viernes, 18 de junio de 2010

El viaje de Saramago




El viaje de don José Saramago

José Saramago, un verdadero maestro de la fabulación, ha muerto hoy en su casa de Lanzarote, isla española escogida por él para pasar sus últimas décadas. Un hermano más que amigo, el poeta Antonio Mena, me lo ha comunicado mediante un correo electrónico en las primeras horas de este viernes. Su muerte me entristece profundamente.
Empecé a interesarme por su obra cuando fue reconocido con el Premio Nobel. Asistía yo como invitado a una feria del libro cuando llegó a mis manos un ejemplar de El año de la muerte de Ricardo Reis, apenas abrí el libro y quedé deslumbrado por la frescura rítmica de los primeros párrafos: “Aquí acaba el mar y empieza la tierra. Llueve sobre la ciudad pálida, las aguas del río corren turbias de barro, están inundadas las arboledas de la orilla. Un barco oscuro asciende entre el flujo soturno, es el Highland Brigade que va a atracar en el muelle de Alcántara…” Es una prosa pesadísima, me dijo alguien esa vez pero ya yo estaba rendido ante el gran libro que comenzaba a descubrir, un autor cuyas obras son de las más hermosas que he leído.
A la lectura (repetida constantemente) de El año de la muerte de Ricardo Reis le siguió Todos los nombres, una de las más bellas historias de amor, y sucesivamente me lo he leído entero (entero, sin excepción) y todavía me deslumbran sus novelas. El hombre duplicado, Historia del cerco de Lisboa, La caverna, Ensayo sobre la ceguera y El evangelio según Jesucristo son fuentes en las que habitualmente bebo, lecturas fascinantes cuyo ritmo, muy suyo, alcanza una de sus mayores expresiones en las páginas siempre memorables de Viaje a Portugal.
Como no escribo en mi estudio de Santo Domingo, no tengo sus libros a mano y lo que digo está apoyado por el recuerdo o embotellamiento de parte de su obra.
Como confesé hace pocos días aquí que soy adicto a Saramago, necesito releer su obra constantemente, varias veces a la semana. La pasión que siento por su obra no la he sentido por ninguna otra. Su integridad moral y su valor para decir algunas cosas han hecho de él un hombre excepcional.
Su muerte me ha estremecido y no tengo palabras para calificarla. Sé que ya no voy a esperar todos los años su nueva novela, pero en mi biblioteca está toda su obra, esas magníficas novelas que lo definen como lo que fue: un hombre íntegro de una lucidez extraordinaria y un maestro del arte de fabular.
Gracias por tan ilustre legado y por la vida tan ejemplar.
Hasta siempre, Maestro!

viernes, 11 de junio de 2010


Bachata del exiliado

Soy de Villa Juana, barrio del que han salido grandes personalidades que van desde el actual presidente de la República, Leonel Fernández, hasta Johnny Ventura, Julio Sabala y Junot Díaz. Mi viejo barrio hoy luce remozado y, en contradicción con nuestro tiempo, en cada esquina ahora se ve una juventud de la mano de la botella, mientras otros hablan de política, béisbol o hípicas y las muchachas se contornean al ritmo de la bachata. El bullicio es dueño del barrio.
Pero no es esto lo que quiero destacar en estos apuntes apresurados, que no persiguen más que un desahogo tal vez íntimo. Digo que en Villa Juana, entre sus largos patios atestados, en el balcón de los prostíbulos que por entonces eran discretos, tras el grupo que empinaba el codo en la esquina, al pie de la vellonera o junto a la mesa de dominó, en las casas de citas que estaban frente al hipódromo Perla Antillana o en los lupanares de la Máximo Gómez nació la bachata, una expresión que entonces detestábamos y calificábamos como música de guardia cuando los guardias eran lo que eran, que fue ganando terreno hasta hacerse internacional cuando a Juan Luis Guerra se le ocurrió grabar bachatas. Como personalmente la detesto, no sé si fue un acierto o una mancha a nuestra cultura; de lo que sí estoy consciente es de que ese género ha engordado muchas cuentas bancarias, empezando por la de Juan Luis..
Aparte del gran Fausto Rey, recuerdo muchos rostros y muchas voces: el guitarreo permanente y las voces de Rafael Encarnación, José Manuel Calderón, Luis Segura, los hermanos Pimentel, Miguelito Cuevas o El Pupi de Quisqueya (que no era otro que Cuco Valoy) y las veces que ví a Odilio González (El jibarito de Lares) y a Paquitín Soto, muy popular por el tema Novia mía (…cascabel de plata y oro, tienes que ser mi mujer) entrar y salir por aquellos callejones.
A la par de la entonces incipiente industria de la bachata una juventud se consagraba en sus estudios y se divertía en el glorioso Estadio Quisqueya y en el hipódromo, ambos muy cercanos al barrio. Otros oían a los artistas del Club del Clan o la Nueva Ola (Chucho Avellanet, Lucecita Bínítez, Lissette Alvarez, Teddy Trinidad, entre otros, mientras se bailaba el Pata-Pata o el Bugalú. Y debo destacar la enorme audiencia de los programas de rock como Alta tensión de José Joaquín Pérez (Jojó Pérez) y la influencia de Radio ABC por otros programas como el de Jesús Sánchez (El loco-loco) y Ricardo Luna.

Como la mirada, la bachata puede ser una autobiografía o la historia de alguien; pero difícilmente cante el júbilo del amor y la vida.
Algunas veces, como en aquellos tiempos, regreso al barrio y me reúno con algunos de los que allí quedan, cuando no me hago acompañar por esos amigos entrañables que se forman en la infancia o la adolescencia. Pero ya no existen las cuarterías y aquella juventud apenas tiene referencia de nosotros El barrio ha crecido y con él sus problemas, los vicios y las necesidades por más varilla y cemento que allí se ha sembrado. Antes éramos nosotros, hoy son los otros, los muchachos de este tiempo.
Cada vez que vuelvo, cada tarde de sábado o de domingo, puedo confirmar que Neruda tenía toda la razón: Nosotros, los de entonces / ya no somos los mismos.

lunes, 7 de junio de 2010

Yo, lector de novela rosa

Hace pocos días, mientras trabajaba en mi novela La última luna de miel de Agustín Lara, me sentí algo hastiado y me dejé llevar por una serie de circunstancias en las que jamás me había detenido.
Leer y escribir (insistir en escribir) en un país como el mío, bien puede parecer una locura. Hay que elegir entre comprar una buena corbata, un pantalón de buena factura, una buena camisa o un libro. O hay que renunciar a las exquisiteces de un marisco. Olvídese usted de que la langosta existe.
Pero soy adicto a Murakami y a Saramago, entre otros, y por más elevado que sea el precio del libro termino comprándolo. A diferencia de otros tiempos ahora me detengo en las librerías de viejo, como se les llama a las que venden libros usados. Una vez adquiridos, trato de “curarlos” pasando lija por el lomo y limpiando todo el libro con un paño ahogado en alcohol de 90 grados. La realidad hace expertos en algunos asuntos.
Lo peor no está en el elevado precio de los libros (total, siempre los compro), sino en el espacio físico de mi estudio, el lugar donde escribo y sueño. Las paredes están selladas de libros, específicamente literatura, y ya no sé qué inventar. Cada mañana me levanto y, cumplidos los ritos de higiene y salud, me encierro en mi estudio, allí leo los diarios, consulto y respondo correspondencia y tomo los medicamentos en lo que el servicio prepara el desayuno, siempre frugal, frutas y cereales con algunos granos secos porque ya no soy un niño. Después empieza mi labor como escritor porque me emburujo con mis fantasmas y hasta con los de los demás.
A todo esto tengo que agrega un hecho casi surrealista.
En días pasados pasé por donde mi amigo Félix, que vende libros usados, y me encontré con una amplísima colección de novela rosa, 30 pesos dominicanos el ejemplar, es decir, menos de un dólar norteamericano. Le pedí que me apartara la mayor cantidad posible y llené mi Suzuki Gran Vitara de estos ejemplares de la llamada literatura rosa, cursi por demás.
En mis años mozos no leí jamás a la Christi ni a Marcial Lafuente, ni los paquitos de Susy, El llanero solitario, Superman, etc. Fui un niño de ventana y, desde mi alféizar, pude soñar. Pero no fui un excluido, aunque jamás he sido hombre a quien le gusten ciertos modelos de vida y resguardo con celo mi privacidad.
He dejado sobre mi escritorio numerosos ejemplares de estas novelas, casi siempre breves y de fácil lectura. De novela rosa fue calificada la obra de Manuel Puig, más bien los diálogos, y es mucho lo que sus libros han rodado.
Este tipo de novelas, porque son realmente novelas algunas veces con buena factura técnica, revela nuestro mundo, la cotidianidad de la casa, la oficina o de la calle. Sus autores parecen máquinas, máquinas de escribir novelas cortas, conocedores de la realidad que nos asfixia y en la que vivimos sumergidos como peces sordos buscando la superficie guiados por la luz mojada de la estrellas.
A Georges Simenon, en su tiempo, sólo el Nobel André Gide le hizo caso después de leer El testamento y Maigret, el magnífico detective, es puro ejemplo. Los escritores de este tipo de obras habitualmente tienen buen bagaje técnico, describen a sus personajes más que el entorno y lo hacen con un lenguaje común que muchos escritores opuestos a este “género” podrían aprender bebiendo en esta fuente.
Hanmett inventó, hace unos 75 años, la novela negra. El halcón maltés es el breve libro que inaugura este tipo de literatura, y siguiendo los pasos de Hammett, Raymond Chandler le dio continuidad con una obra que ahora ha sido recogida en España en un volumen que excede las 1,300 páginas, Todo Marlowe. Marlowe es el detective creado por Chandler. Desde El sueño eterno hasta El largo adiós, el autor nos ha dejado historias memorables escritas con un lenguaje transparente.
La prominencia de la llamada novela negra es indiscutible; actualmente se celebran festivales y numerosos concursos en los que participan escritores de todo el mundo.
Para curarme un poco de la distancia y la soledad y salirme de ciertos autores, en los meses próximos seguiré leyendo novela rosa porque parece que estoy enviciándome con esta lectura, lo que no deja de ser peligroso, aunque alguien diga que soy un lector anacrónico o un plumífero.
Cierto es que la industria de la novela rosa es multimillonaria y quienes las escriben no son menos escritores que aquellos que escriben otro tipo de novelas.