejanías y lámparas
de inmutable llama:
pesadumbre del espejo estrellado, piel de durazno
muslos donde la luz oculta objetos
y brillan las piedras del zodíaco.

Sollozarás cuando vuelvas a escuchar
la música de las velloneras y los bares,
cuando busques los patios
en los que perseguías mariposas.
Ya no existen y nadie tampoco te conoce.
Ahora eres el déspota,
el hombre por cuya muerte
claman las multitudes.
Dirán que arruinaste los más bellos días
de tu juventud.
porque no mordiste la mano envenenada
que te extendieron
y tampoco pudiste retenerla.

Si, en verdad, deseas regresar al barrio
con todas tus experiencias y tus goces,
es bueno estar consciente:
el cuerpo y la memoria son templos
diáfanos y tibios.
Tú no inventaste prostitutas, parias
ni los lúmpenes,
mortales que entran y salen de las tiendas
o las iglesias,
ni los que se detienen en las estaciones de expendios
de combustibles
o a la puerta de un supermarket.
Ni los que leen los diarios sentados en sus balcones,
los que almuerzan o se rasuran
a estas horas.
Todos estaban cuando tú llegaste
y viste el cielo cuajado de presagios.
Todas las épocas y todas las creencias
en la ciudad decadente y, sin embargo, erguida,
donde, desgarrado y pecaminoso, el hombre
se alejó de Dios.

Un río de transeúntes se disipa.
Miras a las muchachas de gordas pantorrillas.
Estás aquí, mudo y atado,
jadeando como un náufrago,
con la voz quebrada y los hechizos
ardiendo en la sangre dúctil
sabiendo que tu barrio ya no existe.


2
Barrio ahora bullicioso y ayer íntimo
en cuyos callejones colgaban cielos y enjambres,
sutil como un ángel temible.
La intimidad persiste y se desborda,
perduran todavía las voces
de antepasados inmediatos.
Mis ojos mudos que buscan otras calles
y en las esquinas de ayer parecen náufragos:
un fulgor de huellas hondo como un relámpago,
los días que, de tan numerosos, no caben
en el tiempo,
el brillo inalterable de la espuma,
el ímpetu furioso de algún viento.
Nombras el patio, la lluvia y las calles
de tu infancia.
La sangre está en su cárcel
mutilada y profunda en el último
poniente,
cuaja los estíos y las enredaderas,
la nada que habita en la penumbra.
La luna se dispersa como una cicatriz
o un espejo,
se enreda en el cuello de los ahogados
cuyos cuerpos nadie busca.
Aún eres la multitud y el espanto.
En la encrucijada del alba y el follaje
tus manos buscan otros patios.
Eres una humilde plenitud de espejos empañados
terriblemente desconfiada como un ciego.
Nadie te ha mirado como yo.
Nadie se detuvo
en la noche íngrima cuando te desgarrabas.
La memoria engendra estatuas y zaguanes
en la intimidad cómplice y terrible.
No obstante la lejanía y el espanto,
el aire te dice que, de algún modo,
tu destino y el mío están unidos.
Tú, el barrio y yo:
juntos habrán de condenarnos.


La Tarde

En el patio cae la tarde como un destino frágil.
Delgado puñal que domina la quietud del paisaje
en la extensión vasta del sueño y la llanura.
Cada instante
una multitud de palabras se desvanece
y el mundo se vuelve una catástrofe.
Hay un destino ignorado
en el centro de la penumbra,
los ocasos que me conmueven y la fiambre
certidumbre de las mareas,
los espejos de geometrías delirantes,
el hecho de que el mundo exista
y sea indefinible,
la llamada que aturde y el rencor inaplazable
de saberse desdeñado.
Como una herida abierta
el cielo se desangra en el poniente.



Follaje Nocturno

La noche discurre igual que la agonía de un jardín
y desgarra la palabra en labios de otros cuerpos.
Un follaje de espejos se desborda,
el mar terrible como el brillo de una espada,
el orden de las olas y la música,
el paraíso que rige las leyes del deseo
y las costumbres.
Esas nubes dispersas y esos presagios
son la diáfana constancia de que el amor existe
y son también la certeza numerosa
de las noches que contiene el día.
Entre nosotros, los pretéritos difusos,
el cielo unánime que prescinde del lucero,
sombras que se multiplican y traducen
la ligera quietud de algunos patios.
Sólo existe la mirada
y el aire dócil que a la roca hiere
como la luz minuciosa de una angustia.





Escritura

Tan probable como un destino
o golpe de aire fértil,
las escrituras son las pieles intangibles
del deseo,
el tacto del hechizo y la premura.
Bello es el paisaje,
los tibios talismanes de piedra,
el mar que existe afuera
y la fuga del crepúsculo en las plazas.
Algo se detiene en mi sangre,
el nombre de alguien, la mirada ciega del espejo.
Digo madre y mis labios tiemblan
al alba tenue, compartida
y pertinaz como la lluvia.
En los espejos cesa el tiempo
trémulo en el farol impreciso de la vaga luz
inhabitable que limita las cosas del instinto
y la razón.
Breve como los ocasos y el relámpago,
roja e inasible, tiembla la eternidad.



Vigilia del juglar

Cada tarde
la tarde cae en gotas pálidas,
el viento ligero se detiene
en las banderas del navío.
Tarde bermeja y petrificada,
gota de agua suspendida en el aire,
crucificada en el regazo de la hora
poblada de mundos tan diversos
y calles sin transeúntes
Catálogo
rotas memorias como pulpas de elíxires,
huesos de una ciudad inhabitable,
piedra de equilibrio y fundación.

Cielo desmoronándose
petrificado en la mirada,
parpadeo de nubes
e imágenes desterradas.
Jadeo de piedras
y piernas que se rozan
suscitando una música tenue,
polvo de astros disecados.
Pálido reflejo de afilados murmullos
furiosamente ardiendo en los balcones,
precipicio de inminencia
rodeado de peñascos y de algas.
Pálida
mansedumbre de un instante:
batir de hojas, unas voces,
chirridos de automóviles lejanos,
compactadores recogiendo desperdicios.
Del tendido eléctrico
cuelgan las ideas,
pobres palabras,.
y una ciudad inhabitable.
Oleaje de algas resplandecientes
como cuerpos,
nalgas y senos al aire,
minifaldas y escotes
o llanura en el cielo indescifrable
resuelta en signos
y geometría inacabable
que se disipa en la memoria del espejo
en sus paredes sólidas pero intangibles.

En el impalpable follaje
el sol dibuja espectros
se alza la marea de colmillos afilados.
Brotan peces y alcatraces,
sombras sobre el agua.
Salen a la calle
los beneméritos que sirven al Estado
y las honorables prostitutas,
los nómadas y los perros sin dolientes,
los apóstatas y los alabarderos,
congregación de transeúntes.

Tarde,
escritura pálida en la arquitectura celestial,
gruesas gotas pálidas de cielo,
un batir de peces o de náufragos,
sol en la cascada,
serpiente de transeúnte.

En la mesa del bar más próxima al ventanar,
dos poetas y un maricón
curados de espanto.
Tres nubes cómplices
tres sombras mudas
tres colibríes sin alas
huesos desterrados
ángeles endemoniados
gaviotas sin chiullidos
ni huellas en la arena
cómplices de ideas estúpidas.
El bar el es pequeño
y en él sólo hay penumbras
El más flaco habla con palabras de aire
el otro es retórico
y el maricón contempla la tarde.
Tres nudos de abismo
sólo construyen patíbulos
que son sus propias tumbas.
2
Nuestro cuerpos
desnudos y fragantes
son relámpagos, plazas, mediodías
perros que aúllan, caderas que cantan
vasijas para recibir la vida.
Nuestros cuerpos
ahora son lámparas y geranios
gaviotas degolladas
gotas de sol resbalando en los metales.

Tu mirada es una lámpara,
una gota de noche, un geranio flotante,
un pájaro burbujeante de alas plateadas,
gladiolos y petunias, lirios y begoñas
ahogados en un puerto.
Ciegos leopardos y mudos jaguares
se reflejan en tus ojos
y luego van hacia el follaje.

Nombrarte después de tantos años
es demorarse otra vez en tus labios
mientras las manos sienten
el húmedo rumor de tus vellos púbicos
-tempestad y quietud, alba sobre arena cálida-
caminar gozoso y atravesar un follaje de sílabas
en Torremolinos, junto al mar de Málaga.




Mamá también cantaba boleros

«Por mi madre, bohemios!»
Mamá empezó a morir veinte años antes,
cuando cubrimos con tierra el ataúd del hijo menor.
Fue de tarde y en verdad llovía.
Su foto no apareció en los obituarios
y de tan buena suerte
el cura párroco olvidó su nombre
el día de la misa,
pero extendieron como si nada
la cesta para recoger el diezmo.
Juro por las cenizas que hablan demasiado:
mamá no murió de muerte natural,
tampoco murió de tiempo ni de vida
sino de soledad
y es así como en verdad
se muere.
Mi pobre vieja no tuvo nietas que le hicieran trenzas
ni le esmaltaran las uñas.
Su memoria estaba siempre abierta.
y era fértil
porque siempre veía fantasmas
y escuchaba los pasos de los muertos
en los pasillos de la casa.
«¿No oyes los pasos?», me decía, «ya se acercan.»
Tiempos después soy yo quien oye los mismos pasos
porque sucede que mamá también ha muerto
sin conocer el Central Park
ni Madison Avenue,
sin ver los álamos brillantes de Whasingthon,
sin enterarse de las masacres de Iraq
ni de la manera en que se muere en Bagdad.
Mamá no anduvo nunca por la Alameda
donde fui condenado por la artritis,
pero conocía al dedillo a los mariachis
y era loca con Miguel Aceves Mejía.
La vieja nunca fue de carne y huesos.
Era un pedazo de pan y una ternura
que tarareaba boleros y conversaba
con los duendes.
Miraba demasiado lejos
y sus dedos eran mástiles para sostener
la vida,
en el pozo grisáceo de sus miradas
había puertas que se abrían
y provincias distantes.
Era ella una soledad muy honda,
una pena demasiado callada
que tampoco conoció el apartamento
donde ahora escribo y muero.
Su mirada parecía un deseo petrificado y acuoso,
una piedra de melancolía,
una sombra húmeda, un abismo colgante,
un pasto,
un metal que poco a poco iba desgastándose,
una lluvia caída hacía milenios.

La muerte tiene la forma del dolor y del recuerdo,
el agua misma adquiere la forma del cántaro.
Un sábado por la mañana, mientras me desplazaba
en un Nissan Sentra por las calles nubladas
timbró mi teléfono celular en el bolsillo.
«Tu madre ha muerto», me dijeron.
De eso hace ya un año
tu primer año, madre,
y, sin embargo, oigo aún cuando me llamas
o tarareas un bolero,
tus alpargatas aún suscitan
la ligera música de tu presencia.
En tu balcón no hubo petunias ni begonias,
aves del paraíso ni madreselvas.
Sólo lirios calas y claveles, me han dicho,
sobre el ataúd que me negué a ver.

Mientras yo languidecía
en lúgubres habitaciones alquiladas
o quizá mientras andaba mudo
entre las tibias luces de un ocaso,
tú te ibas muriendo.
Yo andaba mudo como sombra petrificada,
caminaba por las calles mojadas
y estrechas de la noche
quizás buscando algo de la infancia que no tuve,
o entraba a los bares y los restaurantes
pálido y muerto de hambre,
vestía ropas ajenas y me sentaba en los parques,
conversaba con meretrices y homosexuales,
vendedores ambulantes y presumidos astrólogos
Mi casa era la noche o la puerta de un prostísbulo
el banco de un parque o un zaguán.
Dormía entre desterrados y prostitutas,
me acostaba sin cenar en huerto ajeno
donde apenas diez minutos antes hubo sexo y gemidos
palabras de amor o maldiciones.
Habitaba yo en abismos tan profundos
e ignoraba lo que a tí te sucedía.
De mí huían los niños y las aves
De mí huían la calma y nubes lejanas
y hasta las meretrices que ahora son llamadas
trabajadoras sexuales.

Me negué a verte tendida en el ataúd.
Te vistieron de blanco, me dijeron,
criatura engendrada en la salobre corteza
de las lámpara recién encendidas,
tatuada en la memoria marítima del arrecife
o de las piedras.
De tí no queda más que cenizas dolientes
y la habitual fotografía enmarcada en cañuelas
y colgada en la pared del cuarto
donde escribo tus insomnios y los míos.
Estás rodeada de noche y de náufragos.
Ya no será la tierra
un cántaro para recoger los sueños,
una promesa,
una araña crepitando en el fuego
sin nombre de los tiempos,
ni luna que se esconde con destreza
en el follaje
antes que el amanecer se abra como
un campo de batalla.

Aún quedan destellos para iluminar la vida,
manos que han fundado amores
entre cuerpos tibios
o húmedos,
tal vez recién salidos del agua
o tendidos en la playa.
Alza entonces tu lámpara
fatigada y esbelta como un cáliz.
Ninguna mano habrá como la tuya
Muerta está la casa desde entonces,
muda como las mareas del alba y el conjuro,
el ojo ciego de la luna en la alcurnia de la rosa,
tus manos asidas a los muebles y a los cántaros,
tu respiración sonora en la penumbra.
Majestuosos son los mundos más allá de la noche,
la vastedad de cielos y vientos presentidos,
naufragios y catástrofes:
plenitud de peces y de astros,
vastedad de abismos,
vértigo de las constelaciones,
impenetrable gorjeo de galaxias,
silencio que se enreda
al musgo y a los mástiles.
Una hoja se desprende y cae
como si en su corteza rodaran
gotas de muerte o de aluminio.
Yo recojo la hoja y la contemplo
como si fuera una sortija.
Eras la mano que se convierte en vasija
para recoger el alba,
cesta de frutas para el hambre,
agua sobre la piedra lacerada,
cielo de los destinos truncos,
mariposa de agua en el crepúsculo.
Tú, la nacida de un costado de Dios,
sonido de tambor sobre la arena,
chaspoteo insomne de las olas y el violín.
Una pálida mano se extiende
y se oye un crepitar de llamas
como gotas de agua resbalando
en las esquinas de la tarde,
ahogado chillido de gaviota
en la mojada certeza de la arena.

Yo soy tu hijo y no te invento.
Te llamó la mañana nublada
y los vientos que al alba en las ventanas se anudan,
la ola insomne en complicidad con algún mástil,
la dignidad fingida de la muerte,
la lumbre descalza de lejanísimos rumores,
los callados jaguares de tristezas metálicas,
el venenoso colmillo de las despedidas.
Te llamaron y quisieron
que anduvieras por callejuelas gastadas.
Junio caía como una gota de acero
en la ciega bahía del crepúsculo
y navegaban las horas nubladas de espanto
cuando también te procuraron astros ligeros,
aves migratorias cuyos nombres no recuerdo,
tierras profunda detenidas en túneles
donde silbaba un aire oloroso a frutos y alimentos,
una mano escondida en la espesura de un árbol,
un mundo de llamas dolientes y de musgos,
una serpiente de agua, una araña,
una vasija con mariposas tatuadas,
una ráfaga, el tacto de un ágel en la penumbra,
el gesto de una mano salida de un alféizar,
una piedra de mármol sobre la que ahora flota un clavel,
la llama de una cortina, las cenizas de un árbol
y la ligera resina donde temblaban las noches
mudas de la memoria en vigilia,
la ráfaga de un jazmín que entre los huesos fugaces
interrogaba al destino.
Te procuró una alondra enlutada
y herida por la luz del día lluvioso,
una alondra sangrante que se arrodillaba en la tarde
apoyada en un velero,
un ágata, una breve estrella ahogada en el sur.
Te sostenías en la espiga frágil
de los instantes perdidos:
relámpago perpetuo,
palpitación del pez en los escaparates,
brillo de una mirada, polvo sobre la sangre
inocente del condenado,
parpadeo perpetuo entre los abismos trémulos,
colmillos de leopardo,
estanques donde la pesadumbre
se esfumaba
como un cuchillo oxidado en el crepúsculo
mientras la eternidad colgaba ligera
entre mudas montañas.
Ahora tu nombre es una antigua y secreta ternura
interrogando a los astros y alcanzando azahares,
un nenúfar que tiembla en las manos del viento,
una ciega gota de sangre sobre un césped
como la ruidosa penumbra del espectro
o la bisagra que cruje coronada de espanto.
En la punta del jazmín el día flameaba
como un pájaro enfermo,
como el deseo que vuela en el viento nocturno,
áspero igual que la piel del durazno
en un despertar de furias contenidas.


Ahora, madre, eres la llama y la ceniza.



Radhamés Reyes-Vásquez

Miguel Alfonseca,
más allá de la memoria



Hundido en la noche, de la que extraía-a fuerza de lirismo- el gemido de los moribundos, el aullido de animales o el bramido del mar durante el crepúsculo, Miguel Alfonseca fue un escritor que en su vida, tan breve como su obra, iba celebrando todo lo posible y enaltecedor para la condición humana: tiempos y árboles, el mar como identidad, presencia lejanísima y próxima, tristísima, donde crece, estéril y furtiva, la memoria de los muertos. El hombre buscaba el chillido de las gaviotas en los arrecifes del crepúsculo y miraba, siempre inmerso en la noche de guerra, los bramidos del mar, oscuro. Y he aquí que esa es la atmósfera de toda su obra. Noche, madrugada o retorno como el caracol.


La obra de Miguel no es prédica sino humareda, el amor en la guerra, la amante y el amor tierno a los niños que han vuelto a sonreír y a jugar en la calzada del parque San Miguel. Siempre un amor, jamás un nacionalismo, pues estos son cadáveres y entelequias. Porque Alfonseca cantó desde la guerra, sobre los ca­dáveres aún tibios de muchos de sus compañeros, sal­vo en esa inquisición que es Canción de amor en la guerra. Miguel creyó en el amor y al amor cantó. Y por eso hay en toda su obra tibios y tímidos besos que se oyen, que se sienten en plena guerra como pau­sa obligada de los cuerpos tenues. La suya, poesía que es manantial de albas y crepúsculos: confesión en tono bajo, aunque sin el tono de la confesión sino el de la celebración. Durante la guerra de abril, Miguel Alfonseca permaneció en una vigilia casi agustiniana porque pensó en el amor de manera múltiple, abrió un horizonte que cerraría pocos años después y cumple, de manera honrosa, la sentencia de Leopardi: amor o muerte, hasta que prefirió una de las formas de la muerte: el silencio, antes que esa muerte última que le devolvió al país cremado y hecho cenizas a voluntad propia o a condición de una religión que abrazó en los últimos días: el Hermetismo. Como afirma Octavio Paz, con sobradas razones, el poeta es el héroe de la fatalidad, del subconsciente, de su realidad: es la víctima y no el vencedor. Y Miguel se dejó poseer por la circunstan­cia anímica de esa utopía. Miguel cantó desde y en la guerra. René cantó después de abril. Y esa es la dife­rencia entre ambos, si es que existe diferencia entre siameses.



Apresar las realidades de su entorno fue un momento fugaz dentro de lo que habría de ser eterno, momento que Miguel cristalizó en palabras, en poemas calladamente destilados. Ya teníamos poetas -Héctor Incháustegui Cabral, Manuel del Cabral- que habían asumido la vida como revelación de un mundo real, mientras Franklin Mieses Burgos hurgaba en las reconditeces del mito, en su reconstrucción como fenómeno lingüístico y poético. La generación de Alfonseca, como la que le precedió, fue un importante momento del testimonio. La guerra y los cantos es, a pesar de la llanura en que se desarrolla, como una ópera: drama, lirismo y acción son allí la encarnación del tiempo, materia dura y gris. Miguel no tuvo que designar ni nombrar las cosas, sino mostrarlas, reiterarlas, su diálogo interior fue un puñal hondo y secreto que le corroía. Seducido por lo vegetal y lo terrestre, ningún otro poeta de su generación tuvo más fuerza lírica ni más transparencia que él. Buscar al hombre más allá del hombre mismo, redimirlo es asunto de poetas y no de historiadores por más que hurguen en las cenizas húmeds de épocas, vidas y tragedias.

Y es que allí, quizás a esa hora del amanecer, j unto a los disparos y el olor a pólvora, en el secreto corazón de la noche o la madrugada, siempre junto al mar, Alfonseca -maravillado como un niño en un fluir de vientos y agonías- puso el tacto sobre la llama y rozó la piel de la melancolía. Y vio que no era buena. Pero sintió, en ese mundo rojo, oscuro, confuso, el candor de un pecho, la ternura ardiente del amor y la vida, hasta penetrar más hondo, hondísimo, en una realidad en la que quedaría atrapado y sin salida posible como René del Risco. En la guerra, ninguna guerra es sueño ni utopía, y vieron caer a Jacques Viaux Renaud, poeta como ellos, joven como ellos, combatiente como ellos; pero Alfonseca tuvo una peculiaridad: vio los ojos y las lágrimas de la madre en la guerra y vio también a la vendedora con la cesta de frutas y las manos abiertas para que su hijo las besara en la guerra, como vio, además, al mar oscuro en la madrugada. La presencia de la muerte era ineludible pan de cada día y cada noche como de cada atardecer. Más que la vida, más que el amor, la muerte poblaba todas las instancias posibles. Del Risco vio la guerra, pero no la cantó sino que recogió el postrer desaliento en un clima de depresión.

La guerra y los cantos, más que Arribo hacia la luz, y más que el Diario de la guerra y los dioses metrallados, de Héctor Incháustegui Cabral, es en definitiva un solo, único y extenso poema dominado por un ritmo ascendente y reiterativo, aunque jamás monocorde. No era una efervescencia, era el hombre de ese tiempo, todo el hombre de ese tiempo, entre­gándose, dándose, muriendo por su causa, semejante al oleaje que se estrella para reconstruirse en los arreci­fes. Ese hombre ardientemente buscaba su destino, su mundo, quizás su propio yo perdido no se sabe dón­de, su estatura de árbol y raíces minerales.
Miguel no fue un creador de mundos sino un reve­lador de insomnios originados por la angustia de sa­berse irremisiblemente hundido y, a la vez, despoblado de toda esperanza y sintió que su destino no estaba en ese tiempo y por eso prefirió el silencio casi total. Y la conversión, la negación de ese pretérito: flor que se levanta, deja rumores y aromas y cae, desaparece, se hunde en otredades místicas convertidas en piedras, en lágrimas, en llamas. Acude a su más íntima soledad y a convertirse en excepción, más que en tiempo y polvo, más que en alba y canto. Y por eso muere en metáforas que son llamaradas, este Miguel Alfonseca -dígaselo a Dios y al mundo- es en su brevedad pare­cida a la de Puchungo Henríquez, uno de los momen­tos más altos y diáfanos, reverentes y rítmicos de toda la poesía dominicana. Es una fugacidad que aún gravita por la transparencia con que cantó a una patria inva­dida y, fiel a su mundo como todos los de verdad, vio el mar y el cielo con su nube, alto y lejano como el destino final de su pueblo. Yo lo recuerdo siempre releyendo ese trozo de vida que es toda su obra.

Escribir poesía es patrimonio de un linaje y esa época tenía un rasgo de fervor en el que las pasiones subvertían el orden interior del hombre, en ella los Beathles y los hippies asumieron un vivir distinto exte­riorizado en su mudus vivendi. Frente a la fatalidad, el poeta no tuvo más que recurrir, tímido y desenvuelto, al sueño del retomo al paraíso. Y esa juventud, tan tímida, tan osada y desenvuelta en algunas cosas, po­seída por la angustia y la intrepidez, opuso a la reali­dad un lirismo casi extremo, un vital discurso de mati­ces en delirios y caidas. Los artistas siguieron a Neruda más que a Whitman, a Vallejo, a unos desconocidos huérfanos de todo talento posible, y negaron a Borges, a Octavio Paz, a Rómulo Gallegos, entre otras vícti­mas. Pues se percibía no la obra sino el dictamen del partido (mi poesía me la dicta el Partido) y lo de aquellas entelequias del stanilismo.

El destino de esa generación. Hundirse como el caracol en el propio yo de la historia, quebrar los espejos y enterrarlos a la manera de algunos indígenas; por eso representa un momento de crisis en la historia espiritual de nuestro pueblo, pero no a la manera del Romanticismo en Alemania sino en su comportamiento. Perezosos para la escritura pero prolijos para el diálogo en los bares de El Conde, estos artistas sólo se habitaron a sí mismos en un después que terminó siendo eternidad superflua, palabra petrificada y aullido de la búsqueda. Los pintores, cada uno a su modo, testimoniaron la otra parte. La realidad cruel de cuerpos mutilados, aunque no con las transgresiones que le hubiese dado un Eligio Pichardo, el autor de El sacrificio del chivo o el Ramón Oviedo de este tiempo.

Detrás de todo este auditorio irreverente por su misma inconsciencia, una ausencia de rigor y de conciencia del hacer, una efervescencia alucinante y maldita en el peor sentido de la expresión, que cegó muchas inteligencias al tiempo que extinguía a muchos artistas. Aún así nos legaron unas cuantas páginas que como las de La guerra y los cantos y las otras, las de El viento frío, representan el oleaje lírico de un momento que fue, en la vida espiritual de todos, de voraz esperanza antes de caer en el mutismo. Quisimos, con la angustia y con la muerte, con lágrimas y sueños, construir un destino. Y sucede que los destinos, como las ilusiones, tienen de alas y, por lo menos, ese destino sólo existe en algunas páginas de Las sagrdas escrituras.

Una noche de esas de farras y alegrías fui infor­mado de que Miguel Alfonseca había muerto. Claro que entristecí porque en ese momento no caí en la cuenta de que él era como esos muertos de que nos habla Manuel del Cabral, aquellos que van subiendo cuanto más su ataúd baja. Y apenas he podido, para delinear estas palabras con voz entrecortada, releer su brevísima pero valiosa obra, y he visto también La guerra y los cantos y, El enemigo, esos cuentos don­de el lirismo y la magia se combinan con resultados excelentes.

La obra de Miguel Alfonseca está hecha de follajes y sonidos, memorial de abril en súbita tristeza, transparente, diáfana, porque ya lo afirmó Ramón Francisco: Miguel Alfonseca fue un testigo de su tiempo. Eso es su obra: raíz de viento, piel de la ternura, voz de quien escuchó en plena- guerra los pasos del corcel de madera, el oleaje, los bramidos del mar en la madrugada, las nocturnidades del viento sobre los cadáveres, la llegada de la primavera en el parque San Miguel, es decir: el poeta que auscultó la atmósfera de la ciudad en guerra, que cantó con ritmo de agua y de velero, con música de árboles y de astros sollozantes que se hundían en la más íntima soledad de los tiempos de guerra, ya que abril, estéril, fértil y frágil, traumatizante y ensordecedor, más que un hecho fratricida fue un acto de amor. Para este autor la poesía no fue inocencia sino conocimiento de la realidad real, termómetro que penetraba al corazón de las cosas y, desde ellas, revelaba al hombre en su más recóndita interioridad.

Miguel, tan parecido a René, no se instaló en El sublime sino en el Parque San Miguel o en algún bal­cón y, desde allí, junto a los moribundos, miró la har­pía de la guerra y la hizo canción en todas sus dimen­siones. Por eso sus metáforas son piedras de agua y no creó un mundo sino que nos reveló el que tenía­mos, aquel en el que estábamos inmersos como la os­tra: desde adentro, miró a las proximidades y se miró a sí mismo y convirtió la circunstancia y la poesía en fluir de viento en medio de los árboles y la llenó de lluvia como el Temuco de Neruda, de nombres inde­cibles, desmintió al alba y a la primavera, halló las formas posibles del hechizo, la asfixia moral de la derrota pero también del júbilo del amor en plena gue­rra. Habitante del mar y el rocío, sintió inescrutable el musgo de la soledad mientras contemplaba algunas luces y no las embarcaciones en el oscuro mar de la madrugada, la mejilla fresca de la muchacha, el cielo y el follaje. La guerra y los cantos es un fresco y es un trazo sobre el cielo de una media isla en guerra y en zozobra perdiendo el sueño de sus habitantes en cada gota de sangre, en cada aullido, en el quejido que precede a la muerte última; libro escrito no para aplaudir sino para cantar desde donde se hicieron el viento y la marea, la codorniz y el tulipán.

Poeta honda y tristemente humano, pincelada so­bre la piel de la muerte, Miguel -que ya había cantado a los héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo, - pensó, en principio, que en esta vida y con los pies sobre la tierra hallaría eternidades y por eso terminó descreído en su Oda al Apolo 11, pero su obra es un fluir constante, emanación de ciudad líquida y polvo sideral o cósmico.

En la poesía de Miguel Alfonseca, como en el co­librí, confluyen todos los colores: colores que son rit­mos, mentadas de madre, densidades. Moriran sin los abetos de Vermont. /Moriran sin los grandes pastos rizados por el viento, / sin los frescos terrones de California /ni la cordillera del Oeste, /donde el cielo es un pálido patriarca en mansedumbre. Miguel se abrió el pecho en carne viva para que la canción, tímida y audaz, fluyera como sangre de la herida misma. Fútiles, esos cantos son un momento de lucidez y de ternura en la historia espiritual de nuestro pueblo, una mezcla de arena y agua, una cristalización del tiempo turbio de una guerra que, aunque cruel como todas las guerras (inclu­yendo las del corazón), fue -repito- un acto de amor. Y fue el entorno, el ambiente, lo que determinó la atmósfera, la música interior de aquellos cantos, próximos en forma y sensibilidad a Whitman y a Neruda, pero el Neruda de Canto general, y por eso no vio ni presintió a Dios ni lo divino, pero sí vio al hombre desangrándose y se asombró de los pájaros y del mar. Atado a sí mis­mo porque esa era también su tragedia. Pero ya Miguel se ha callado, hace poco fue muy enfermo a morir a los Estados Unidos y, desde allí, regresó como quiso: he­cho ceniza recién salida de un crematorio, porque así como creía en la reencarnación fue allí, a ese difuso lugar donde se presume que está Dios, y nos ha dejado una obra ciertamente memorable.

Ese Miguel Alfonseca que Aída Cartagena Portalatín fue descubriendo en los Cuadernos Domi­nicanos de Cultura fue, apenas, un parpadeo en la literatura dominicana. Lo que conmueve en su breve obra es que, como la sonrisa bajo el huipil de la extran­jera, es llama de amor en plena guerra y el recuerdo, no la memoria desolada de esos días. Un artista es un pedazo de tiempo, una conciencia incrustada en él, como la ostra en el caracol. Y es por eso que en todo artista hay ese sentimiento de soledad y expulsión del paraíso y el deseo de retorno que subyace. Miguel ha muerto, lejos del país y de los suyos, fiel a la filosofía hermética y a los renunciamientos que le impuso, pero aun honda es su palabra sobre la piel del mundo. Antes había dicho Yo recojo la simiente que dejaron des­pués de tanta / muerte. /La saco de las miasmas es­condidas, /las limpio de ceniza, limpio la quemadu­ra, / la restaño con mi llanto /que es el llanto de mi generación, /generación nacida en medio de la tram­pa/y la doy al viento de esta tierra oscura /para que la esparza en los surcos y germine /al calor de lágri­mas de muchedumbres.

Leonel Fernández
o la danza del tiempo



Distantes permanecen, aunque vivos y parpadeantes en algún lugar de la memoria o del rocío, aquellos días tan fértiles, tan tenues, tan frágiles, tan delicadamente tristes en que nuestra juventud, como un astro diáfano y magnífico, presidía un mundo en el que confluían libros, asombros y muchachas gráciles y cuadernos en los que escribíamos, casi sin darnos cuenta, los nombres del amor y el deseo: lo que la memoria iría guardando como un tesoro antiguo. Era la pubertad con sus caballitos de madera y su olor a crisantemos y claveles apresados en las cartas de amor impronunciable, en los secretos compartidos en las tardes de matinée en el cine El Cometa, las bachatas en los calurosos atardeceres de La cochera y el recuerdo indecible de Rafael Encarnación descendiendo, calma­do como era, la calle 23 hasta su casa de la profesor Amiama Gómez y, pocos días después, -ah, ironía del destino!- el autor e intérprete de Pena de hombre y Castigo de amor con traje gris e irreconocible en el ataúd. Nuestras vidas entonces, transcurrían entre can­ciones de Los Beatles, noticias de Vietnam, el rostro y el cuerpo de Raquel Welch, Las aventuras de Rin Tintín, Benitín y Eneas, Cazán el cazador, Los Tres Villalobos, las escandalosas minifaldas de algunas mu­chachas y el bikini no menos escandaloso. También transcurrían las cosas con canciones de Massiel o Monna Bell y la memorable Nathalie de Gilbert Becaud que interpretaban los Hermanos Arriagada y que en mi casa se alternaba con Momentos íntimos con Roberto Yanés y La serenata del siglo de Marco Antonio Muñiz y la Rondalla Tapatía.


Afirmo que mí generación, fiel a sí misma y vivía con los pies en la pólvora aún caliente de la guerra de abril, sobre los muertos húmedos y recien­tes, bajo el ruido de los helicópteros homicidas, que­mándose las manos porque leía en la clandestinidad el penodiquito de la Línea Roja de 1 J4 y del Movimiento Popular Dominicano. Villa Juana era entonces un barrio humilde y sano, nuestros únicos vicios eran el de­porte, la lectura, las fiestas familiares para bailar en un mosaico los boleros de Tito Rodríguez, el mensajero del amor, en la casa vecina o en el asfalto crudisimo y caliente del Club Mauricio Báez en ciernes entonces o con el trasfondo de José Manuel calderón y Quema esas cartas donde yo he grabado, solo y enfermo mi desgracia atroz o Luna, dime tú si ella me quiere como yo la quiero a ella, los viajes en grupos al Orato­rio don Bosco, la escuela Nicaragua o República Do­minicana, el Colegio Cristóbal Colón o el mismo Don Bosco, mientras en el Liceo Secundario Juan Pablo Duarte se incendiaban numerosos neumáticos porque había que apoyar la lucha del Medio millón para la UASD. Eran, además, los tiempos en que los herma­nos Jesús, Mateo y Felipe Rojas Alou constelaban el campus profundo de los Gigantes de San Francisco escribiendo una historia única en las Grandes Ligas, lo mismo Julián Javier y Pedro González, mientras Juan Marichal era el astro que iluminaba el montículo, susto y miedo de los bateadores. Eran, asimismo, los tiem­pos en que sobre la arena del antiguo Perla Antillana Pedrito y Felo Flores, dos ejemplares igualmente me­morables, construían a su modo la historia del hipismo y en el Estadio Quisqueya más de veinticinco mil faná­ticos pagaban sus entradas para ver los encuentros pro­tagonizados por Guayubín Olivo y Juan Marichal, Pe­dro Borbón y Chichi Olivo, y las atrapadas de Antulio Martínez o las chepas de Garabato Sakie que el catcher escarlata, Federico Velásquez, celebraba con ironía. Esperábamos entonces el séptimo inning para entrar de chivo al play y nos dividíamos entre Liceístas y Escogidistas. Pero en la puerta de la carnicería de su padre, poco después de mi antigua casa, el hoy mun­dialmente famoso Julio Sabala (Saldaña para nosotros) se las pasaba imitando a Sandro, el muchacho de Amé­rica, y enfrente, El Añonaíto Luis Segura mataba el aburrimiento y los mosquitos de esas noches compo­niendo sus bachatas. A Julito Sabala el destino le ha clavado más de mil voces en el pecho como maripo­sas o colibríes. Aprendimos de Ortega que siempre una ilusión es más fecunda que un deber.


En esa Villa Juana los que no maroteábamos por Matahambre, por allá por la Universidad, éramos ni­ños de ventana que teníamos, como los astros claros del deseo, capacidad de asombro y aptitudes para la utopía. Y leíamos El Caribe con su página cultural y, la Revista Ahora! Y escuchábamos El informador policiaco con el suceso de hoy del inolvidable Rodriguito. Vivíamos llenos de sueños, nos creíamos llenos de eternidades porque la luna era puntual en nuestro cielo sin polumo. Nuestro astro guía era el futuro, la palabra, Mis noches sin ti de Vicentico Valdez, Blanca Rosa Gil, la muñequita que canta, la temperamental Olga Guillot y aquel Niní Cáffaro que encabezaba un grupo integra­do por Francis Santana, Luis Newman, Luchy Vicioso y Horacio Pichardo, entre otros, apadrinados por Ra­fael Solano en La hora del moro o con Babín Echavarría en La taberna de Babín. Es que éramos habitantes del sueño y la esperanza, creímos en lo po­sible y en lo imposible y abrimos nuestras vidas a una gama de posibilidades, porque esperábamos el cum­pleaños de algunas de las muchachas del barrio para bailar, bajo luz de bombillo de 75 bujías, aquello que nos dice que el pañuelo que dejaste aquella noche fue testigo de momentos de locura... Aunque eran los tiempos de la Banda Colorá que Orlando Martínez cas­tigaba fuertemente desde su columna Microscopio del periódico El Nacional, nunca ninguno de nosotros supo de violaciones sexuales, de atracos a mano armada o a mano limpia. Desconocíamos deslealtades y a pesar de que el hombre había puesto pie en la luna, nuestros amores de entonces -hoy piedras vivas del deseo­ eran quimeras y fugacidades eternas, miradas furtivas y flores guardadas celosamente entre las páginas de algún libro. Allá jugábamos, allá soñábamos y en La cochera nos arrullaba una voz que con paso del tiem­po sería mimada en muchos escenarios de aquí y de allá. Era Momi. Era Ramoncito Sepúlveda que, con su salto a la fama, se convirtió en Fausto Rey, en El Niche, el amigo, el hermano a quien he visto llorar algunas veces recordando sus días de esplendor.


He hablado de Villa Juana, no ésta sino la otra, la virgen, la no corrompida, la que tenemos de orgullo y crece en nuestros corazones porque es el espejo más fiel de nuestras vidas. Porque ésta, la Villa Juana de ahora, llena de colmadones y tecatos que carecen de sueños porque se sienten condenados a ser como son no sabiendo que por encima del destino existe la vo­luntad sagrada de Dios, la voluntad del hombre, la fe que mueve montañas. Carecen de eternidades, no han sabido copiarlas en el cielo estrellado de las noches; carecen de asombro y van convirtiéndose en sabandi­jas de papel. En ostras, en falsificaciones de sí mis­mos. He hablado, decía, de aquel Villa Juana, donde nació una generación de jóvenes que ha vivido en trans­parencia total como Leonel Fernández en la coheren­cia de unas vidas que, como las que reseña Jorge Manrique, son los ríos que van a dar a la mar. Esta Villa Juana, la de ahora, no la nuestra, está llena de prostíbulos y seres alucinados y, sin embargo, era como un vuelo de gaviotas sobre el mar durante el atardecer del día primero de la vida. En ella, saliendo como Dios de algún rincón de la vida, yo recuerdo a Leonel Fernández -discreto y apuesto y bien recortado ­emergiendo de las cercanías del Nuevo Ventorro, el negocio de los negros-bemba como decíamos de muchachos, allá en la calle 23 con Francisco Villaespesa, sonriente, parco pero firme, de pocas palabras y cor­tés con su chacabana impecablemente blanca y siem­pre sus libros en las manos. Aparecía como un duen­de caballeroso y cordial mientras en la acera de la casa escuchábamos Tribuna Democrática o el Romance Campesino de Macario y Felipa, cuando no El Santo Rosario. Leonel dejaba caer unas palabras y caminaba sonriente -si era de tarde- hacia la avenida Máximo Gómez para tomar el vehículo -probablemente una guagua azul- que lo conduciría hasta la Universidad Autónoma.


Con estas memorias de Villa Juana, muestro el in­negable cordón umbilical que ni el tiempo ni los cam­bios bruscos de épocas y hombres han podido trans­formar. Ese tiempo vive, existe congelado en la memo­ria colectiva de mi generación. Porque a nadie le pue­den arrebatar nostalgias ni recuerdos, son de las pocas cosas que no podrán robarnos. A nadie se le puede arrebatar la vida intensamente vivida, eso muere con uno, junto a uno. Nuestras vidas están construidas con la trama de nuestros sueños que son los sueños de nuestra generación, que es también la generación de Leonel Fernández. Una generación que oía los discur­sos de Juan Bosch desde el exilio y las transmisiones de la Cabalgata deportiva Guillete y que bailó twist y vivió a Chubby Cheker.


Estas aulas, donde quedaron mis pasos de ado­lescente y mis primeros amores, donde tantas y tantas veces vi. sonreír y miré los ojos de la mujer que se ama, donde mostré orgulloso mis primeras páginas y tantas, pero tantas veces toqué el cuerpo amado entonces, se abren jubilosas para recibir al doctor Leonel Fernández. Pero este Leonel que hoy comparece ante nosotros, humilde y sobrio, viene con los mismos sueños, con los sueños de una generación como la nuestra que aprendió de Ortega y Gasset que un individuo, como un pueblo, queda más exactamente definido por sus ideales que por sus realidades, ya que lo único verda­deramente suyo son sus nostalgias, sus dudas, sus quimeras. Viene con una visión del porvenir más ma­dura y certera y un fluir de pueblos y multitudes que le aplauden le aclaman como la última esperanza. Esa Vi­lla Juana ya no existe, pero quedamos nosotros -la llama y la ceniza-. Para mí que pienso que cada amor es un milagro igual que cada día que se vive intensa­mente y, por qué no, cada noche como esta en que, como de un cofre, extraemos prendas preciosas de nuestras intimidades y recordamos utopías, porque sabemos que la vida no es este afán de insomnios ni este decrecer en sombras y penurias, y sobre un pre­sente de soledades y ausencias queremos construir el futuro, es motivo de satisfacción y orgullo dejarles, jóvenes amigos y jóvenes estudiantes, con un hombre a quien conozco desde las otredades, la quimera y el navío: Leonel Fernández.
Palabras pronunciadasd poara presentar al Dr. Leonel Fernández Reyna en el antiguo Colegio Francisco Domínguez Charro de santo Domingo en el mes dce noviembre de 1994.

Las noches bohemias y las tardes apacibles

Las noches bohemias
y las tardes apacibles
de Antonio Fernández Spencer


Yo lo conocí. Lo conocí en esos mundos nocturnos -sus mundos- cuando la pasión -etílica o no­va trazando rutas. Recién llegado desde un dorado exilio como Embajador Extraordinario y Plenipotenciaro en Uruguay, después de un accidente o suceso lamentable, nos encontramos en soledades. Soledades que, en el crepúsculo de la tarde (no así el de la mañana) producen confesiones mutuas entre los contertulios. ¿Escenario? Calle José Reyes -entre El Conde y Las Mercedes- la Respetable Logia Cuna de América. ¿Año? 1973 ó 1974. Creo que sí. Pues, a veces, hay en la vida momentos en que, más que la realidad, es más valiosa la ilusión porque prettendimos que el hombre -dice Ortega- antes que materia es ilusión.

Fui su contertulio, su cómplice, y muchas veces, antes de entrar a la humilde vivienda que habitaba j unto a Nurys, allá en la Villa Juana de entonces, en la calle Américo Lugo, frente al Cementerio Nacional, una casa en cuyo patio existían, desconociendo al magnífico escritor, chulos, maipiolas y prostitutas, usureros, bugarrones, homosexuales y taberneros full times, me susurró algunas cosas. Villa Juana es mi barrio, lo conozco bien.

Sólo Manuel Núñez y yo conocemos aquellos abismos de la Villa Juana de entonces, más nadie que no fuera Leonel Fernández Reyna, tan cercano como distante al espectáculo de esas noches, es testigo. Parece que Manuel Núñez ya no se acuerda. Aún así sólo nosotros soñamos en aquellos callejones. Sólo nosotros dudamos y presentimos una muerte prematura a manos de Macorís, Tony el Pelú o cualquier otro miembro de la funesta banda colorá. René del Risco me lo advirtió con mirada escrutadora. Me lo repitió y yo, ingenuo muchacho de aquel tiempo y nieto primero criado por abuela, también lo presentí. Jamás hablamos desde cómodas poltronas ni recintos pseudo izquierdistas ni en el aire acondicionado facturado a ese pobre pueblo ignorante que regularmente paga las consecuencias de todas las deficiencias de nuestros gobiernos tradicionales.

Una cosa, como expresa el pueblo, es con guitarra y otra con violín. En eso estamos suficientemente claros. Y, allá en el otro mundo, no sé ni me interesa saber cuáles son las razones por las que los excluidos de sí mismos, los normales a la manera del poema de Roberto Fernández Retamar, buscan desesperadamente la noche y sus laberintos. Tal vez es la noche el único espacio en el que se abre una esperanza o es propicia al desencuentro que, a su intimísima vez, es encuentro tan fuerte como la cadena perpetua que sin darnos cuenta nos anuda en asuntos de amor.

La vida de Antonio Fernández Spencer, aquí, en España o cualquier otro lugar de la tierra, fue una fiesta de apaga y vámonos y sólo los que con él compartimos el alcohol nocturno frente al mar podemos afirmar que su existir, ahora distante y esclarecedor, fue una parranda en la que leímos con fervor aquello de todas mis cartas mentirosas quémalas /parto en la nave de la muerte / basta seguir sus velas para saber también / que la mañana existe sobre un gladiolo sombrío. De mirada profunda y escudriñante, cuando estaba bajo los efectos del alcohol adquiría, muchas veces, mayor lucidez de lo común y sus juicios eran dignos de ser grabados o anotados en el instante. Seguro que de intentarlo, él diría, con su dicción perfecta que cada vez lo hacía mejor. Antes de morir escribió: La muerte viene, sí, con resplandores, con el hueso del hombre de la esquina; trae las discusiones del periódico, la política/y el nudo aquel del vino / que ahogaba, a voces, el gendarme. Y más adelante remachó: La muerte está de fiesta en la taberna, / donde quema gitanos, donde bebe un coñac extraño, /extraño, /donde se toca el beso y la palabra... La muerte está en pie, conversa con el hombre, / lo sostiene, le da el sentido de las cosas...

Este humanista, hondo y brillante y que se sobrevivió a sí mismo, buscó y encontró la poesía en los veleros, las albas y los atardeceres, sucumbió con su obra a su destino. Muchas de mis lecturas se las debo a él que ha sido, junto Rueda, el maestro mayor que me ha deparado el destino en estos asuntos de literatura. Inculcó en mí su misma pasión, los mismos poetas, los mismos pintores, en fin, una parte significativa de lo que hoy conozco se lo debo a él que, ya en la senectud, andaba por El Conde-chacabana blanca y maletín en mano- como uno más entre los mortales. Solamente un peso pluma de la literatura puede regatearle méritos, un amateur, un resentido como El Santo Cachón.

Ya lo dijo Rubén Darío: Dichoso el árbol que es apenas sensitivo y más la piedra dura, porque esa ya no siente...

El destino no siempre fértil

El destino no siempre fértil
de Luis Alfredo Torres

Como el día, los seres humanos, y por con­secuencia los poetas, tienen alba y ocaso, mediodía y medianoche. Pero hay poetas plurales en su voz y en su modo de existir y escribir que es una manera de ver la vida y asumirla.

En la vida y en la obra de Luis Alfredo Torres se dieron todos los tiempos, desde el presente más luminoso hasta el más oscuro pretérito. Todas las personalidades desde el joven que escribía sus poemas en una habitación de Los Ángeles, California, hasta el des­valido alcohólico que merodeaba desde la luz solar de El Conde hasta los más promiscuos patios de la Benito González o las más oscuras y deprimentes habita­ciones del Capitolio. En todas sus instancias fue poeta, y buen poeta, un poco a la manera de Juan Sánchez Lamouth. Son, junto a Ramón Pacay Polanco, los más grandes poetas malditos que ha dado el país en toda su historia sin excluir a Manuel Luna Vázquez ni a Ra­món Cifré Navarro.

A su regreso de los Estados Unidos su vida mate­rial se desarrolló en el barrio, en la calle, en patios ytabernas, en bares y cuarterías. Muy distinta fue suexistencia espiritual. Hombre finísimo y respetuoso,poeta de altos vuelos e imágenes dóciles, sorprenden­tespara construir de esta manera una poesía de con­fesión y en voz baja como se comunican todos lossecretos. Demasiado demonios había en su alma, demasiado sed de eternidad y de ser único y diferente, demasiado ángeles malditos y urticantes que le hicieron renunciar a este mundo para sumergirse en otro nomás noble pero mundo imaginado o soñado a la mane­ra del Oscar Wilde de la Balada en la cárcel deReading, mundo alucinado como el de Rimbaud,Verlaine o Lautrémont, artistas de sólida estirpe quepretendieron transgredir, mediante la trasgresión de lavida misma, la poesía de su tiempo suplantando épocas y estilos. Pero estas vidas jamás han opacado susobras ni el río de eternidad que corre por sus páginas.Si desmentimos a Salinas (la vida es lo que túsueñas) este barahonero supo jugar, con versos de unadensa sensualidad, lo mismo con la muerte que conlos bellos rostros y convirtió el hastío en soledad crea­ ' dora-soledad terrible pero fértil- y terminó, qué otra cosa podía esperarse, como muchos mortales: atrapa­do entre la realidad y el deseo, como escribió su admirado Luis Cernuda, el de A un joven marino, en las ' redes indomables de la realidad más que del deseo. ' Atormentado siempre por la belleza de los cuerpos, a la manera de Cernuda o Cavafy, Luis Alfredo Torres ' es un lírico extraordinario que le da a las palabras to­nalidades precisas. Agua, espejo, paisaje y color son las cuatro estaciones en que el poeta ha dividido un brumoso poema, Los bellos rostros.
Rocas, paredes
del mar, / en vosotras están los bellos rostros: / ama­
dos unos; otros imposibles; /pero están, enterrados o
Rostros como un relámpago en la niebla iluminando
siempre.

Poeta intensamente lírico, transparente, fluido, palabra de aire marítimo petrificado, jamás dudó, jamás se hizo preguntas sin respuesta, sino que afirmó o negó y llegó a condolerse hasta de sí mismo, aunque no de forma irónica, en sus andanzas por suburbios donde la muerte existe a punta de cuchillo y que en lugar del revólver de Concho Primo es el que canta en el cinto.

El que ha sido señalado como el más conturbado de todos los románticos dominicanos, afanosamente bus­có la muerte con delirio, la destrucción propia y mu­chos de sus poemas quedaron manuscritos en manos de chulos y prostitutas que apenas podrían descifrar algunas de las vocales, pero que sonreían al poeta, sin maldecirle, con la dádiva para el trago o el compañero furtivo para quien siempre anduvo en procura de desinhibiciones y alucinaciones etílicas. Lupo Hernández Rueda, en su obra sobre la Generación del 48, escribe, refiriéndose a Luis Alfredo Torres que des­de sus primeros versos, desde su poesía de adolescen­te, Torres es el atormentado, el poeta cruzado por la belleza de los cuerpos, deseoso de liberar su amor del drama que es él, y que acrecientan las circunstancias de la vida y del medio en que desenvuelve su existen­cia. Habla, asimismo, de una lucha interior, desgarradora y le llama hombre atormentado por el deseo.

Miembro de una generación desgarrada y desgarrante y de gran calidad artística y humana, la Generación del 48, Luis Alfredo Torres -como Ra­món Cifré Navarro o Manuel Valerio- es un poeta que fatigó lo terrible de la vida y que asumió su destino de adversidades y se hundió en el mito para cantar un presente no inventado pero sí poblado de insatisfacciones, de mugre, de la mugre que envuelve el idioma de algunos cuerpos y la mirada de los farsan­tes. Una mirada a su obra, dispersa en opúsculos de difícil adquisición y en una breve antología publicada por la Biblioteca Nacional, nos muestra al hombre de sonrisa siempre triste desgarrándose, atormentado y titubeante, el que perdió la fe en todo menos en la poe­sía: existió como el tenebroso, el viudo, el sin consue­lo de Las quimeras de Nerval, el del laúd constelado, príncipe de Aquitania de la torre abolida. Nada su­perficial, ninguna pose, nada halado por las greñas, ninguna vaga imagen, ninguna palabra gratuita ni artifi­cio verbal en su vida ni en su obra. Es la suya una obra que traduce el tuétano mismo de la angustia, pero no una angustia vallejo lana, sino amorosa, tenue, iluminada por su propio padecer. El hombre acorralado, texto breve pero de una transparente densidad, es el mejor testimonio de esta afirmación. Su ámbito, como el de Ámbito y penumbra de la echadora de cartas, de Manuel Rueda, es tibio y húmedo. Debajo de la piel de cada verso y de cada palabra, bajo cada estrofa y cada ritmo, breve o extenso, laten dolores antiguos, soleda­des y cuerpos que el poeta recuerda a la manera de Cavafy, ansiedades de amor y ansiedades existenciales, derrotas íntimas y silenciosas, parques abandonados donde alguna vez el poeta estuvo desterrado y se sin­tió no en la mendicidad sino iluminado por sus amo­res. Su voz va de la experiencia a la quimera, no sin antes pasar por el deseo que como un lengua de mime filoso le atraviesa siempre el alma y desemboca en la fatalidad que fue su destino y que asumió de manera irrevocable y sin resistencias de ningún género. Luis Cernuda igual que Oscar Wilde también lo asumió.

Apoyado todo el día en el bastón que fue su me­jor testigo y el más consecuente, gafas oscuras y ma­nos siempre húmedas en la acera del Restauran Pacos, w devolvía siempre una sonrisa efusiva. Eran los días terribles y bellísimos de los años 70 y se sabía habi­tante de una ciudad autófaga, inmerso en sus desven­turas más allá del hambre y del loco alcohol. Su vida no fue una utopía, fue fiesta de apaga y vámonos. Alba v crepúsculo de una angustia lacerante que él poblaba como un duende, ya en la ciudad colonial, ya en los barrios de la zona norte, ya en sus callejuelas o cuarterías como en Borojol, siempre fiel a su destino fútil, tan fútil que su obra es el más vivo y doloroso reflejo de una vida azarosa y breve. Una nostalgia de Juventud recorre la extensión fresca de su poesía, toda su soleada y su llanura, su prado envejecido a destiem­po por lo indecible. Su mirada revelaba siempre una esencia, pero se mantuvo incólume al buen gusto por la poesía de factura excelente y la precisión del juicio severo. A él le queda bien aquel traje que Stefan Zweig 1e puso a Dostoyevski: sólo tocando al fondo verda­dero de nuestro ser, en lo que en él haya de humano, nos palparemos unidos a él. Torres entendió la vida como abandono, como pregunta, so­ledad o purgatorio. Así descendió a unos infiernos desde los que nos extendía una mano débil, sin color, húmeda, temblorosa. Ningún poeta dominicano más lejano de lo telúrico ni tan dentro de la muerte y lo terrible. Tampoco ninguno más dócil, más manso ni sugerente. Eso sí, la suya era una mano que había visto mucho y había palpado poco con la intensidad que vibraba en su espíritu mundano y bonachón, tercio infatigable para la barra, el colmado o la parranda.

Todo lo que hay de sombrío en la obra de Luis Alfredo Torres conforma su visión del universo y en él subyace lo que vivió y lo que soñó, el paisaje citadino, el cielo con sus nubes y sus aves y -vaya paradoja- el mismo presente que fue el más propicio de sus tiempos. De su poesía brotan pájaros, noches, atardeceres, bares y bohemias insostenibles que caen como párpados cortados sobre la pureza blanca de la página. Jamás buscó premios ni reconocimientos, nunca el aplauso de los supuestos críticos, no; su soledad contemplativa o de anacoreta era suficiente para un hombre que no se sintió marginado ni excluido sino parte de una multitud que lo miraba siempre no como un gran poeta sino como un paria, un asco, un mendigo, una vergüenza en la llamada República de las letras. Lo mismo sucedió con Oscar Gil Díaz, hombre de juicios agudos como lanzas oxidadas por la razón y el olfato.

Los bellos rostros que vio Luis Alfredo Torres son los del recuerdo, los de su amor insatisfecho que diariamente han poblado la calle El Conde -donde tantos talentos se han disuelto-, aquellos que vio y no tocó, aunque los palpó con sus ojos desde la mesa de un bar de mala muerte que petrificó mediante su palabra hechizante y hechizada. Su destino, tan cruel como fértil, le dio el tono limado de su poesía, pero no así lo diáfano de su verso.

Lo recuerdo mordido por la realidad. Todos re­conocen sus méritos, pero no le perdonan el supli­cio, no le perdonan ser como quiso ser ni como fue, aunque todos admiran -por más que lo callen- la sen­sualidad que, como brasa rediviva o llama quimérica, arde en sus versos cargados de una pasión alucinan­te-- Habitante asiduo de hondísimos abismos y mora­dlas procaces, jamás esquivó su destino ni se quejó de él, era feliz y celebró lo que tuvo y lo que soñó, lo que no tuvo y lo que de manera negativa gravitó en su obra, aquello que perteneciéndole le fue retenido. El Ana llagada se expresó en esos poemas y de ellos brota pus, lejía, sombra, vómito. Cuando ya sus pár­pados se han cerrado para siempre y lo cubre la som­bra y lo mece el recuerdo y su cuerpo permanece inmóvil y tapiados sus oídos, sin embargo no está mudo ni muerto; ahí está su obra breve pero diáfana. Fatigada su triste vida, falta ahora habitar esa obra que es el espejo de su tragedia y sus deseos inconfesables. Poeta medularmente romántico.

Su época, su mundo tormentoso y turbulento como las olas, nómada citadino, no busca en los muladares pero sí en los rincones de la noche la tibieza necesaria. Su tragedia, inextinguible como su poesía, estructuró su vida en pobreza, soledad y privaciones que lo lleva­ron a la mendicidad. Como a todos los desdeñados y descontentos, El Conde lo acogió y en ese mar su vida sórdida fue una ola inmóvil y su poesía una llama, pero de sombra. No hubo combate entre su vida y su desti­no. Oscar Wilde, a quien tanto admiraba, siguió un destino parecido, guardando las distancias, en su sin­gular Inglaterra, poblado de infortunios y diatribas a pesar de sus raíces aristocráticas, a pesar del gentthleman, el lord, el burgués recluido en la cárcel de Reading. Aunque doloroso y traumatizante, fértil fue su destino. Luis Alfredo Torres dejó pasar las co­sas como se mira un río correr.

El enfermo lejano, tan conmovedor como A un joven marino, de Luis Cernuda, es un texto que, mu­chos años después, continúa en otro texto -El hom­bre acorralado-, donde el poeta, como el Narciso en­fermo, se mira en el espejo no de las aguas sino de la realidad. Su pasión por los rostros, agua o piedra, viento, luna, arrecife, le acompañará por siempre. Pero aquí -a diferencia de su Narciso en medio de las aguas­ muere porque cae ahogado sobre las mismas aguas donde se contemplaba y si termina un mito empieza otro. En el poema, como en casi toda su obra, todo es desolación, pero tibia desolación en voz aterciopelada, trémula, taciturna, citadino como René del Risco Bermúdez, otro gran solitario.

El poeta ha deambulado por los rincones de una ciudad en penumbras en las ásperas noches tras el río despojado de cantos, coronado de luz, la siempre in­édita luz que amó de pronto su velero izado, la de ternura inagotable. El amor se torna admiración y re­conocimiento, la amada siempre es fértil y el poeta hace visible lo que nombra y éste, precisamente, crea el postulado de los imaginistas de Pound: piel tuya que era mi lenguaje, a sudor de anís tu muslo olía, las pupi­las de náufragos, tiernos salarios, etc. O estas imágenes: Por qué lloro ante estos muebles a medias solita nos.., Por qué lloro y acaricio la caoba /de que están hechos sus desnudos olores..., bautizo enlutado..., briznas ahogadas, etc.

Luis Alfredo Torres buscó su ser en la poesía, ahí buscó su verdad y pretendió, mediante ella, revelar la realidad escondida de las cosas. Su 31 racimos de sangre, publicado poco después del ajusticiamiento del díctador, es un libro revelador y doloroso. Igual que la luz del río entre las piedras, la voz de este poeta marginal y marginado es toda una confesión. Como él, Sánchez Lamouth y Moreno Jiménez tampoco hicie­ron resistencia al destino.

Páramo nocturno / Tocado por el viento furioso de las islas/Atado al navío ligero del suplicio/Chas­quido de cumplidas inocencias... Si Canto a Proserpina es la epopeya jubilosa y lamentable de La generación del 48, Los bellos rostros, opúsculo inte­grado por cuatro textos en los que el poeta alcanza un grado alto de madurez hecha transparencia, asombra por su pulcritud y sus imágenes cargadas de un inten­so lirismo. El poeta ha buscado en el agua los bellos rostros, amados unos, otros imposibles, pero en agua de mar y no de río.

Sin embargo, después de muchas andanzas y des­varíos, el poeta terminó muriendo en un banco del Hospital Padre Billini, según lo reseñó un diario matuti­no. Yo sólo he querido evocarlo, no agotar ni fatigar su obra ni su vida, porque aún después de su muerte, este Luis Alfredo Torres sigue fiel a su destino aunque no siempre fértil, a la tragedia que fue su vida y a la que jamás hizo resistencia y, como escribe el propio Hernández Rueda, su romanticismo, por ser hondo, no queda poéticamente en las superficies de las pa­labras, en el juego retórico, en el retorcimiento del lenguaje, sino que es la vibración de una existencia románticamente fundada en la realidad existencial de un hombre poeta en hechos y en palabra.