lunes, 27 de abril de 2009

Las miradas fugaces (18)

En memoria de monseñor Oscar Robles Toledano
Fui amigo de monseñor Oscar Robles Toledano, un dominicano con una inteligencia y una visión nada común, y lo recuerdo con mucho respeto y admiración. Su carácter apacible y su brillante formación intelectual (una cultura realmente excepcional) me convirtieron en su habitual compañero de caminatas vespertinas alrededor de su bella casa en los kilómetros de la autopista 30 de Mayo.
Me hice su lector cuando escribía para el periódico El Caribe, y hasta el más ingenuo sabía que ese P. R. Thompson que enviaba esas cartas de prosa memorable y juicios extraordinariamente lúcidos era el magnífico purpurado y anacoreta de vida discreta.
Si en algo pecó mi extinto amigo fue en dedicar su vida fértil a la renovación constante de sus conocimientos y en mantenerse informado de todo acontecimiento importante, dentro o fuera del país.
Todo lo vio con una mirada crítica y las puertas de su casa estuvieron siempre abiertas. No fue nada soberbio y sé la indignación que se produjo en él cuando el entonces presidente Joaquín Balaguer dijo en un discurso público que era él (monseñor Robles) el hombre que más daño le había hecho a sus gobiernos.
Aunque no olvidaba nada, no fue un hombre rencoroso, sino íntegro; y se negó a juntarse con ciertos especímenes de esos que andan por ahí presumiendo y mintiendo. En las tardes, cuando salíamos a caminar, se armaba de caramelos y esa mirada escrutadora e insistente como ninguna era una constante en un hombre indudablemente sabio y valiente cuya actitud vital le hizo blanco de comentarios no bien intencionados.
Ante cualquier pregunta respondía al instante porque en él todo conocimiento se mantenía con frescura como si las cosas hubiesen sucedido ayer, o anteayer, o tal vez ahora mismo.
Aprendí tantas cosas a su lado, cuando caminábamos o cuando no salía de la casa por algún motivo. Quien apenas le vio de lejos y no pudo conocerle, podría pensar que era un hombre abismado en sí mismo, como un artista que se ha propuesto alcanzar la obra maestra que ha de eternizarlo.
Siempre lo recuerdo con mucho amor -¡siempre!-, pero ahora que estoy lejos de mi país, acabo de enterarme que en la Feria Internacional de Libro que actualmente se celebra allá, se pondrá en circulación un libro que supuestamente contiene las memorias de Jhonny Abbes, criminal indescriptible de marca mayor, que, según se ha dicho, desnuda a varios periodistas entre los que están Oscar Robles Toledano y el doctor Ornes.
Lamento que esa obra no haya salido cuando monseñor Robles aun vivía, o cuando Germán Emilio Ornes también estaba vivo.
Ni Robles Toledano ni Ornes eran cobardes ni ignorantes. Fueron ciudadanos e intelectuales de una visión crítica de los acontecimientos y, por eso, indudablemente, tenían lectores, críticos y alabarderos. Fueron verdaderos abanderados de la libertad y auténticos estilistas en su manera de comunicar, o significar, conceptos y creencias.
Nadie debe inventar cosas ni escupir sobre los huesos de nadie, aunque este fuere, hipotéticamente, el peor de los enemigos.
El padre Robles Toledano fue un ciudadano ejemplar a quien el país debe muchos buenos servicios, que quizás evitaron catástrofes.

viernes, 17 de abril de 2009

Las miradas fugaces (17)

Durante los días anteriores al asueto de Semana Santa escribí: Siempre que uno está solo y lejos dice cosas sin importancia.
Me parece que cuando dije tal cosa estaba yo en Santo Domingo, escribiendo desde mi balcón, contemplando el mar no muy distante, asombrado por los colores tenues del ocaso e imaginando no sé cuáles diabluras.
Ahora escribo desde una
habitación de hotel en la infernal y caótica Managua; afuera la temperatura está muy cerca de los 40 grados c.
Mi visión no ha cambiado y pienso que cuando uno está solo y lejos de casa le suceden, realmente, cosas tan graves que solo la ecuanimidad puede evitar que se conviertan en tragedia.
Y eso fue lo que me sucedió ayer a plena luz del día.
Todo en esta vida es disparate y la cumbancha continúa aunque no ande uno con un perico ripiao ni bachateando con la murga. Me armo apenas con el recuerdo de las personas que amo aunque estén físicamente distantes.
Solo lamento haber perdido la fotografía de mi hijo menor, la que estaba grabada en mi teléfono celular y la otra, la que atesoraba en un rincón de mi cartera y que me acompañó durante tantos años.
Lamento haber visto de frente y padecer en carne propia la mezquindad de la vida humana, sus pequeñas y peligrosas miserias y la manera en que el desprecio convierte a estas víctimas en ciegos verdugos.
Lo que me sucedió ayer es palpable expresión de la descomposición social. Pero qué puede uno hacer que no sea conservar la vida y dejar que la moneda ruede a conveniencia del azar o el destino.
Después del mediodía me refugié en mi habitación armado de un escocés y pensé largamente en la vida y en la muerte.
Pensé en mi país y en esas horas del ocaso que tanto aprecio.
Me escruté a mí mismo y me celebré lo mismo que el poeta; pensé en mi hijo de casi nueve años y derramé alguna lágrima sobre los huesos de mi madre.
Me detuve a escrutar las pequeñas miserias, las agresiones y los asesinatos que se comenten por asuntos sin importancia.
Me serví una y otra vez del escocés a las rocas escuchando algo de Britney Spears, casi harto ya de la constante amargura del bolero. Me conecté a la red y vi a Lolita Flores topless aunque con la pechera decaída, vi a Pamela Anderson y el rostro refrescante de mirada triste de Julia Robert. Me detuve en los labios de alguna mucha amada hace ya décadas en el campus de la universidad estatal de mi país mientras el sol parecía ahogar derretido sobre tan discretos álamos. Pero sobre todo, me detuve en mí mismo y, como me sucede muchas veces, regresé a algún pecho amado, un pubis cuya fragancia aun vive en mi olfato.
Jamás se renuncia a la vida ni a los recuerdos; pero tampoco a la muerte.

PD.
Acabo de recibir llamada de Matías Alcántara, el magnífico poeta del amor y la dulzura, aquel prócer que aun en los días más lluviosos y terribles de la guerra de 1965 robó tiempo al tiempo y al fragor de las batallas, para escribir los más hermosos sonetos de amor. Está frente al televisor, me dice, y Gary Sheffield acaba de ingresar a un selecto club de atletas que han disparado 500 o más cuadrangulares. Me alegro bastante, pero mi simpatía siempre está con los Yanquis de Nueva York.



Seguimos orando por la salud de Sandro, El Muchacho de América, El Gitano, porque aparezcan los órganos y porque el trasplante sea todo un éxito. Que Dios lumine su vida y se haga Su voluntad.


jueves, 2 de abril de 2009

Sandro, los poetas no mueren jamás


Sandro de América, nuestro Elvis Presley, el poeta que con su canto de amor y desamor todavía vive en la voz y el alma de millones de hispanoamericanos, atraviesa en estos momentos por una terrible realidad como consecuencia de la irreversible estela de daños que la adicción al cigarrillo produce al ser humano.
El corazón que tanto amor sintió requiere ahora un sustituto, y lo mismo sucede con los pulmones que el humo y la nicotina devastaron.
Yo que fui un fumador empedernido y que apenas puedo subir las escaleras de mi casa, he sentido en carne propio las consecuencias de una irracionalidad, una locura a la que nos entregamos desde la juventud.
Inmediatamente uno empieza con esa práctica tan nociva, va dejando en múltiples zonas del cuerpo daños realmente irreversibles.
Las enfermedades producidas por tan mortal hábito van en crecimiento alarmante y a su nómina de muertes sin respetar edades ni condición social, se suman diariamente cifras muy significativas.
Es doloroso ver como el cigarrillo va diezmando vidas útiles de seres inteligentes y laboriosos, honrados y socialmente responsables; pero tan irresponsables con nuestras propias vidas y con quienes realmente nos necesitan.
Son los hijos que quedan huérfanos, las viudas y los verdaderos amigos quienes experimentan el dolor de esas pérdidas, y de nada ha valido, en ningún país del mundo, reiterar las advertencias de las consecuencias del mal hábito.
Una tarde, mientras estaba encerrado en mi estudio, entre humaredas asesinas, sentí asco y pena de mí, de mi aliento, de mis ropas, de mis manos, las mismas que acarician y escriben para celebrar la vida, porque realmente apestaba.
Hacía ya tiempo que, cuando subía las escaleras de mi casa, me sentía impotente y llegaba a la puerta asfixiándome, hasta que una noche en que yo fumaba sentado en el balcón, mi hijo menor se acercó y me dejó caer, como balde de agua fría, como puñalada necesaria o como sentencia de un inapelable desafío, mirándome a la cara, dijo:
-No sigas fumando, papi; no quiero quedarme sin papá-.
Algunos años han pasado y ahora mi niño asoma a los nueve. El sabor y el hedor de la nicotina han desaparecido, y de alguna manera mi salud ha mejorado. Me siento comprometido conmigo y con mi familia, y mi hijo es el mejor vigilante. Jamás he vuelto ni pienso fumar, y me entristece mucho cuando pienso en lo que le sucede a Sandro en tiempos en que son necesarios repertorios tan vitales como los suyos.
Sandro es un poeta y un magnífico intérprete que ha escrito verdaderas joyas musicales como Quiero llenarme de ti, París ante ti, Las manos, Penumbras, Una muchacha y una guitarra, etc.
Ojala el destino pueda levantarlo de donde ahora está y que él pueda rebasar esa desgracia tan dolorosa.
Los poetas nunca mueren, sobre todo los del calibre de Sandro, nuestro Elvis Presley, el muchacho de América, el hombre-energía que, como muy pocos, ha sabido cantarle al amor y llegar al alma de los enamorados..