domingo, 29 de noviembre de 2009

Las miradas fugaces (27)


Es cierto que la recuerdo, como se recuerda todo lo que se desea y aquello que jamás ha de poseerse.
No es muy alta la trigueña ni tiene el pelo tan largo, nunca supe su nombre ni de dónde procedía cuando, bajo el ocaso, el viejo automóvil que conducía doblaba raudo la esquina sur. Entonces ella parqueaba el vehículo y se desmontaba sin mirar a ningún lugar específico y yo me esforzaba para escuchar el sonido de sus tacos cuando, pocos minutos después, ascendía las escaleras semioscuras.
No es linda ni nada del otro mundo, y todavía tengo la impresión de que es una mujer muy insatisfecha, pero que con toda su tristeza se sabe fascinante con ese mechón de pelo que suelen tener algunas y que, en un gesto tan espontáneo como fabricado, acostumbran a echar de lado el mechón ceniciento que le impide la visibilidad.
La primera vez que la vi quedé como prendado y, en los días siguientes por alguna circunstancia intuí que mi destino estaría ligado a esa mujer joven cuyo pelo y rostro me recuerdan a la Melina Mercouri desenfadada cuando, en Nunca en domingo, se levanta del huerto visiblemente pobre para poner en el tocadiscos la canción que ella misma iba a cantar mientras danzaba con esa gracia característica que siempre conservó.
Durante años estuve esperándola en un ritual demasiado íntimo y secreto, y cuando intenté verla de cerca, tenerla de frente y saludarla y sonreírle, se impuso el infortunio y todo se fue al carajo.
Confirmé que nunca miraba de frente como nunca oí su voz aunque el espacio que nos distanciaba era una callecita breve y estrecha que probablemente conserva también el recuerdo de sus caderas danzantes y los pechos firmes, su altivez, el enigma de su rostro y el semblante de su piel que, a la distancia nombrada, parecía de una trigueña palidez.
Ella, la que llegaba en silencio y en silencio ascendía o descendía aquellas infernales escaleras dejando apenas el rumor de sus pasos, la del permanente traje sastre azul que siempre imaginé fragante, demasiado lejana, viene hoy devuelta por la magia inescrutable de la memoria.
La memoria me la devuelve ahora como en las tardes de aquellos tiempos, invariables la blusa y el vestido en días de semana, silenciosa y enigmática, hacia abajo la mirada como si fuese ciega o muda, los pechos no muy abundantes pero firmes y danzantes.
La memoria sabe, como Dios, todo lo que hace, lo que ofrece y lo que niega, lo que mata y lo que conserva. Pero son tantos los ojos y las voces, las caderas y las piernas enemigas, y los labios en el húmedo rumor de los vellos púbicos que hasta la misma memoria muchas veces prefiere olvidar algunos nombres.
Todavía oigo el rumor del viejo BM azul y espero que aparque en el lugar de siempre para que la muchacha que se parece a Melina Mercouri descienda y vuelva a subir las escaleras como entonces.



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