domingo, 22 de febrero de 2009

Palabras de sábado en la tarde



En los últimos días una terrible afección viral provocó el internamiento de mi pequeño y muy mimado Radhamés Alfredo en un reconocido centro de salud dedicado al servicio de los maestros dominicanos y sus dependientes. Dejo claro que nunca he sido ni soy maestro de nada ni de nadie, aunque haya quienes proclamen lo contrario; ni su madre, aunque, psicóloga al servicio de la Secretaría de Estado de Educación.En la agonía que implica ver a un hijo de 8 años con un suero colgándole y que, para dejarse pinchar nueva vez requiere la presencia de su padre –yo en este caso- envuelto en las horas terribles, vi personas que fueron llevadas allí entre quejidos y dolores intensos y desesperados, y a algunos luego los vi sacar en el traje de madera que a todos nos espera.En situación así uno se conmueve y se hace preguntas carentes de respuesta.Muerte, se ha dicho, es una palabra que quema los labios igual que la palabra cáncer.Somos hijos de la muerte y del destino, decimos.Y ni así caemos, muchas veces, en la verdad de las religiones.Todas las religiones niegan la muerte porque lo que prometen es vida eterna. Nada más.El paraíso, según afirman, consiste en no morir jamás. La carne muere porque se corrompe pero no el espíritu o el alma.El paraíso es vida eterna. Vida inmaterial. ¡Vida!. Esa es la promesa en ese viaje del que, hasta el momento y que se sepa, nadie ha regresado.¿Para qué regresar? Es lo que muchos habrán de preguntarse.Cuando se habla de la muerte pocos se acuerdan de lo mucho que ha sido satanizada esta vida.Exceptuando esquinas, intimidades y tabernas es en la bachata donde más se ha satanizado la vida. Y cuando digo bachata me refiero también a la canción popular.Lo mismo sucede con la mujer.La mujer, cuando nos ama, es dulce y divina; pero cuando nos rechaza es maldita y traidora.Sucede que muchas veces no hay respuestas para ciertas preguntas.Luis Cernuda, el excelente poeta español autor de páginas realmente inmortales, dijo hace ya décadas que El hombre es una pregunta cuya respuesta no existe.Es, digo, lo mismo que sucede con el amor, con la muerte y con el deseo.Marcio Veloz Maggiolo, el más eminente de nuestros escritores vivos y uno de los más grandes dominicanos de todos los tiempos, tituló una bella novela breve de sus años juveniles como La vida no tiene nombre.En este sábado por la tarde, ya próximos los vientos de cuaresma y con mi niño (¡Gracias a Dios) ya de regreso en casa, yo celebro la vida y la asumo con todas sus consecuencias.Alguien tuvo el valor de decirlo: Yo, Walt Whitman, un cosmos, un hijo de Manhattan, me celebro y me canto. A los treintisiete años, y con la salud perfecta, empiezo y espero no cesar hasta la muerte.
Para Radhamés Alfredo el colibrí que viene todas las mañanas a la ventana de mi estudio.

martes, 17 de febrero de 2009

Ejercicio de escritura a las seis menos cuarto


(Tomado de El amor y la muerte según el poeta Matías Alcántara)



Siempre que danza una muchacha son las seis menos cuarto.
Siempre que una mujer se desnuda en Santo Domingo, en Barcelona o en Managua, en Paris o en alguna buhardilla del Norte..
Siempre habrá una muchacha ingenua, fresca, que habrá de ser como un clavo en la memoria que, con el tiempo, se va volviendo frágil.
Es una muchacha que descansa sobre los álamos del campus universitario de aquellos años terribles y que todavía siente los efectos de las lacrimógenas.
Una muchacha que ahora carga con cincuenta o sesenta años. Una muchacha que aun conserva la adolescente que fue, que ha sido, que ha de ser porque los años pasan, quedan y siempre nos llevan.
La muchacha que vi regresar con cuadernos en la mano y el bolso de Penélope lleno de lápices, cartabones y otros instrumentos geométricos con los que alguna vez ella pensó que podía descifrar el universo.
Es una muchacha con hijos ya mayores, con pasado y presente, con lágrimas descendiendo por sus mejillas.
Una muchacha con sabor a ajonjolí y guarapo.
Una muchacha que es una promesa y a nadie le importan las arrugas de su corazón ni las manchas en la piel.
Una muchacha de piernas bien torneadas y pechos firmes y abundantes.
De nalgatorio definido aunque no sepa hacia dónde va.
Una muchacha que viene a las cinco y cuarto en un viejo automóvil azul que se ve doblar por esa esquina. Llega con traje sastre y tacos altos que durante años habremos de oír mientras asciende o desciende las escaleras.
Está visiblemente cansada e insatisfecha. Hizo el amor anoche pero lo hizo sin ilusión alguna.
Esa muchacha puede llamarse Brenda, Teresa, Josefina, Massiel, Miguelina, Orfelina, etc.
Y alguna vez ha intentado leer a Carson McCullers, a Susan Sontag. Y ha sentido que la luz brilla en su pelo porque ha sido un personaje de Scott Fitzgerald sin que sea Zelda, la belleza de Alabama esquizofrénica y talentosa que murió carbonizada en un hospital psiquiátrico.
Puede ser la muchacha que, en el año 1992, vi. bailar en el precioso parque de La Alameda de la ciudad de México. O la pelirroja que me dejó su fragancia en aquel avión, un vuelo en el que todavía ocupo el mismo asiento. Ah! ¿Y la muchacha aquella vestida de rojo que una mañana en New York me regaló una sonrisa tan fragante como sus pechos?
Esa, la que en el Teatro Teresa Carreño de la bella ciudad de Caracas, Venezuela, se acercó a mí y me dijo palabras que aun estoy oyendo.
Eran las seis menos cuarto. Yo había terminado la conferencia y estaba cansado Un grupo de escritores decidimos al día siguiente alcanzar el Monte Ávila y, horas después, solo el vino o el whisky nos disminuyó el miedo cuando el jeet parecía un caballo desbocándose.
Una muchacha que vive distante y que piensa y sueña y desea una piel, un nombre, una melodía, una mano fresca que descienda por las espaldas fragantes, unos labios que hurguen en sus pechos, una mirada que la perpetúe y desentierre los sueños que tiene dormidos, las ilusiones que han muerto en esa mudez que viene de la noche de los tiempos desde que el primer hombre se quedó espiando al primer colibrí.
Un colibrí es una flor que vuela. Es un nenúfar y un mástil.
Pero jamás la muchacha será como el colibrí.
Ahora que ¡por fin!, son las seis menos cuarto, alguien llama y debo atenderle. Voy y le sonrío.
Como sucede siempre que son las seis menos cuarto.


martes, 10 de febrero de 2009

Alex Rodríguez


Las miradas fugaces (15)

Como todo buen dominicano que en verdad lo es, soy fanático del béisbol.
En mi familia hay una larga tradición de seguidores de las Estrellas Orientales a pesar de que hace cuarenta años que no obtienen un título en nuestro béisbol otoño-invernal.
Nada ha tenido que ver con eso la paradoja de que es en San Pedro de Macorís, ciudad sede de las Estrellas Orientales, de donde surgen los grandes toleteros que han hecho historia en el béisbol de las Grandes Ligas.
Sammy Sosa, Julio César Franco y Robinson Cano son apenas algunos nombres que dejan evidenciar la calidad del pelotero dominicano y el paso histórico por las Mayores.
Soy de los fanáticos que asisten al play y llevan a sus pequeños. En mi familia se ha hecho tour para llegar el domingo por la tarde o cualquier día feriado a expresar el apoyo al equipo verde.
En lo concerniente al béisbol de Grandes Ligas soy, en mi familia, un disidente.
Siempre he sido fanático de los Yankees de Nueva York, viejo seguidor de ese equipo, y estoy en la nómina de los que en tiempos mejores han acudido puntualmente y sin protesta a la ciudad de hierro para ver un juego.
He seguido con fanatismo y he gozado las hazañas de Alex Rodríguez. Si es, como él ha dicho, más dominicano que un plátano es algo que solo él lo sabe. Si es criollo o no, no importa. Sus números hablan.
Alex es, con mucho, el mejor jugador de las Grandes Ligas y de todo el béisbol; no por otra cosa ha ganado, a pesar de su juventud, más de trescientos millones de dólares en un país donde nadie invierte para perder.
En el primer Clásico de Béisbol Alex se unió al equipo de los Estados Unidos y ahora, para el segundo clásico que empieza a principios en marzo, va a jugar con el equipo de la República Dominicana, mi país.
La semana pasada Alex estuvo en el país y se unió a los entrenamientos dirigidos nada más y nada menos que por Felipe Rojas Alou.
Se dice que la determinación de Rodríguez de jugar en nuestro equipo ha despertado algunos demonios de los que medran en el béisbol del norte y esto viene a cuento por dos razones.
Primero la publicación del libro de Joe Torre, ex manager de los Yankees de Nueva York y ahora, hace apenas horas, la revelación de que Alex usó esteroides y la confesión que él mismo hizo anoche durante una entrevista con un poderoso canal de televisión especializado en deportes.
Alex ha confesado y ha llorado. Tenía 24 o 25 años, dijo, cuando usó esteroides. Se ha llamado estúpido a sí mismo.
El propio Alex Rodríguez a quien en Estados Unidos hasta le han cambiado el nombre por otro que suena inglés: A-Rod.
Como si fuera poco, el presidente Barak Obama dijo anoche que estaba decepcionado con Alex y yo pienso que no es para tanto cuando hay más de un centenar de jugadores, activos y retirados, que han usado anabólicos desde que el ex biliguer José Canseco se metió a chivato y, para ganarse unos chelitos, escribió un libro para denunciar a antiguos compañeros que, como él, habían incurrido en la práctica.
Ahora quieren crucificar a Alex, un orgullo nuestro.
OK. ¡Crucifíquenlo!
Por encima de todo ahí están sus estadísticas, que son las que hablan en materia de rendimiento en el béisbol.
No es verdad que ha caído un ídolo, sobre todo cuando él propiamente ha confesado con evidente dolor.
Alex Rodríguez o Ad-Rod seguirá siendo el ídolo que es!

Terminando de escribir este artículo CNN ha empezado a exhibir un cintillo: LO ÚLTIMO: AP:BEISBOLISTA MIGUEL TEJADA ACUSADO DE MENTIR SOMBRE DROGAS.
Otro dominicano; un estelar todavía activo.

lunes, 9 de febrero de 2009

La computadora de Ernesto Cardenal

Ernesto Cardenal y Radhamés Reyes-Vásquez

Las miradas fugaces (14)

Ernesto Cardenal, el más universal de los poetas nicaragüenses después de Rubén Darío, ha sido víctima de un robo muy peculiar.
Hace pocos días individuos aun no identificados penetraron a sus oficinas en Managua y, a pesar de que había muchos objetos y artículos de mayor valor, solo se llevaron la computadora personal del poeta, aunque ésta era la más vieja de todas las que hay allí.
Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con el padre Cardenal, pero debe ser respetado. Su obra y su integridad personal lo han convertido en símbolo latinoamericano.
Poeta de indudables aciertos y hombre de gran valor personal, Ernesto Cardenal ha sido la voz que en América Latina han encontrado decenas de jóvenes para transmitir sus emociones.
Su pasión por la poesía es inmensa y sus aportes a este género realmente no tienen dimensión.
Cardenal es de los pocos dioses vivos de las artes y es una leyenda.
Los escritores de mi generación leímos y releímos a Cardenal enceguecidos por una pasión tremenda. Aprendimos sus versos, desde los Epigramas hasta el Canto Nacional, y nos formamos difundiéndolos entre hallazgos permanentes, muchos de los que aun nos asombran.
Pero ¿qué es para un escritor la pérdida de su computadora personal?
Hace poco le sucedió lo mismo a Mario Vargas Llosa en el aeropuerto de Barajas, Madrid, y no hay dudas de que les ha sucedido a otros.
La computadora de un escritor es como el arma de reglamento, algo así como lo que nunca debe faltar, aquello que jamás se hipoteca porque nunca se pone en juego.
Por eso el escritor es celoso, y como no confía plenamente en el moderno instrumento de trabajo se arma de esos dispositivos –memorias, puertos usb o como se llame- que le garantizan copias seguras de su trabajo. Incluso conozco a muchos que, sin importarle costos algunos, imprimen lo escrito.
Aunque la computadora vuelva a manos de Cardenal seguro que ya no ha de ser la misma porque violar la computadora de un escritor es una profanación.
Un poeta es un ave del paraíso, me dijo una vez mi muy apreciado Marcio Veloz Maggiolo. Desde entonces lo creo así.
Ernesto Cardenal es un símbolo, y como dijo nuestro siempre recordado Don Juan Bosch: La dignidad nunca muere.

viernes, 6 de febrero de 2009

Estos días tan fríos!

Britney Spears
Ingrid Betancourt


Catherine Millet











Desde hace varios días eso que los meteorólogos llaman frente frío está pasando por mi país y, en este mismo momento, como si no sucediera absolutamente nada, la oficina nacional de meteorología anuncia que se mantendrán durante todo el fin de semana la baja temperatura y los fuertes vientos.
Las calles lucen limpias y no es necesario encender los aparatos de aire acondicionado a no ser para que el rumor que producen en la habitación sirva de bloqueo para cualquier ruido exterior. Pero la naturaleza suele cobrarse las deudas con altísimos intereses.
Como consecuencia de nuestro clima tropical, los isleños somos a veces renuentes a las bajas temperaturas y hasta pueden bastarnos unos no muy pocos grados para abrir los closets y extraer, con mano trémula, el suéter cuello tortuga o la pieza que va a protegernos de cualquier eventual resfriado. Yo mismo, como fumador que fui durante muchos años, vivo protegiéndome, tratando de esquivar éstos vientos, los que ahora zumban como sirenas y remueven las losetas con flores que hay en una de las ventanas del estudio donde leo y escribo, sueño y me miro cara a cara con la terrible realidad, solo para que a primera hora de cada mañana venga puntual el colibrí que espío y me recuerda que la vida no es una tragedia.
Durante muchos años mi vida fue una fiesta permanente en las continuas noches del piano bar y de una bohemia que casi a diario empezaba al anochecer y concluía en los amaneceres de sol terrible, el rostro cubierto por el vaho de las vísceras ardientes y el apestoso cigarrillo trémulo colgando de los labios como un clavo de ataúd o una sentencia de muerte.
Esos años han pasado felizmente, y cuando los recuerdo me lleno de preguntas que alguna vez no quise contestar y que no por eso han dejado de atormentarme.
Ahora me basta el vuelo breve del colibrí y la sonrisa de un niño o la mirada grácil de una muchacha, o de las ninfómanas y las adúlteras que pasan bajo mi balcón, se percatan de mi presencia y sonríen como si fuésemos cómplices de algo furtivo.
Esa ventaja encuentro en estos aires que van armando fiesta entre los árboles y júbilo entre las faldas y las blusas; hacen que uno se recluya por temor al resfriado o a la eventual violencia de las calles cuando están demasiado despobladas. Así cada cosa en su lugar. Los automóviles bien aparcados y protegidos, la música a bajo volumen y -¡ punzante, criminalmente punzante!- el recuerdo de un rostro, una piel, una voz que se oye todavía, un deseo que se niega a morir, tiempos que retornan porque son circulares como la vida misma.
Uno se conecta a la red y se entera con tristeza de las últimas andanzas de Britney Spears mediante la información suministrada por Radio Televisión Española porque en el estudio el televisor está encendido a bajo volumen. Uno estira el brazo, sobre la piel se refleja un rayo rojizo y amarillo porque así el ocaso es, y como por azar, la mano alcanza un libro delgado pero intenso: La vida sexual de Catherine M., esas memorias sexuales de alguien que ha fornicado con cientos y cientos de hombres y mujeres y cuya protagonista es nada más y nada menos que una respetable intelectual francesa que tan mal leída ha sido.
Cuando miro hacia un lado me encuentro con la fotografía de la valiente y graciosa Ingrid Betancourt en bikini y el titular preguntando si es cierto que ya ella tiene nuevo amor; hasta se puede envidiar a aquel en cuyo regazo se anida tan inteligente mujer. Y así pasa la vida, mientras la tarde sigue convirtiéndose en noche y uno se siente depositario de muchas cosas realmente importantes.Y como para consagrar todo cuanto he dicho, he visto y he tocado, está viva sobre el escritorio, junto a la lap top, pero medio perdida entre la masa de diccionarios de la Real Academia unos, otros de sinónimos y antónimos, que son las armas del escritor que serio se considera en su oficio, encuentro y levanto esta copa de vino tinto que ha de consagrar –repito- todo cuanto he dicho y me recuerda que todo colibrí es una flor que vuela y jamás se posa.