lunes, 2 de marzo de 2009

El amor y la muerte según Matías Alcántara




Un bello recuerdo del poeta Matías Alcántara

Como nadie muere a destiempo y las cosas nunca son como suceden, me quedaré aquí hasta la muerte. Eso fue lo que se dijo esa tarde Matías Alcántara, poeta del amor y prócer de la república de los que ingresaron a las filas del 1J4 o del MPD, cuando soñar era un grave delito y estrenarse un pantalón o una camisa un vicio pequeñoburgués.
Ese día había sido particularmente fresco. El colibrí vino temprano a buscar su alimenticia ración de polen y luego se fue dibujando en el aire esa indefinible arquitectura que solo las aves, por inescrutables designios, pueden hacer con tanta elegancia y precisión. Después del mediodía el poeta se sentó en el balcón como hacía habitualmente y, una vez más, comprobó que era bueno ver los pechos difusos de alguna muchacha mientras simulaba llenar el crucigrama. Como todavía fumaba estaba armado de la marlboro light y la caja de fósforos, consumió varias tazas de café veces y abandonó el lugar solo cuando se sintió apestoso de la nicotina que se reflejaba en su bigote y en las manos casi trémulas, además de dejarle un insoportable aliento.
Minutos después estaba acodado en el alféizar, y se dijo que la vida y la muerte no eran más que sinónimos utilizados habitualmente de manera incorrecta, y así quería abordarlo en la novela que pretendía concluir a fin de año, Los nietos de Machepa.
A eso de las seis se abismó contemplando el mar que, como sucede siempre que hay cielo espléndido, se veía cubierto por un límpido y brillante azul.
Realmente las cosas sucedieron antes pero después de Federico García Lorca y su Llanto por Ignacio Sánchez Mejías (sic) nada sucede a las cinco de la tarde.
Fue a las cinco de la tarde cuando el viento se llevó los algodones y un ataúd con ruedas es la cama. En esas terribles cinco de la tarde el poeta quiso comerse el cadáver que yacía en la arena, como Miguel Hernández con su Elegía. Lo mismo sucedió a Luis Cernuda y así se revela en su A un joven marino.
Es que del amor y el deseo hablan los poetas, probablemente los únicos autorizados a ejercer ese magisterio que anula las fronteras entre la realidad y el deseo.
Matías lo sabía. Yo que fui su cómplice niño puedo decirlo.
Y ahora que la tarde dominical reverencia su última emisión de muchachas y veo a Shakira contorneándose, recuerdo ese ocaso porque soy el único testigo. Hace ya más de treinta años.
El poeta no estaba sobrio ni ebrio y amaba la vida que parecía despuntar, estaba con los codos apoyados en el mismo alféizar que ha sido testigo de su vida, el lugar desde donde probablemente captaba sus mejores versos.
La tarde mortecina era radiante aún cuando el viejo bm azul dobló raudo y se detuvo enfrente. Él aspiró su cigarrillo y dejó que el humo ascendiera en volutas lentas hasta que el vehículo se detuvo y la muchacha con traje sastre se desmontó, un gesto de cabeza para recoger el mechón ceniciento que por momentos le impedía la mirada. El cigarrillo cayó al suelo y él oyó el taconeo de la muchacha ascendiendo las escaleras probablemente oscuras y poco limpias, porque así las imaginaba. Oyó cuando la muchacha abrió y cerró la puerta, luego se quedó esperando un evento tanto tiempo soñado y la muchacha asomó a la puerta de cristal grueso envuelta en una toalla color vino, que se precipitó al suelo y él pudo contemplar, en fugacidad eterna, aquellos pechos firmes y abundantes, y pensó quetodo era un regalo de Dios.
Tres décadas han pasado desde entonces; todavía oigo el taconeo en esas escaleras y siento la fragancia del jabón. Desde entonces Matías celebra la vida y yo lo contemplo solo para decirme que, a veces, no existe tiempo alguno.
Una muchacha desnuda, aunque sea en la memoria, es un verdadero regalo de Dio.

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