jueves, 11 de agosto de 2011

La noche sin Xóchilth



La memoria de la piel



o el escozor de los amores perdidos





Es un caluroso jueves de octubre o noviembre, y estoy lejos, demasiado lejos. Las calles de Managua están anegadas. Desde la prima noche estamos en Galerías Santo Domingo. Nos instalamos en un pequeño bar desde donde hemos visto los cielos arder y saltamos abrazándonos buscando protegernos porque el trueno casi rompe los tímpanos. Parece que la noche se ha unido a otros elementos para que este encuentro no sea solo el de dos personas que se han conocido y empiezan a tratarse, sino que sea noche verdaderamente inolvidable y que la piel siempre recuerde. Horas después la lluvia persiste. Muy pocos han podido salir hasta el parqueo para abordar los automóviles. En el bar hay trovadores, mariscos sabrosos y vino suficiente por si esta lluvia durara una eternidad. Este es el país de la dama que me honra con su presencia y me otorga el privilegio indefinible de contemplar la privilegiada arquitectura de su cuerpo. Cuando se lo digo, promete regalarme este país que tantas riquezas naturales tiene. Es noche desmesuradamente inolvidable aquí, en La Vereda Tropical. A veces me pregunto qué hacer con tantas indefinibles ternuras, esta joven mano en la mía, estos labios que ya se han encontrado. Beso en el regazo. Picadas de ojos. Reconocimientos del tacto trémulo. La piel jamás olvida y la mirada no traiciona. Ayer nos creímos eternos, pero ya sabemos que somos transitorios porque contemplamos esta lluvia generosa.



En principio decidí llamarle Olga o Laura, pero después le llamé Xóchilth, cuando supe que esta palabra náhuatl significa reina de las flores. Ella misma es gardenia, azalea y azucena. Estamos juntos y no nos conocemos todavía, aunque algo dice que seremos inolvidables porque nos ata el gladiolo o el lirio que he puesto en sus manos.



No se por qué ahora, cuando contemplo el mar desde el balcón de mi estudio en Santo Domingo, su recuerdo vuelve con tanta fortaleza. Es 30 de junio, aquí se celebra el Dia del Maestro y ha pasado un torrencial pero breve aguacero mientras se disminuye la tarde calida y nublada. He intentado leer los diarios o algunos de los libros pendientes. He bebido café después del almuerzo y, luego, algunas copas de un tinto delicioso, no tanto como el que degustamos la noche en que temblamos mientras la muchacha esbelta y de largo vestido rojo fucsia entonaba aquella balada que luego convertimos en nuestro himno: Dónde estará mi primavera, versión de Myriam Hernández, la despampanante chilena que ahora se propone regresar a Santo Domingo en su ya acostumbrado concierto de todos los años.



Mis recuerdos de Managua, Nicaragua, están muy vivos y en muchas tardes me devuelven hacia aquellos bosques y los follajes constantes. La Vereda tropical o Donde estará mi primavera. Dos gardenias, el apartahotel Los Balcones, el restaurante María Bonita y sus memorables mediodías, los mariscos de Colonial Los Robles al salir de Literato, la más moderna tienda de libros de allí. Las caminatas por Metrocentro, Plaza Inter o Galerías Santo Domingo. Los atardeceres en los que religiosamente me hice asiduo a un programa musical, Hit Colection, con el hit parade de los años 70 y los 80 realizado por un locutor que, quien no esté consciente, bien puede creer que es el mismísimo Teo Veras.



Muy pocas ciudades han quedado en mí como aquella en la que me fueron develadas muchas cosas que hasta entonces ignoraba. Conservo su invierno de lluvias constantes desde Mayo a Diciembre. La muy triste sonrisa de su gente, la nica que vi un día y después desapareció y que luego supe se perdió en Costa Rica. Recuerdo su sonrisa de ángel y la tristeza de su mirada. Recuerdo constantemente a una muchacha en un bar mirando con esa nostalgia tan milenaria que tienen los indígenas mientras yo apuraba mi trago de Johnnie Walker o mi Chivas. Si el hombre es lo que recuerda, en este anochecer soy el que allí contempló, detrás de una puerta de cristal, lluvias larguísimas esperando que la muchacha llamada Laura o Xótchilt se acordara de este mortal o que, como la Maga de Rayuela o la mismísima Virgen de la Altagracia, llegara a rescatarme de aquella soledad incalificable a la que estaba sometido.



Recuerdo muchas cosas, como he dicho, de aquellos tiempos en la patria de Rubén Darío. Despierta mi piel y hasta se eriza con algunos de esos recuerdos. Pero no es solo la piel sino la mirada. La misma que conserva muy estelares momentos y, especialmente, recuerda una media mañana en el On the rum, mientras yo desayunaba, cuando la muchacha de pelo largo y bellísimo y pálido color me petrificó mirando cómo sus balcones danzaban. Es una danza que jamás he podido ni he querido olvidar. La recuerdo con inusitada frecuencia. Aun oigo sus pasos y veo su mirada, aquellos balcones y el vistazo que me echó mientras abordaba una vieja Toyota Prado que todavía veo desplazarse.



Ahora que ha transcurrido el tiempo, ahora que he repetido el gesto de manera muy constante, quiero que alguien me diga si esa muchacha es la misma que me acompaño esa noche extremadamente lluviosa en Plaza Santo Domingo o si es la misma que hace pocos minutos me ha enviado esa conmovedora fotografía en un correo electrónico que me resisto a borrar.



Nunca se borra lo que nos interesa, aquello por lo que podemos morir, sea esa Laura o la Xótchilt que todavía arde en la memoria de la piel y se remueve en el escozor de los amores perdidos.



Managua es una ciudad inolvidable y nosotros, sus hijos adoptivos lo sabemos.



Estoy en mi país, es ya noche e ignoro el destino de Xotchilt. No quiero saber dónde ni con quien está. Me basta saber que mi piel la recuerda como ella ni nadie jamás podrá saberlo.



Mientras, sigo aquí con mi Alfredo Sadel, mi escocés y aquellas memorias.


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