viernes, 4 de diciembre de 2009

Las miradas fugaces (28)





Cartas a mamá desde el infierno

En la mañana de este sábado, mientras hacía un tour por las librerías de Managua, encontré un delgado librito que he leído casi de un tirón.
Cartas a mamá desde el infierno contiene algunas misivas que desde su amargo cautiverio de seis años en la selva colombiana enviara a su madre la doctora Ingrid Betancourt.
Desde la propia portada el opúsculo golpea y conmueve. Da duro, demasiado duro la fotografía ya clásica en la que, suelto el pelo largo y sin brillo alguno, largos y delgados los brazos, hacia abajo la mirada, se ve a una Ingrid Betancourt destruida, prácticamente irreconocible y totalmente ausente. La otrora senadora y aspirante a la presidencia de Colombia parece ya muerta, inevitablemente muerta, y para siempre, en fotografía que en su momento dio la vuelta al mundo pero no conmovió a los asesinos ni a los verdugos.
El librito contiene la larga carta que la Betancourt dirigió a su madre Yolanda Pulecio, un verdadero testimonio histórico a favor de la vida y en contra de la muerte y del dolor desde el cual se ha levantado la dignidad del coraje casi inagotable. Pocos meses después la Pulecio y la senadora Piedad Córdoba, en el valiente peregrinaje que hicieron procurando la liberación de la rehén, se hicieron presentes en Santo Domingo durante una cumbre de presidentes y jefes de Estado. En ese entonces ambas damas buscaron la manera de penetrar al edificio que aloja a la cancillería dominicana, resguardada entonces por una verdadera muralla de hombres armados, donde se efectuaban los actos de la cumbre, y pudieron llegar hasta un fogoso presidente latinoamericano, quien logró meter el tema de Ingrid y los rehenes pidiendo solidaridad con la causa.
Mañana lluviosa, como mi alma, dice Ingrid antes de poner fecha en aquel miércoles 24 de octubre, a las 8:34 a.m. La Betancourt vivió una experiencia demasiado traumatizante, aunque en un libro recién publicado unos gringos, antiguos compañeros de cautiverio, la acusan de malsana y egoísta utilizando epítetos muy duros. Los norteamericanos que escribieron ese libro olvidaron que Ingrid es mujer, y ninguna mujer puede desprenderse de las cosas que son inherentes a la condición femenina.
En el prefacio del librito (apenas 76 páginas) Élie Wiesel, un escritor rumano sobreviviente de los campos de concentración que ha dedicado muchos años de su vida al estudio y la investigación de los horrores del Holocausto, afirma: Lean este libro. Léanlo bien. La voz que les habla los mantendrá despiertos toda la noche. Ella relata su vida cotidiana en la selva, entre los adeptos a la violencia y al odio, con un lenguaje simple y desgarrador. (…) Encerrada, atormentada, torturada, abandonada por demasiados dirigentes, durante demasiado tiempo, escondida en las lejanas tinieblas del terror, se la creía muda, muerta. (….) Pero Ingrid Betancourt permanece lúcida. Y valiente, heroica. Y libre.
Estas conmovedoras cartas -pues también están las de los hijos de Ingrid- son un valioso ejemplo de la solidaridad humana y la ternura sin adjetivos. Madre e hijos, hijos y madre están unidos por el amor, por el dolor, por la esperanza, por esa ternura infinita e incalificable que solo habita en los corazones poblados por la verdad, y ajenos a la perfidia.
Si en algún lugar, en alguna librería o en un escaparate alcanzan a ver este opúsculo, vayan tras de él, porque su lectura nos devuelve la fe en el ser humano, el hombre y la mujer que están obligados a edificar el futuro como herencia inagotable de los suyos.

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