lunes, 23 de marzo de 2009

Las miradas fugaces (16)








Esta primavera tiene la razón

Paul Éluard, el excelente poeta francés que vivió para amar y cantó al amor con la destreza de un finísimo renacentista, cierra uno de sus magníficos poemas con un verso excepcional: Esta primavera tiene la razón.
Me acuerdo ahora que mis obligaciones laborales, ya disminuidos algunos problemas de salud que me descubrieron hipertenso, me han devuelto a esta Managua de cuaresma inigualable por los altos grados de su calor y la humedad relativa.
La primavera ha llegado y ha sido como una anticipación demasiado tibia de un verano que, además, es permanente.
Es cierto que aquí existen pocos puntos de encuentro y que se carece de algunas ofertas de las que hay en otras ciudades, incluso en mi país.
Pero basta ir a una de sus dos principales plazas comerciales –Plaza Santo Domingo o Metrocentro- y fijarse en la expresión de los transeúntes o en esa belleza tan triste y pálida que hay en muchas jóvenes de las que andan con jeans que dejan el ombligo al aire, para saber que la tristeza de muchos latinoamericanos es tan auténtica que no sirve ni siquiera para mentir ni de máscara, porque nos desmienten las proclamadas alegrías y hasta el propio baile.
Sobre esto, hace varias décadas que el genio indiscutible de Octavio Paz detuvo su mirada escrutadora en un libro extraordinario como El laberinto de la soledad, obra magnífica que tan copiada ha sido (igual que España invertebrada de José Ortega y Gasset) por esos mequetrefes antihaitianos de mi país que defienden una matanza atroz a la que algunos de ellos no hubiesen sobrevivido como bien ha apuntado Pedro Conde, nuestro escritor más mordaz.
Los latinoamericanos somos como una pregunta sin respuesta, una negación permanente, un dejarse llevar por realidades que muchas veces son inventadas y que nos convierten en víctimas.
Managua es una ciudad acordonada por una envidiable naturaleza que incluye flores de colores siempre encendidos, bosques de espeso follaje y cielo mayormente espléndido; nada de esto impide que algunos días esta ciudad se convierta en un verdadero baño de sauna.
Pero es en Nicaragua donde se puede sentir mayor pasión por la poesía. Cada nicaragüense lleva por dentro un pequeño Rubén Darío.
No conozco otro país donde se rinda tanto culto a la poesía ni donde existan tantos poetas jóvenes como aquí.
Problemas de salud no me permitieron participar en el reciente festival que contó con la presencia de poetas de todo el mundo, pero pude seguir desde mi país todas las actividades.
No hay adjetivos para definir esta primavera, y tampoco esa es misión de estas cuartillas escritas por un hombre que está lejos de su país y que, como todo mortal, es embriagado por la nostalgia porque asoma a un balcón o se acoda en un alféizar desde donde ve extinguirse los últimos cielos rojizos o amarillos de un ocaso que inevitablemente ha dejado atrás al día para dar paso a la noche.
Cuando uno está lejos y entristece siempre dice cosas sin importancia.
Como ahora.
Sí, como ahora.
Esta primavera tiene la razón.

lunes, 2 de marzo de 2009

El amor y la muerte según Matías Alcántara




Un bello recuerdo del poeta Matías Alcántara

Como nadie muere a destiempo y las cosas nunca son como suceden, me quedaré aquí hasta la muerte. Eso fue lo que se dijo esa tarde Matías Alcántara, poeta del amor y prócer de la república de los que ingresaron a las filas del 1J4 o del MPD, cuando soñar era un grave delito y estrenarse un pantalón o una camisa un vicio pequeñoburgués.
Ese día había sido particularmente fresco. El colibrí vino temprano a buscar su alimenticia ración de polen y luego se fue dibujando en el aire esa indefinible arquitectura que solo las aves, por inescrutables designios, pueden hacer con tanta elegancia y precisión. Después del mediodía el poeta se sentó en el balcón como hacía habitualmente y, una vez más, comprobó que era bueno ver los pechos difusos de alguna muchacha mientras simulaba llenar el crucigrama. Como todavía fumaba estaba armado de la marlboro light y la caja de fósforos, consumió varias tazas de café veces y abandonó el lugar solo cuando se sintió apestoso de la nicotina que se reflejaba en su bigote y en las manos casi trémulas, además de dejarle un insoportable aliento.
Minutos después estaba acodado en el alféizar, y se dijo que la vida y la muerte no eran más que sinónimos utilizados habitualmente de manera incorrecta, y así quería abordarlo en la novela que pretendía concluir a fin de año, Los nietos de Machepa.
A eso de las seis se abismó contemplando el mar que, como sucede siempre que hay cielo espléndido, se veía cubierto por un límpido y brillante azul.
Realmente las cosas sucedieron antes pero después de Federico García Lorca y su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (sic) nada sucede a las cinco de la tarde.
Fue a las cinco de la tarde cuando el viento se llevó los algodones y un ataúd con ruedas es la cama. En esas terribles cinco de la tarde el poeta quiso comerse el cadáver que yacía en la arena, como Miguel Hernández con su Elegía. Lo mismo sucedió a Luis Cernuda y así se revela en su A un joven marino.
Es que del amor y el deseo hablan los poetas, probablemente los únicos autorizados a ejercer ese magisterio que anula las fronteras entre la realidad y el deseo.
Matías lo sabía. Yo que fui su cómplice niño puedo decirlo.
Y ahora que la tarde dominical reverencia su última emisión de muchachas y veo a Shakira contorneándose, recuerdo ese ocaso porque soy el único testigo. Hace ya más de treinta años.
El poeta no estaba sobrio ni ebrio y amaba la vida que parecía despuntar, estaba con los codos apoyados en el mismo alféizar que ha sido testigo de su vida, el lugar desde donde probablemente captaba sus mejores versos.
La tarde mortecina era radiante aún cuando el viejo bm azul dobló raudo y se detuvo enfrente. Él aspiró su cigarrillo y dejó que el humo ascendiera en volutas lentas hasta que el vehículo se detuvo y la muchacha con traje sastre se desmontó, un gesto de cabeza para recoger el mechón ceniciento que por momentos le impedía la mirada. El cigarrillo cayó al suelo y él oyó el taconeo de la muchacha ascendiendo las escaleras probablemente oscuras y poco limpias, porque así las imaginaba. Oyó cuando la muchacha abrió y cerró la puerta, luego se quedó esperando un evento tanto tiempo soñado y la muchacha asomó a la puerta de cristal grueso envuelta en una toalla color vino, que se precipitó al suelo y él pudo contemplar, en fugacidad eterna, aquellos pechos firmes y abundantes, y pensó quetodo era un regalo de Dios.
Tres décadas han pasado desde entonces; todavía oigo el taconeo en esas escaleras y siento la fragancia del jabón. Desde entonces Matías celebra la vida y yo lo contemplo solo para decirme que, a veces, no existe tiempo alguno.
Una muchacha desnuda, aunque sea en la memoria, es un verdadero regalo de Dio.