viernes, 17 de abril de 2009

Las miradas fugaces (17)

Durante los días anteriores al asueto de Semana Santa escribí: Siempre que uno está solo y lejos dice cosas sin importancia.
Me parece que cuando dije tal cosa estaba yo en Santo Domingo, escribiendo desde mi balcón, contemplando el mar no muy distante, asombrado por los colores tenues del ocaso e imaginando no sé cuáles diabluras.
Ahora escribo desde una
habitación de hotel en la infernal y caótica Managua; afuera la temperatura está muy cerca de los 40 grados c.
Mi visión no ha cambiado y pienso que cuando uno está solo y lejos de casa le suceden, realmente, cosas tan graves que solo la ecuanimidad puede evitar que se conviertan en tragedia.
Y eso fue lo que me sucedió ayer a plena luz del día.
Todo en esta vida es disparate y la cumbancha continúa aunque no ande uno con un perico ripiao ni bachateando con la murga. Me armo apenas con el recuerdo de las personas que amo aunque estén físicamente distantes.
Solo lamento haber perdido la fotografía de mi hijo menor, la que estaba grabada en mi teléfono celular y la otra, la que atesoraba en un rincón de mi cartera y que me acompañó durante tantos años.
Lamento haber visto de frente y padecer en carne propia la mezquindad de la vida humana, sus pequeñas y peligrosas miserias y la manera en que el desprecio convierte a estas víctimas en ciegos verdugos.
Lo que me sucedió ayer es palpable expresión de la descomposición social. Pero qué puede uno hacer que no sea conservar la vida y dejar que la moneda ruede a conveniencia del azar o el destino.
Después del mediodía me refugié en mi habitación armado de un escocés y pensé largamente en la vida y en la muerte.
Pensé en mi país y en esas horas del ocaso que tanto aprecio.
Me escruté a mí mismo y me celebré lo mismo que el poeta; pensé en mi hijo de casi nueve años y derramé alguna lágrima sobre los huesos de mi madre.
Me detuve a escrutar las pequeñas miserias, las agresiones y los asesinatos que se comenten por asuntos sin importancia.
Me serví una y otra vez del escocés a las rocas escuchando algo de Britney Spears, casi harto ya de la constante amargura del bolero. Me conecté a la red y vi a Lolita Flores topless aunque con la pechera decaída, vi a Pamela Anderson y el rostro refrescante de mirada triste de Julia Robert. Me detuve en los labios de alguna mucha amada hace ya décadas en el campus de la universidad estatal de mi país mientras el sol parecía ahogar derretido sobre tan discretos álamos. Pero sobre todo, me detuve en mí mismo y, como me sucede muchas veces, regresé a algún pecho amado, un pubis cuya fragancia aun vive en mi olfato.
Jamás se renuncia a la vida ni a los recuerdos; pero tampoco a la muerte.

PD.
Acabo de recibir llamada de Matías Alcántara, el magnífico poeta del amor y la dulzura, aquel prócer que aun en los días más lluviosos y terribles de la guerra de 1965 robó tiempo al tiempo y al fragor de las batallas, para escribir los más hermosos sonetos de amor. Está frente al televisor, me dice, y Gary Sheffield acaba de ingresar a un selecto club de atletas que han disparado 500 o más cuadrangulares. Me alegro bastante, pero mi simpatía siempre está con los Yanquis de Nueva York.



Seguimos orando por la salud de Sandro, El Muchacho de América, El Gitano, porque aparezcan los órganos y porque el trasplante sea todo un éxito. Que Dios lumine su vida y se haga Su voluntad.


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