domingo, 21 de agosto de 2011


Estas lluvias, estos ocasos…



Llueve intensamente y anegadas están algunas calles.


Llueve como si lo que estuviese cayendo no fuera agua sino eternidades en las que las ausencias y algunos amores que creímos muertos definitivamente retornan, mientras mi hermano gemelo sigue solo en su balcón, talvez perdido en inconfesables lejanías.


Hace ya siglos que aquí llueve, como ayer en Centroamérica. Los teléfonos están mudos, y ni falta que hacen. Los muebles y los cuadros solemnemente enmarcados lucen pálidos, contagiados por la inútil tristeza de estas horas. Los electrodomésticos también han muerto. No se les ve brillo alguno y ni siquiera tintinean. Son horas lentísimas, por cierto. Pero horas tan vivas como las sombras del bolero aquel que aquí todos conocen como Cuando tu te hayas ido.


Para el escrutinio interior nada es tan apropiado como la lluvia a estas horas indefinibles, el ocaso llamado por T. S. Eliot, el gran poeta ingles, como la hora violeta. Nostalgias que van y vienen, nostalgias de todas las épocas y circunstancias.


Llueve tanto que apenas puedo ver el mar insinuarse y que en tiempos normales aprecio con todo su esplendor desde el balcón estudio donde escribo y leo, es decir, el único lugar donde realmente existo. Es un estudio pequeño y ya no acepta mas libros en sus paredes, entre y unos pocos recuerdos. Influenciado no se por quien, alguna vez escribí en la puerta una frase, una expresión ajena, aunque ignoro si la soñé, si la leí o si me la dijeron. Como es tan hermosa y premonitoria la escribo a continuación.


El poeta trabaja.


Por favor, no lo despierten.


Sé que alguien me leerá, sé que alguien, alguna vez, pronunciará un panegírico ante mi cuerpo inerte. Sé que alguien pronunciará mi nombre con labios trémulos. Querrán ponerle mi nombre a alguna calle o una escuela, a un recinto sin libros ni lectores que llamarán biblioteca. Sé que ha de ser así, pero aun llueve y la más sentida lluvia no es esta que cae sino la que no se ve porque desciende por los abismos del alma, aquellos que solo uno conoce sin ser el cuchillo en la auyana. Mientras sigo contemplando esta lluvia que ya es plena eternidad.


Ya es casi la noche y yo no tengo palabras para recordar ni siquiera el ayer que ya es este presente. Ya el maestro inolvidable, Octavio Paz, quien le quedó grande al Nobel, dibujo este tiempo. El presente es perpetuo.





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