domingo, 5 de agosto de 2012

Un recuerdo de Altemar Dutra


Hay  tiempos (por no decir días, mañanas, tardes o noches) en los que el verbo evocar se conjuga en todas las acepciones posibles.
     Durante los  primeros años de la década de los 70, siendo un mozalbete tímido y espigado, quien escribe  ya laboraba como locutor. Había debutado en la gloriosa Radio Reloj Emisoras Unidas del siempre bien recordado doctor Pedro Julio Santana (Pimpín), uno de los seres humanos más dignos que  he conocido, un hombre alto y delgado, siempre de impecable chacabana blanca, que llegaba a los estudios de la Arzobispo Meriño 30, casi siempre al atardecer. Mi horario era, en principio de 4 a 7 de la noche, y después de 7 a 10, hora en que las radioemisoras del país tocaban el himno nacional para cerrar hasta las 5 o 6 de la mañana del día siguiente, una costumbre que solo rompía la  Radio Tricolor de Hugo Hernández Llaverías ahí en los 1410 khz de A. M. Por eso se identificaba como La reina de la madrugada.
      Pues bien. Aun era yo estudiante de la secundaria y Miguel A.  Hernández, entonces el único comentarista de artes y espectáculos del país, hizo que yo le acompañara en su programa Artes y Espectáculos en el Aire, que se transmitía de lunes a viernes por Radio Ahora, división de radio de Publicaciones ¡Ahora!, fundada por el doctor Rafael Molina Morillo, fundador también del primer periódico vespertino y, otra vez, el único: El Nacional de ¡Ahora!
        Era un adolescente de voz grave y no fueron pocas las  veces en las que muchas radioyentes pidieron al único columnista de espectáculos de entonces, Miguel A. Hernández, que publicara mi fotografía porque no podían creer que yo era tan joven con una voz de ese calibre. Salía corriendo del colegio donde estudiaba la secundaria para llegar a tiempo, a Radio ¡Ahora! Terminado el programa corría hacia la casa para ducharme, comer y salir casi de inmediato a Radio Reloj Emisoras Unidas. Además, inventaba tiempo para entrevistar a algunos artistas que visitaban al  país,  entrevistas que  transmitía en el programa radial y que, luego, ya en mis comienzos como periodista en El Nacional eran publicadas.
     En aquellos tiempos, en labores propias de lo que ya era mi oficio, fui a los estudios de la antigua Radio Televisión Dominicana (Canal 4) para entrevistar a Altemar Dutra, quien actuaba entonces en El  show del mediodía. La voz de Altemar Dutra siempre me ha gustado, y sigue gustándome casi con el mismo fervor. Aquella era una tarde calurosa y salimos en carrera, como se decía entonces a los vehículos abordados en exclusiva, sin montar otros pasajeros, como los taxis de ahora. ¿Dije taxi? Pues no solamente lo dije, sino que escribí la palabra y el ordenador no la puso en rojo, lo que indica que es palabra ya aceptada en este castellano tímido que se niega a quedar rezagado en la urgencia de los tiempos. Taxi era entonces una palabra muy extraña en este país, pero ahora es palabra común por lo que al escribirla ya no se usan las cursivas.
     Esa tarde Altemar Dutra era un hombre medio cabizbajo, de estatura mediana y algo pasado de libras, vestía camisa clara de mangas cortas. Tomamos el vehículo y nos quedamos en la cuestecita de la Sarasota para caminar hasta El Embajador, nuestro clásico hotel 5 estrellas que aun permanece hirsuto con su habitaciones mirando hacia el  mar Caribe.  No recuerdo con exactitud lo que hablamos durante aquel encuentro, pero ha quedado grabada en mí aquella sonrisa tan triste, el hombre de gestos casi tímidos, quizás  atormentando por algún recuerdo infeliz, o quién sabe si por  algún sentimiento de culpa, que entre todas las cosas es lo que más infeliz hace a los seres humanos.
     Esta tarde de jueves, 26 de Julio, oigo una vez más al carioca que, de verdad, canta con sangre en la garganta, como diría mi fraterno Anthony Ríos. Una voz que, empalagando, llega al  alma como todo auténtico  cantor. Llega hondo, demasiado hondo. Como muy pocos, con ese español estropeado por aquel cuya lengua es el portugués. Mientras fluye la tarde calurosa y espero a quien no ha quedado de  llegar, evoco y oigo a  Altemar Dutra, aquí, cobijado en mi balcón. Las 06: 23 de la tarde y aún quema el  sol, y aún despierta en la piel el recuerdo de otra piel, un nombre,  una fragancia que sentimos no ya en los 70 sino en los  90 o en los principios del  siglo, cuando creíamos que realmente el mundo nos pertenecía y no era esta sentina de farsantes y simuladores que se meten hasta por el hoyo de una aguja.
      Si ahora evoco a Altemar Dutra con regocijo y con una cierta tristeza casi ingenua, es porque al escucharlo desentierra raíces  en mis reinos interiores y en los de cualquier mortal que, igual que yo, se dispone a contemplar el ocaso y empinar el codo. Y es porque La pretendida y Qué quieres tú de mí hace ya décadas que son himnos populares de esos que motivan y ayudan a vivir y a morir cada vez que se levanta la copa que ahora levanto.
     Siempre me ha gustado esta hora. T.  S.  Eliot, feliz autor de La tierra baldía, le ha llamado hora violeta. Esta hora en que recuerdo a Altemar y apertrechado en mi balcón estudio compruebo cuán oscuro es el mar, como en el formidable poema de Miguel Alfonseca, pero con la diferencia de que las guerra de ahora es muy diferente de aquella que  cantó con envidiable lirismo el poeta de san Carlos. La de ahora es la peor de todas las guerras porque es guerra del corazón. Del corazón que enceguece por la pasión y, ebrio, procede a multiplicar sus errores.
     Soy amante del bolero, aunque lo sé alienante. Algo me dice que es memoria y es deseo, fatalidad y compases que arden y matan. Poesía popular que desnuda deseos reprimidos. Sigo escuchando esas voces portentosas que aun me conmueven. Felipe Pirela, Tito Rodríguez, Leo Marini, Marco Antonio Muñiz, Roberto Ledesma, Olga Guillot  y mi siempre amada Blanca Rosa Gil, la muñequita que cantaba.  Y qué puedo decir de Alfredo Sadel, si es mi buque insignia, aquel a quien escucho en todo momento y circunstancia, lamentando ese otoño en New York, cuando sentado en el segundo piso de la casa de mi amigo César de la Cruz, en For Washingthon con 88 Avenue,  después de unos tragos fabulosos que serían seguidos de suculento sancocho de tres carnes, bollitos de plátanos guayaos,  fritos verdes y envidiables rodajas de aguacate del país, me tocó al hombro convocándome al balcón. Una vez allí, me echó un brazo por la  espalda y,  señalando hacia abajo, me dijo: Mira quién está ahí, yo lo miré ignorante de lo que me hablaba y no me dio tiempo para más  nada porque me dejó caer la  frase muy seguro de lo que me decía: Es tu ídolo, Alfredo Sadel. Lo miré  incrédulo mientras lo miraba mientras comprobaba que era él, el tenor de Venezuela, uno de mis ídolos, probablemente el que vuela más alto en mi corazón, el muñeco de Caracas, quien estaba allí, una medio oscura tarde de una primavera agonizante. No bajé a saludarlo porque nunca me ha interesado conocer ni tratar en persona a celebridades que admiró. Prefiero que permanezcan intactos  en mi corazón. En mi fresca primera juventud  lo había visto cuando vino a actuar en la ópera Carmen en el Teatro Nacional, pero no fue en ese momento que nació mi afición por él. Fue años después, cuando movido por la  vida y los amores, me adentré en este mundo.
    Hoy la tarde ha querido que yo recuerde a Altemar Dutra y a Sadel, dos artistas monumentales. Dutra cantaba con el alma y con esa tristeza casi indígena hasta que murió en Queens durante los años 80. Sadel era capaz  de cantar la ópera Carmen con el mismo encanto que cantaba Como llora una estrella o ese Nocturnal que tan hondo me llega cuando lo escucho. Aquel señor de sonrisa casi ingenua  y modales muy educados no nació para respetar ni temerle a tonos musicales. Su portentosa voz sigue llevándonos a ese muy alto paraíso al que solo quienes son auténticos de verdad pueden  llegar.
     Yo los recuerdo y los celebro, escuchándolos. Soy su fans.  Pero ya es noche.  Noche joven y tibia. Y yo  estoy  en mi media isla. Escucho y veo los helicópteros que cruzan. Cláxones imprudentes. Voces y gritos de mozalbetes. Vendedores con megáfonos que ponen al desnudo la infeliz pronunciación de nuestra gente. Son recuerdos que regresan. Nombres y formas de cuerpos que siempre retornan. Fragancias de  encajes y colores de batas que dejan ver. Ruidos ligeros de neceser abriéndose. Una voz delicada. Memoria de piel que despierta cuando menos uno lo espera. Aquellos instantes efímeros pero tan eternos son como estas calles mojadas en noches de domingo, convertidas en espejos infelices y tercos. Tiempos que todo lo devuelven y regresan como si nos estrujara un periódico en plena cara al sorprendernos en la antesala del consultorio  del dentista..
     Están muertas estas calles que ahora veo. Reposa en el tramo el ejemplar de Neruda o esa novela de mi fraterno Alfredo Bryce Echenique. Ese jodido LP del Indio Duarte, esa mierda del poeta Quijada de Asno y el lugar donde alguna vez estuvo un opúsculo del hombre más envidioso del  mundo, como le llamó Marcio Veloz Maggiolo, por si señas faltan, nuestro escritor vivo más alto, actual coloso de  la literatura dominicana. Este bendito balcón me condena porque me y me convoca para enseñarme que la vida no es lo que muchos carajo creen en este país de escritores sin obra, poetas sin poesía, novelistas sin novelas, cantantes gagos y medialenguas, y políticos barcinos.
     Siguen irremisiblemente muertas estas calles mojadas convertidas  en espejos  que devuelven tantas y tantas cosas y a las que siempre pido, como si se tratara de una estrella fugaz,  que me devuelvan ese instante feroz, efímero y eterno en que la muchacha en quien ahora pienso me miró a los ojos tomándome las manos, como en rigurosa ceremonia eclesiástica,  eternizando en mi boca esa ferocidad que hay en las  mujeres cuando ciertamente se enamoran. Es noche y recuerdo a la trigueña espigada y delgada que alguna vez fue mi desvelo. Me conmueven algunas palabras que décadas después sigo escuchando y no sé si preguntarte a Sadel  o a Altemar, si entrar a Facebook o a Twiter para saber dónde está, si es que aún está, y preguntarle por qué, por qué todo se deshizo  de manera tal que la piel apenas recuerda.
     El amor es verdadero amor solo cuando se desea y perdura en el recuerdo.