jueves, 10 de diciembre de 2009

Las miradas fugaces (29)





Con el permiso de Porfirio Barba Jacob,
Una balada por la vida profunda


¡Carajo, cuántas vainas nos guarda la vida! Tú, que ya has alcanzado tu definición mejor como diría Lezama Lima, tú que estás ahí muy bien que lo sabes porque ya lo has comprobado. Estaba yo de paso en Panamá esperando un avión que me trajera a cumplir mis años junto a mi familia, cuando un texto en Facebook me dio donde más duele. Me dio duro, duro y fuerte con ecos de Vallejo. Todo hombre es una muchedumbre, y toda muchedumbre un pueblo. Tú lo sabes, bien que lo sabes. Cuando muere un hombre, muere todo el universo.
No han sido suficientes los sobresaltos ni las noticias constantes sobre el estado de Sandro, un verdadero poeta de raza cuya trayectoria siempre he seguido casi con devoción. Tal vez tú no lo comprendas porque no eres un poeta trasnochado, ahora que ha llegado el día de que habla Porfirio Barba Jacob, un día en el que ya nadie nos puede retener. Uno nunca sabe, esa es la suerte y la verdad. Es mejor así. Dicen en estos barrios que lo dijo Lucho con esas tristezas propias del bolero: Sabrá dios, uno no sabe nunca nada…
No está del todo mal que hayas alcanzado tu definición mejor. Tantos disparates se cuecen en estas burocracias, junto a estos intelectuales supuestamente consagrados (es mejor decirlo así) que al verte rodeado de farsantes, me viene a la memoria un título: Solemnidades de la muerte.
Tú que tan intensamente has vivido, no eres ése que aparece en los diarios; sé que te niegas a ser el cadáver que quieren exhibir como pieza de museo. Te llevan a muchísimos lugares porque ya eres el producto en su acabado final, el que confirma excepción y perfección.
Te jodieron, y quieren seguir jodiéntote. Es cierto que también hay gente sincera, pero son más los oportunistas, los mismos que te sonreían de frente y te sacaban la lengua cuando dabas la espalda. Te mataron y te pusieron chaqueta oscura para meterte en esa mierda que llaman ataúd. La muerte y el Estado tienen común la solemnidad, la horrible solemnidad que nos vuelve rígidos aunque nos maten las avispas o los mosquitos que puyan.
Muchos malvados te rodean, pero también mucha gente buena. El pulpero de La Estrelleta, la chopa de Ciudad Nueva, el maricón de la Beller y la maipiola, porque esos sí que te quisieron de verdad. Son tan buenos que no saben mentir. Pero ésos, ésos que ahora que te metieron en esa vaina y te pusieron esa chaqueta gris oscura, ésos sí son traidores.
Me niego a comparecer ante ti en estas circunstancias porque me asquea todo ese disparate, la perfidia de muchísimos que se visten de pendejos. Muchos nunca te miraron y ahora dicen que eres un prócer. Son maestros de la simulación y no tan inofensivos como quizás creías.
Es jueves, y aunque Vallejo reivindicó ese día para su muerte, llovizna ahora y pienso en ti, que ya has alcanzado tu definición mejor, en este día en el que ya nadie nos puede retener.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Las miradas fugaces (28)





Cartas a mamá desde el infierno

En la mañana de este sábado, mientras hacía un tour por las librerías de Managua, encontré un delgado librito que he leído casi de un tirón.
Cartas a mamá desde el infierno contiene algunas misivas que desde su amargo cautiverio de seis años en la selva colombiana enviara a su madre la doctora Ingrid Betancourt.
Desde la propia portada el opúsculo golpea y conmueve. Da duro, demasiado duro la fotografía ya clásica en la que, suelto el pelo largo y sin brillo alguno, largos y delgados los brazos, hacia abajo la mirada, se ve a una Ingrid Betancourt destruida, prácticamente irreconocible y totalmente ausente. La otrora senadora y aspirante a la presidencia de Colombia parece ya muerta, inevitablemente muerta, y para siempre, en fotografía que en su momento dio la vuelta al mundo pero no conmovió a los asesinos ni a los verdugos.
El librito contiene la larga carta que la Betancourt dirigió a su madre Yolanda Pulecio, un verdadero testimonio histórico a favor de la vida y en contra de la muerte y del dolor desde el cual se ha levantado la dignidad del coraje casi inagotable. Pocos meses después la Pulecio y la senadora Piedad Córdoba, en el valiente peregrinaje que hicieron procurando la liberación de la rehén, se hicieron presentes en Santo Domingo durante una cumbre de presidentes y jefes de Estado. En ese entonces ambas damas buscaron la manera de penetrar al edificio que aloja a la cancillería dominicana, resguardada entonces por una verdadera muralla de hombres armados, donde se efectuaban los actos de la cumbre, y pudieron llegar hasta un fogoso presidente latinoamericano, quien logró meter el tema de Ingrid y los rehenes pidiendo solidaridad con la causa.
Mañana lluviosa, como mi alma, dice Ingrid antes de poner fecha en aquel miércoles 24 de octubre, a las 8:34 a.m. La Betancourt vivió una experiencia demasiado traumatizante, aunque en un libro recién publicado unos gringos, antiguos compañeros de cautiverio, la acusan de malsana y egoísta utilizando epítetos muy duros. Los norteamericanos que escribieron ese libro olvidaron que Ingrid es mujer, y ninguna mujer puede desprenderse de las cosas que son inherentes a la condición femenina.
En el prefacio del librito (apenas 76 páginas) Élie Wiesel, un escritor rumano sobreviviente de los campos de concentración que ha dedicado muchos años de su vida al estudio y la investigación de los horrores del Holocausto, afirma: Lean este libro. Léanlo bien. La voz que les habla los mantendrá despiertos toda la noche. Ella relata su vida cotidiana en la selva, entre los adeptos a la violencia y al odio, con un lenguaje simple y desgarrador. (…) Encerrada, atormentada, torturada, abandonada por demasiados dirigentes, durante demasiado tiempo, escondida en las lejanas tinieblas del terror, se la creía muda, muerta. (….) Pero Ingrid Betancourt permanece lúcida. Y valiente, heroica. Y libre.
Estas conmovedoras cartas -pues también están las de los hijos de Ingrid- son un valioso ejemplo de la solidaridad humana y la ternura sin adjetivos. Madre e hijos, hijos y madre están unidos por el amor, por el dolor, por la esperanza, por esa ternura infinita e incalificable que solo habita en los corazones poblados por la verdad, y ajenos a la perfidia.
Si en algún lugar, en alguna librería o en un escaparate alcanzan a ver este opúsculo, vayan tras de él, porque su lectura nos devuelve la fe en el ser humano, el hombre y la mujer que están obligados a edificar el futuro como herencia inagotable de los suyos.