sábado, 22 de octubre de 2011

El dulce sonido de las campanitas del cristal de la alegria...

Aunque hace un calor terrible, ya se sienten los aires de fin de año. De manera que la Navidad ahora deja sentir su proximidad por los aires que exhala el tiempo. No es que me extrañe por esto, sino que hasta hace pocos años las navidades empezaban por la radio. Si no lo cree, recuerde aquel anuncio extraordinario, como solo un profesional al estilo de Freddy Ortiz podía hacerlo. Todos los años la Navidad comienza con el dulce sonido de las campanitas del cristal de la alegría. Ese es el texto del viejo comercial de Anís Confites, campanita del cristal de la alegría, de Pedro Justo Carrión. En principios, cuando don René del Risco Aponte (padre de René del Risco Bermúdez) escribió el texto, éste terminaba de esta manera, Anís confite sabe a besos de mujer. Después, a medida que el negocio de la publicidad fue creciendo y modernizándose en el país, el anís confite empezó a venderse como un producto para hombre y mujer. Campanitas del cristal de la alegría.

Vienen estos recuerdos porque ya es costumbre que en mi casa se instale el arbolito de Navidad durante los días finales de octubre. Y hace pocas horas que en la sala de mi hogar se ha instalado uno de los más significativos símbolos de la navidad. El arbolito.


No hay que decir que es un tiempo muy especial el que se aproxima. En Navidad hay de todo y tiempo para todo. Desde la chercha del aguinaldo hasta el propio momento de compartir, recordar, entristecerse, aislarse o meterse en la multitud. Regresan nombres y rostros, fugacidades que aun ignoramos que son eternas. Remordimientos y cuestionamientos. Tiempos para llamar o visitar a esas personas que amamos aunque les dedicamos poco tiempo. Y escribo, precisamente, mientras oigo, en el balcón de mis sueños y mis delirios, algunas de esas canciones tradicionales de la época. Y es el recién fallecido Luis Aguilé, autor de una de esas canciones emblemáticas, quien toca mis oídos con Ven a mi casa esta Navidad…


Con el arbolito montado y, de fondo, esa música que despierta tantos sentimientos dormidos, en mi humilde hogar ha empezado la época navideña. Feliz, es mi hijo quien me lo hace saber, y no hago más que transmitir a mis lectores esta realidad porque ya las tristezas, los júbilos y las nostalgias van despertando.

viernes, 7 de octubre de 2011

Algunos apuntes y las lluvias de la otra Villa Juana


Cuando recuerdo mi infancia, siempre llueve. Pero llueve en lugares que, ciertamente no puedo recordar aunque sé que estuve allí. Sé que llueve en los patios no muy grandes de alguna casa cuyo lugar nunca he podido definir. Y si llueve en el recuerdo no tan glorioso de mi infancia, llueve también en mi corazón, como llueve en las calles de Villa Juana; no esta Villa Juana sino la otra, esa que ahora existe apenas en la memoria de algunos de los que allí crecimos.


No recuerdo con exactitud un paisaje de Sobre héroes y tumbas en el que Ernesto Sabato habla de esa hora misteriosa del ocaso, cuando el día se aleja y se aproxima la noche. Sé que solo Sabato podría decir lo que dijo. Lo que he olvidado pero que duerme en algún lugar de mi alma, donde están esas mismas lluvias que ahora oigo y veo. Una pequeña galería, una mecedora de caoba en la que aún mamá duerme su siesta entre fantasmas en aquellos soliloquios que empezaban en la cocina, mientras preparaba los alimentos, y que luego continuaban en un rincón del comedor. Mamá se ha ido, fue en junio del 98, pero sigo oyéndola y aún la veo, precisamente a esas horas, en el corredor donde nunca estuvo. Pero sé que está conmigo. Estás siempre junto a mí, cuando duermo o mientras almuerzo o escribo, cuando camino o me detengo en el alfeizar porque siento que la vida me pesa, en fin, en cada minuto de mi existencia. Son esas cosas extrañas que nos suceden cada día.


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En estos momentos del día, cuando preparo mi escocés para instalarme en mi balcón-estudio, mientras escucho algunas de las canciones populares que han servido de fondo a esta vida a la que trato siempre de sacarle el jugo, me pregunto muchas cosas. A ver si alguien me dice en qué momento Luisa Maria Guell se tragóo el ruiseñor que siempre canta cuando ella canta. Cómo y dónde se metió en el alma de Neruda para que en su primera juventud pudiera escribir aquellos inolvidables e irrepetibles 20 poemas de amor. Qué dijo Borges cuando dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y condenarlo a esta vida espantosa. Necesito que alguien, algún teórico de esos que andan por Ciudad Nueva destruyendo reputaciones y talentos, que venga y me diga qué dijo García Lorca cuando se refirió a un horizonte de perros vagabundos. O me descifre, en buen lunfardo, eso mismo, sí, lo del pucho de la vida apretado entre los labios…


El nobel Octavio Paz en su inmenso Piedra de sol habló de la copa de sangre del verdugo y de un sauce de cristal, un chopo de agua, un caminar de río que se curva, avanza, retrocede, da un rodeo y llega siempre. ¿Verdad que es esplendoroso? Quien quiera desmentirme no está vivo, es ajeno a este mundo y pernocta en siglos anteriores. César Vallejo, peruano tan universal como el mismísimo Mario Vargas Llosa, escribió con tinta de diamante: Me moriré en Paris con aguacero / un día del cual tengo ya el recuerdo. Siempre llovía en la vida y en la memoria de Vallejo, en la dura soledad de su breve existencia, en sus páginas. Porque Vallejo no escribió con tinta sino con el alma, con esas lágrimas que laceran de tanta eternidad contenida en sí misma.


Que venga alguien, algún escritorzuelo de esos de esquina con supuesto pasado izquierdista, esos que se creen dueños únicos de la verdad y que fueron a escondidas a conocer la filosofía del vivir que tenían las muchachas de Herminia cuando la noche despuntaba y la madrugada parecía no probable, allá, Máximo Gómez arriba, para después hacer parada técnica donde Blanquiní y enfrentarse, ya insinuados en el cielo los primeros destellos del sol, al humeante plato de mondongo o de cocido que el divino tesoro reclamaba. O acaso ¿no fue Rubén, uno de los latinos más universales, quien en glorioso acento expresó el dolor de la próxima edad: Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver / cuando quiero llorar no lloro y a veces lloro sin querer.


Que venga uno de esos mediocres que apenas leen las solapas de los libros para después mentir y tenga el valor de decirme lo contrario. Sí, ¡coño! Mienten y engañan hablando disparates y pendejadas diciendo que han leído cuando no han leído nada. Los que en su vida privada nunca han sido honestos y pretenden dar lecciones de honestidad. Que vengan aquellos que han leído hasta a Betún de Griffin. ¡Que comparezcan si es que son auténticos! Que demuestren que es verdad la verdad que dicen tener en los puños. Demuestren que jamás mintieron al Partido ni fueron vividores precisamente a costa del Partido que dijeron representar junto a los humildes, los del montón salidos. Aquel pendejo, analfabeto y oportunista, que ha hecho de su vida un buitre porque ha vivido de la memoria de un familiar irremediablemente ya cadáver, quien fue demasiado auténtico en su corta existencia.


Concluyo ahora porque en mi corazón vuelve a llover y no acepto esos chantajes en un país lleno de novelistas que nunca han escrito una novela, poetas sin poesía, escritores analfabetos e intelectuales brutos. Prefiero recordar que llueve en los patios de mi infancia y en las calles de la otra Villa Juana. Llueve en los labios del dipsómano que vive en el hondo interior de aquella cuartería. Llueve. Sé que llueve. Siento la lluvia y la oigo caer porque me la trae la voz de Fausto Rey. Pero en Villa Juana ya no hay pendejos ni maricones. Los últimos murieron se fueron en la primavera del 65.




domingo, 21 de agosto de 2011


Estas lluvias, estos ocasos…



Llueve intensamente y anegadas están algunas calles.


Llueve como si lo que estuviese cayendo no fuera agua sino eternidades en las que las ausencias y algunos amores que creímos muertos definitivamente retornan, mientras mi hermano gemelo sigue solo en su balcón, talvez perdido en inconfesables lejanías.


Hace ya siglos que aquí llueve, como ayer en Centroamérica. Los teléfonos están mudos, y ni falta que hacen. Los muebles y los cuadros solemnemente enmarcados lucen pálidos, contagiados por la inútil tristeza de estas horas. Los electrodomésticos también han muerto. No se les ve brillo alguno y ni siquiera tintinean. Son horas lentísimas, por cierto. Pero horas tan vivas como las sombras del bolero aquel que aquí todos conocen como Cuando tu te hayas ido.


Para el escrutinio interior nada es tan apropiado como la lluvia a estas horas indefinibles, el ocaso llamado por T. S. Eliot, el gran poeta ingles, como la hora violeta. Nostalgias que van y vienen, nostalgias de todas las épocas y circunstancias.


Llueve tanto que apenas puedo ver el mar insinuarse y que en tiempos normales aprecio con todo su esplendor desde el balcón estudio donde escribo y leo, es decir, el único lugar donde realmente existo. Es un estudio pequeño y ya no acepta mas libros en sus paredes, entre y unos pocos recuerdos. Influenciado no se por quien, alguna vez escribí en la puerta una frase, una expresión ajena, aunque ignoro si la soñé, si la leí o si me la dijeron. Como es tan hermosa y premonitoria la escribo a continuación.


El poeta trabaja.


Por favor, no lo despierten.


Sé que alguien me leerá, sé que alguien, alguna vez, pronunciará un panegírico ante mi cuerpo inerte. Sé que alguien pronunciará mi nombre con labios trémulos. Querrán ponerle mi nombre a alguna calle o una escuela, a un recinto sin libros ni lectores que llamarán biblioteca. Sé que ha de ser así, pero aun llueve y la más sentida lluvia no es esta que cae sino la que no se ve porque desciende por los abismos del alma, aquellos que solo uno conoce sin ser el cuchillo en la auyana. Mientras sigo contemplando esta lluvia que ya es plena eternidad.


Ya es casi la noche y yo no tengo palabras para recordar ni siquiera el ayer que ya es este presente. Ya el maestro inolvidable, Octavio Paz, quien le quedó grande al Nobel, dibujo este tiempo. El presente es perpetuo.





jueves, 11 de agosto de 2011

La noche sin Xóchilth



La memoria de la piel



o el escozor de los amores perdidos





Es un caluroso jueves de octubre o noviembre, y estoy lejos, demasiado lejos. Las calles de Managua están anegadas. Desde la prima noche estamos en Galerías Santo Domingo. Nos instalamos en un pequeño bar desde donde hemos visto los cielos arder y saltamos abrazándonos buscando protegernos porque el trueno casi rompe los tímpanos. Parece que la noche se ha unido a otros elementos para que este encuentro no sea solo el de dos personas que se han conocido y empiezan a tratarse, sino que sea noche verdaderamente inolvidable y que la piel siempre recuerde. Horas después la lluvia persiste. Muy pocos han podido salir hasta el parqueo para abordar los automóviles. En el bar hay trovadores, mariscos sabrosos y vino suficiente por si esta lluvia durara una eternidad. Este es el país de la dama que me honra con su presencia y me otorga el privilegio indefinible de contemplar la privilegiada arquitectura de su cuerpo. Cuando se lo digo, promete regalarme este país que tantas riquezas naturales tiene. Es noche desmesuradamente inolvidable aquí, en La Vereda Tropical. A veces me pregunto qué hacer con tantas indefinibles ternuras, esta joven mano en la mía, estos labios que ya se han encontrado. Beso en el regazo. Picadas de ojos. Reconocimientos del tacto trémulo. La piel jamás olvida y la mirada no traiciona. Ayer nos creímos eternos, pero ya sabemos que somos transitorios porque contemplamos esta lluvia generosa.



En principio decidí llamarle Olga o Laura, pero después le llamé Xóchilth, cuando supe que esta palabra náhuatl significa reina de las flores. Ella misma es gardenia, azalea y azucena. Estamos juntos y no nos conocemos todavía, aunque algo dice que seremos inolvidables porque nos ata el gladiolo o el lirio que he puesto en sus manos.



No se por qué ahora, cuando contemplo el mar desde el balcón de mi estudio en Santo Domingo, su recuerdo vuelve con tanta fortaleza. Es 30 de junio, aquí se celebra el Dia del Maestro y ha pasado un torrencial pero breve aguacero mientras se disminuye la tarde calida y nublada. He intentado leer los diarios o algunos de los libros pendientes. He bebido café después del almuerzo y, luego, algunas copas de un tinto delicioso, no tanto como el que degustamos la noche en que temblamos mientras la muchacha esbelta y de largo vestido rojo fucsia entonaba aquella balada que luego convertimos en nuestro himno: Dónde estará mi primavera, versión de Myriam Hernández, la despampanante chilena que ahora se propone regresar a Santo Domingo en su ya acostumbrado concierto de todos los años.



Mis recuerdos de Managua, Nicaragua, están muy vivos y en muchas tardes me devuelven hacia aquellos bosques y los follajes constantes. La Vereda tropical o Donde estará mi primavera. Dos gardenias, el apartahotel Los Balcones, el restaurante María Bonita y sus memorables mediodías, los mariscos de Colonial Los Robles al salir de Literato, la más moderna tienda de libros de allí. Las caminatas por Metrocentro, Plaza Inter o Galerías Santo Domingo. Los atardeceres en los que religiosamente me hice asiduo a un programa musical, Hit Colection, con el hit parade de los años 70 y los 80 realizado por un locutor que, quien no esté consciente, bien puede creer que es el mismísimo Teo Veras.



Muy pocas ciudades han quedado en mí como aquella en la que me fueron develadas muchas cosas que hasta entonces ignoraba. Conservo su invierno de lluvias constantes desde Mayo a Diciembre. La muy triste sonrisa de su gente, la nica que vi un día y después desapareció y que luego supe se perdió en Costa Rica. Recuerdo su sonrisa de ángel y la tristeza de su mirada. Recuerdo constantemente a una muchacha en un bar mirando con esa nostalgia tan milenaria que tienen los indígenas mientras yo apuraba mi trago de Johnnie Walker o mi Chivas. Si el hombre es lo que recuerda, en este anochecer soy el que allí contempló, detrás de una puerta de cristal, lluvias larguísimas esperando que la muchacha llamada Laura o Xótchilt se acordara de este mortal o que, como la Maga de Rayuela o la mismísima Virgen de la Altagracia, llegara a rescatarme de aquella soledad incalificable a la que estaba sometido.



Recuerdo muchas cosas, como he dicho, de aquellos tiempos en la patria de Rubén Darío. Despierta mi piel y hasta se eriza con algunos de esos recuerdos. Pero no es solo la piel sino la mirada. La misma que conserva muy estelares momentos y, especialmente, recuerda una media mañana en el On the rum, mientras yo desayunaba, cuando la muchacha de pelo largo y bellísimo y pálido color me petrificó mirando cómo sus balcones danzaban. Es una danza que jamás he podido ni he querido olvidar. La recuerdo con inusitada frecuencia. Aun oigo sus pasos y veo su mirada, aquellos balcones y el vistazo que me echó mientras abordaba una vieja Toyota Prado que todavía veo desplazarse.



Ahora que ha transcurrido el tiempo, ahora que he repetido el gesto de manera muy constante, quiero que alguien me diga si esa muchacha es la misma que me acompaño esa noche extremadamente lluviosa en Plaza Santo Domingo o si es la misma que hace pocos minutos me ha enviado esa conmovedora fotografía en un correo electrónico que me resisto a borrar.



Nunca se borra lo que nos interesa, aquello por lo que podemos morir, sea esa Laura o la Xótchilt que todavía arde en la memoria de la piel y se remueve en el escozor de los amores perdidos.



Managua es una ciudad inolvidable y nosotros, sus hijos adoptivos lo sabemos.



Estoy en mi país, es ya noche e ignoro el destino de Xotchilt. No quiero saber dónde ni con quien está. Me basta saber que mi piel la recuerda como ella ni nadie jamás podrá saberlo.



Mientras, sigo aquí con mi Alfredo Sadel, mi escocés y aquellas memorias.