Hay tiempos (por no decir días, mañanas, tardes o
noches) en los que el verbo evocar se conjuga en todas las acepciones posibles.
Durante los primeros años de la década de los 70, siendo
un mozalbete tímido y espigado, quien escribe
ya laboraba como locutor. Había debutado en la gloriosa Radio Reloj
Emisoras Unidas del siempre bien recordado doctor Pedro Julio Santana (Pimpín),
uno de los seres humanos más dignos que
he conocido, un hombre alto y delgado, siempre de impecable chacabana
blanca, que llegaba a los estudios de la Arzobispo Meriño
30, casi siempre al atardecer. Mi horario era, en principio de 4 a 7 de la noche, y después de
7 a 10,
hora en que las radioemisoras del país tocaban el himno nacional para cerrar hasta
las 5 o 6 de la mañana del día siguiente, una costumbre que solo rompía la Radio
Tricolor de Hugo Hernández Llaverías ahí en los 1410 khz de
A. M. Por eso se identificaba como La reina de la madrugada.
Pues bien. Aun era yo estudiante de la secundaria
y Miguel A. Hernández, entonces el único
comentarista de artes y espectáculos del país, hizo que yo le acompañara en su
programa Artes y Espectáculos en el Aire, que se transmitía de lunes a viernes por
Radio Ahora, división de radio de Publicaciones ¡Ahora!, fundada por el doctor
Rafael Molina Morillo, fundador también del primer periódico vespertino y, otra
vez, el único: El Nacional de ¡Ahora!
Era un adolescente de voz grave y no
fueron pocas las veces en las que muchas
radioyentes pidieron al único columnista de espectáculos de entonces, Miguel A.
Hernández, que publicara mi fotografía porque no podían creer que yo era tan
joven con una voz de ese calibre. Salía corriendo del colegio donde estudiaba
la secundaria para llegar a tiempo, a Radio ¡Ahora! Terminado el programa corría
hacia la casa para ducharme, comer y salir casi de inmediato a Radio Reloj
Emisoras Unidas. Además, inventaba tiempo para entrevistar a algunos artistas
que visitaban al país, entrevistas que transmitía en el programa radial y que,
luego, ya en mis comienzos como periodista en El Nacional eran publicadas.
En aquellos tiempos, en labores propias de
lo que ya era mi oficio, fui a los estudios de la antigua Radio Televisión
Dominicana (Canal 4) para entrevistar a Altemar Dutra, quien actuaba entonces
en El show del mediodía. La voz de
Altemar Dutra siempre me ha gustado, y sigue gustándome casi con el mismo
fervor. Aquella era una tarde calurosa y salimos en carrera, como se decía
entonces a los vehículos abordados en exclusiva, sin montar otros pasajeros,
como los taxis de ahora. ¿Dije taxi? Pues no solamente lo dije, sino que
escribí la palabra y el ordenador no la puso en rojo, lo que indica que es
palabra ya aceptada en este castellano tímido que se niega a quedar rezagado en
la urgencia de los tiempos. Taxi era entonces una palabra muy extraña en este
país, pero ahora es palabra común por lo que al escribirla ya no se usan las
cursivas.
Esa tarde Altemar Dutra era un hombre
medio cabizbajo, de estatura mediana y algo pasado de libras, vestía camisa
clara de mangas cortas. Tomamos el vehículo y nos quedamos en la cuestecita de la Sarasota para caminar
hasta El Embajador, nuestro clásico hotel 5 estrellas que aun permanece hirsuto
con su habitaciones mirando hacia el mar
Caribe. No recuerdo con exactitud lo que
hablamos durante aquel encuentro, pero ha quedado grabada en mí aquella sonrisa
tan triste, el hombre de gestos casi tímidos, quizás atormentando por algún recuerdo infeliz, o
quién sabe si por algún sentimiento de
culpa, que entre todas las cosas es lo que más infeliz hace a los seres
humanos.
Esta tarde de jueves, 26 de Julio, oigo
una vez más al carioca que, de verdad, canta con sangre en la garganta, como
diría mi fraterno Anthony Ríos. Una voz que, empalagando, llega al alma como todo auténtico cantor. Llega hondo, demasiado hondo. Como
muy pocos, con ese español estropeado por aquel cuya lengua es el portugués. Mientras
fluye la tarde calurosa y espero a quien no ha quedado de llegar, evoco y oigo a Altemar Dutra, aquí, cobijado en mi balcón.
Las 06: 23 de la tarde y aún quema el
sol, y aún despierta en la piel el recuerdo de otra piel, un
nombre, una fragancia que sentimos no ya
en los 70 sino en los 90 o en los
principios del siglo, cuando creíamos
que realmente el mundo nos pertenecía y no era esta sentina de farsantes y
simuladores que se meten hasta por el hoyo de una aguja.
Si ahora evoco a Altemar Dutra con
regocijo y con una cierta tristeza casi ingenua, es porque al escucharlo
desentierra raíces en mis reinos
interiores y en los de cualquier mortal que, igual que yo, se dispone a
contemplar el ocaso y empinar el codo. Y es porque La pretendida y Qué quieres
tú de mí hace ya décadas que son himnos populares de esos que motivan y ayudan
a vivir y a morir cada vez que se levanta la copa que ahora levanto.
Siempre me ha gustado esta hora. T. S.
Eliot, feliz autor de La tierra baldía, le ha llamado hora violeta. Esta
hora en que recuerdo a Altemar y apertrechado en mi balcón estudio compruebo
cuán oscuro es el mar, como en el formidable poema de Miguel Alfonseca, pero
con la diferencia de que las guerra de ahora es muy diferente de aquella
que cantó con envidiable lirismo el
poeta de san Carlos. La de ahora es la peor de todas las guerras porque es
guerra del corazón. Del corazón que enceguece por la pasión y, ebrio, procede a
multiplicar sus errores.
Soy amante del bolero, aunque lo sé
alienante. Algo me dice que es memoria y es deseo, fatalidad y compases que
arden y matan. Poesía popular que desnuda deseos reprimidos. Sigo escuchando
esas voces portentosas que aun me conmueven. Felipe Pirela, Tito Rodríguez, Leo
Marini, Marco Antonio Muñiz, Roberto Ledesma, Olga Guillot y mi siempre amada Blanca Rosa Gil, la muñequita
que cantaba. Y qué puedo decir de
Alfredo Sadel, si es mi buque insignia, aquel a quien escucho en todo momento y
circunstancia, lamentando ese otoño en New York, cuando sentado en el segundo
piso de la casa de mi amigo César de la
Cruz , en For Washingthon con 88 Avenue, después de unos tragos fabulosos que serían
seguidos de suculento sancocho de tres carnes, bollitos de plátanos
guayaos, fritos verdes y envidiables
rodajas de aguacate del país, me tocó al hombro convocándome al balcón. Una vez
allí, me echó un brazo por la espalda
y, señalando hacia abajo, me dijo: Mira
quién está ahí, yo lo miré ignorante de lo que me hablaba y no me dio tiempo
para más nada porque me dejó caer
la frase muy seguro de lo que me decía:
Es tu ídolo, Alfredo Sadel. Lo miré
incrédulo mientras lo miraba mientras comprobaba que era él, el tenor de
Venezuela, uno de mis ídolos, probablemente el que vuela más alto en mi
corazón, el muñeco de Caracas, quien estaba allí, una medio oscura tarde de una
primavera agonizante. No bajé a saludarlo porque nunca me ha interesado conocer
ni tratar en persona a celebridades que admiró. Prefiero que permanezcan intactos en mi corazón. En mi fresca primera juventud lo había visto cuando vino a actuar en la
ópera Carmen en el Teatro Nacional, pero no fue en ese momento que nació mi
afición por él. Fue años después, cuando movido por la vida y los amores, me adentré en este mundo.
Hoy la tarde ha querido que yo recuerde a
Altemar Dutra y a Sadel, dos artistas monumentales. Dutra cantaba con el alma y
con esa tristeza casi indígena hasta que murió en Queens durante los años 80.
Sadel era capaz de cantar la ópera
Carmen con el mismo encanto que cantaba Como llora una estrella o ese Nocturnal
que tan hondo me llega cuando lo escucho. Aquel señor de sonrisa casi
ingenua y modales muy educados no nació
para respetar ni temerle a tonos musicales. Su portentosa voz sigue llevándonos
a ese muy alto paraíso al que solo quienes son auténticos de verdad pueden llegar.
Yo los recuerdo y los celebro,
escuchándolos. Soy su fans. Pero ya es
noche. Noche joven y tibia. Y yo estoy
en mi media isla. Escucho y veo los helicópteros que cruzan. Cláxones
imprudentes. Voces y gritos de mozalbetes. Vendedores con megáfonos que ponen al
desnudo la infeliz pronunciación de nuestra gente. Son recuerdos que regresan.
Nombres y formas de cuerpos que siempre retornan. Fragancias de encajes y colores de batas que dejan ver.
Ruidos ligeros de neceser abriéndose. Una voz delicada. Memoria de piel que
despierta cuando menos uno lo espera. Aquellos instantes efímeros pero tan
eternos son como estas calles mojadas en noches de domingo, convertidas en
espejos infelices y tercos. Tiempos que todo lo devuelven y regresan como si
nos estrujara un periódico en plena cara al sorprendernos en la antesala del
consultorio del dentista..
Están muertas estas calles que ahora veo.
Reposa en el tramo el ejemplar de Neruda o esa novela de mi fraterno Alfredo
Bryce Echenique. Ese jodido LP del Indio Duarte, esa mierda del poeta Quijada
de Asno y el lugar donde alguna vez estuvo un opúsculo del hombre más envidioso
del mundo, como le llamó Marcio Veloz
Maggiolo, por si señas faltan, nuestro escritor vivo más alto, actual coloso
de la literatura dominicana. Este
bendito balcón me condena porque me y me convoca para enseñarme que la vida no
es lo que muchos carajo creen en este país de escritores sin obra, poetas sin
poesía, novelistas sin novelas, cantantes gagos y medialenguas, y políticos
barcinos.
Siguen irremisiblemente muertas estas
calles mojadas convertidas en
espejos que devuelven tantas y tantas
cosas y a las que siempre pido, como si se tratara de una estrella fugaz, que me devuelvan ese instante feroz, efímero
y eterno en que la muchacha en quien ahora pienso me miró a los ojos tomándome
las manos, como en rigurosa ceremonia eclesiástica, eternizando en mi boca esa ferocidad que hay
en las mujeres cuando ciertamente se
enamoran. Es noche y recuerdo a la trigueña espigada y delgada que alguna vez
fue mi desvelo. Me conmueven algunas palabras que décadas después sigo
escuchando y no sé si preguntarte a Sadel
o a Altemar, si entrar a Facebook o a Twiter para saber dónde está, si
es que aún está, y preguntarle por qué, por qué todo se deshizo de manera tal que la piel apenas recuerda.
El amor es verdadero amor solo cuando se
desea y perdura en el recuerdo.