domingo, 19 de diciembre de 2010

En recuerdo de René del Risco Bermúdez


Este lunes 20 de diciembre se cumplen treinta y ocho años de la muerte de René del Risco y Bermúdez, el escritor de envidiable prosa y poesía que me lanzó cuando yo era apenas un niño apadrinado un opúsculo escrito a los quince años. Murió él en plena flor de la juventud, treinta y seis años, dejando un indudable legado en narrativa y poesía. Nadie puede cuestionar “El viento frío”,un poemario realmente memorable, aún hoy, tantos años después de aquella trágica madrugada del año 1972, René tiene lectores. Se lo tragó la misma ciudad que él tanto cantara, dijo entonces un importante vespertino ya desaparecido. René fue el cantor de la ciudad, el poeta del amor, el tardío romántico que a todos nos impregnó, el narrador que ha legado algunas páginas ciertamente inolvidables. Es el único escritor de cultos que tenemos. Junto al también fenecido Miguel Alfonseca constituye el dueto más importante de de poetas-narradores. Ambos partieron antes de echarse las palomas y nos dejaron, eran gorriones o colibríes porque sus vidas fueron tan fugaces. Este domingo, en vísperas del 38 aniversario de la partida de quien fue mi mentor, sólo quiero recordarlo con el mismo ensayo que fue publicado en el Listín Diario cuando se cumplieron los 22 años de muerte.

Ahora que aún perdura el recuerdo...
Evocación de René del Risco Bermúdez,
Treinta y ocho años después.


Yo que vivo vigilando memorias y recuerdos, evoco ahora -ahora que aún perdura el recuerdo, ahora que aún se mecen en un sueño el viejo puente del río y la Alameda-, a René del Risco Bermúdez, el más auténtico escritor dominicano de las últimas generaciones, más de veinticinco años después de su muerte. Pero cómo hablar de René del Risco y la simbiosis que fue su existir melancólico? Su deceso, atravesando el filo de la madrugada aquel 20 de diciembre del año 1972 frente al mar que tanto amó y cantó, fue un nacimiento, un resurgir de entre los huesos de la mismísima muerte que también cantó y vaticinó. René no moría en aquel viento frío, regresaba a sí mismo, se entregaba a la misma ciudad que nombraba insistentemente y que llevaba en lo más hondo de su corazón. Crecía hecho mito y canción, fugacidad eterna y especulación citadina. Quieto relámpago en la roja y huidiza luz de los atardeceres y el amanecer. La ciudad fue una de sus mayores constantes (por no decir obsesiones). Ciudad que vivió, en la que existió, murió y amo, pero también ciudad soñada y reconstruida en todos sus textos poéticos con afán de eternidad. Perolas fugacidades y los espejismos nunca mueren ni claudican, no caducan ni se corrompen: son eternidades hirientes y cotidianas. Toda vida fugaz es eterna, pues con la muerte de la vida breve se asume la realización de un sueño y de un destino individual marcado, en su caso particular, por la tragedia de un hombre que se sintió desterrado de la invencible luz de la esperanza. Se ingresa al mundo de lo eterno dejando atrás conflictos y preguntas que jamás hallarían respuestas. Viva llama parpadeante, flor creciendo, estrella bañada en alba; voracidad y magia, apetitos metafísicos. Como ese lucero que una antigua amante y yo mirábamos, o como los veleros que perseguíamos con la mirada, así es en mí el recuerdo de René del Risco Bermúdez: bocanada de eternidad, instante perpetuo en el corazón que sólo recuerda a quienes ama. Viento: luz, duradera luz y vivo lucero -alto y erguido como algunas de las muchachas que amábamos entonces- el recuerdo creciente de René del Risco -ya me dijeron que poeta y cumbanchero- se levanta luminoso e ilu¬minado como un camino que es una apertura que a su vez también es una esperanza y un destino posible. Alto lucero de ternura y madrugada j unto al mar. Frag¬mento de una constelación que flota tenue en la memo¬ria lacerada, herida e hiriente de nuestro tiempo, aroma pertinaz, agua destilada, presencia que crece en el co¬razón donde aún existe el mismo viento frío que nos hiela las palabras. Nada ha cambiado, desde entonces, en el corazón del hombre. Únicamente los colores de la ciudad, sus edificios, las vías modernas, los eleva¬dos, avenidas espaciosas por donde circulan petulan¬tes automóviles último modelo. Es el mismo tiempo, igual que sus penas y desvelos. Es aire nuestro que excede los límites, más allá de toda muerte eventual y posible, e instaura una dolorosa conciencia del tiempo y la desilusión. Y como Whitman, habla por nosotros, nos estremece revelándonos cosas que bullen en nues¬tros mundos interiores, aquéllas que llevamos dentro y, no obstante, pasan desapercibidas. El viento frío revela nuestros mundos interiores y nuestra desesperanza, la Amalgama de colores en la pelota, tribuna abierta a toda manifestación deportiva. Creíamos en la redención del hombre, en Dios sobre todas las co¬sas tanto como creemos ahora, en el hombre nuevo de que nos hablaba el Che Guevara, cuyas biografías leí¬mos en silencio pasando de mano en mano, de casa en casa mientras alguien declamaba Yanki, vuelve a tu casa de Abelardo Vicioso o el Versainograma a Santo Do¬mingo de Pablo Neruda. Y fue precisamente en esos días cuando descubrí en el librero de caoba que Raúl tenía en la habitación los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Neruda, La amada in¬móvil de Amado Nervo y algún libro de José Ángel Buesa. Estos libros constituyen mis primeras lecturas hasta que conocí a René del Risco Bermúdez, a quien había visto realizando con voz grave y donaire uno de los programas más versátiles y novedosos de la televi¬sión dominicana, Sábado de Ronda. Gracias a René, cuya muerte aún sigue doliéndome, pude romper el cerco, el muro de contención de los grupos culturales de entonces.
Luego Villa Juana viviría entre boleros y bachatas, pero sin doble sentido. Nuestro ámbito estaba lleno del Trío Los Panchos, Fernando Valadés, Felipe Pirela, Félix del Rosario y sus magos del Ritmo, El club del clan, el Bugalú, y el Pata-pata armonizaban con Mis esperanzas. Hay mar y noche suficiente /para rodear todos los muros, /para entrar, para tocar el borde los le¬chos, /para llegar a la garganta / de alguien que prefiera cantar.../ Tal vez la muerte nos hallará / en este mismo lugar como antes, / no sobre algún hom¬bro enrojecido. Nos hallará en los dinteles, /junto a las puertas, /limpiando los estantes, /preparando el amanecer, / los viajes repentinos.../ No será como aquella vez / cuando, sentada junto a mí, / tomabas las cosas de otro modo.../Ahora iremos reconociendo las esquinas, /los trabajos, /las vidrieras, /el diario caminar hacia otro tiempo.
Llama encendida, candil que parpadea, vértigo de abril y suave melancolía, René es el espejo y es, como un río subterráneo de aguas transparentes, raíz que sigue creciendo cada día, cada instante en que se pro¬duce una búsqueda interior, una mirada, una disquisición; es una voz que nos golpea y nos persi¬gue, en el ómnibus; en el taxi, en el olor a nafta, en los cinematógrafos, en las vidrieras de la calle El Conde y en los ojos de cada muchacha que pasa con jeans y espejuelos ahumados. En cada transeúnte del atarde¬cer -hora de T. S. Eliot-. Todavía, aún permanece allí, en El Sublime, -El Conde con 19 de Marzo- con cigarrillo elegantemente encendido ante una vaporosa taza de café a la hora violeta. Pues nadie, absolutamente nadie en la poesía dominicana ha adjetivado con tanto vigor y certeza como René del Risco Bermúdez, el que nos dio esa mirada interior tan necesaria, es de¬cir: nos enseñó a mirar hacia adentro de nosotros mis¬mos, a auscultamos. Nos dijo más, que los libros de historia y de sociología, lo que fuimos en ese momen¬to y nos mostró, asimismo, lo que quedó de nosotros, aquella llama triste que nos azotó un instante y que¬mó las manos de alguien, los cabellos de alguien. Miguel Alfonseca, su siamés ahora en la reencarna¬ción, nos reveló un instante de esperanza en el fragor de la guerra o después de los combates del 14 de ju¬nio, ahí vio la esperanza, pero una esperanza también frustrada como todas las cosas de este tiempo. Igual sucedería con La guerra y los cantos o con Este mar¬tes no mires al obelisco. Delicatessen y Los trajes blan¬cos han vuelto son capítulos de otra historia insertada habitualmente en una mismidad de espiral que siempre retorna como los versos de Piedra de sol que posee las solemnidades del calendario azteca en sus 584 ver¬sos como días.
Mi recuerdo de René del Risco, a tantos años de su muerte, es una llama y una nube transparente, bitá¬cora sobre la que dejo caer -como colibríes o gera¬nios- estas palabras muchas veces escritas por la pa¬sión y la gratitud. Es que él nos mostró la cara más dolorosa del tiempo, la cara irreducible de la muerte y la escisión social. Aún no cicatrizan muchas de sus heridas, aún el vaho, el mismo transeúnte esperando el mismo taxi, la llama que nos azotó un instante el cora¬zón en el auge pleno de las utopías, y hoy nosotros ya sin utopía. Entonces no existen razones para llorarlo en este nuevo aniversario luctuoso, pero sí hay mu¬chas razones para cantarlo, para recordar su poesía que siempre procuró la elevación de la condición hu¬mana. Siendo un poeta profundamente romántico y una consecuencia total de la historia, René del Risco se mantuvo siempre inmerso en la realidad aun cuando la inventara. No desdeñó del pasado ni naufragó en él. Poeta iluminadamente triste de la guerra y la postguerra, fiel a su destino más íntimo, y en su obra, en el fondo tan vivas como todas las angustias que la en¬gendraron -angustias de amor y de existencia- la muerte late aún como un inmediato fin inevitable, como obse¬sión late allí también el sueño del hombre. Porque con paciencia de hagiógrafo René se convirtió en el cronis¬ta más sincero de la postguerra, en el lugar obligado para la comprensión de esa realidad dura y difícil l, pes¬tilencia instalada en lo que no tiene nombre ni apellido, salvo la mirada humana. Y si la muerte es el fin de toda existencia, para vivir en el amor es necesario un chapu¬zón de soledad. Y es así que su muerte, mito o reali¬dad, para decirlo al modo de los poetas, no nos enmu¬dece, ni a él ni a nosotros. Siempre conversamos con él a través de su obra, siempre lo reencontramos; esa obra nos muestra un yo escondido que teníamos muti¬lado muy adentro, reprimido, y que habíamos deste¬rrado como quien desinfla pompas transparentes.


Los hombres de este tiempo, sobre todo los isle¬ños, no sabemos mirar, pero René nos mostró una mirada involutiva que deviene en pregunta sin respues¬ta y, no obstante, es un crecer hacia adentro para des¬pués proyectarnos hacia fuera. El espejo es el tiempo, el agua, la noche con sus bares enemigos, el atardecer de El Conde lleno de esbeltas muchachas como sus mismas luces de neón. En El viento frío todo sucede, en esa negación que es afirmación místico-ideológica. Allí, en el fondo de todo sedimento y de toda pregunta sin respuesta (como decía Cernuda) que es toda la obra, lo innombrable, lo irreductible, lo eterno-efímero que es el hombre, el poder de hechizo o seducción de su palabra aún imanta porque es el espejo en el que nos miramos cada día, el agua que bebemos, el aire, el cielo que contemplamos desde lejos, la estrella que miramos cuando despegamos los pies de esta tierra que es única e irrepetible. Porque El viento frío y En el barrio no hay banderas nos revelan lo que somos, lo que fuimos en esa circunstancia de historia inevitable de llanto, de revelación: pompa desinflada, religión del impío, máscara de seducción, el otro que existe a nues¬tro lado, junto a nosotros, ese que somos, esa indivi¬dualidad colectiva e insatisfecha, el yo íntimo y real que no dejamos fluir. Así es que todos, en alguna me¬dida, somos ese René del Risco que, frente al mar, se hundió en el tiempo indecible de la madrugada y, como los personajes de sus cuentos y sus poemas, dejó aquí su voz, sus cabellos, sus perfumes, sobre el filo de una madrugada obligadamente triste y sin remedio. Ese René romántico y combatiente, en lucha con sus con¬vicciones y las necesidades de un existir cuya proa no era de este mundo y que, a pesar de todas las especu¬laciones mal intencionadas o no, amaba la vida con demasiado amor como lo especifican los versos de José Ángel Valente que sirven de pórtico al único libro que publicó en vida. (Digo el único libro que publicó en vida porque he visto que, irresponsablemente, se citan dos libros que él anunció pero que no publicó. Se trata de Del júbilo a la sangre y El pino jubiloso. Quiero que alguien me muestre algún ejemplar o que, por lo menos, me cite los textos del libro anunciado. Esos libros no existen. Son libros que él soñó como esas obras en preparación que todos anunciamos). Todos, antes y después de abril, nos hemos sentido solos, traicionados vilmente, desilusionados con la vida de la que esperábamos tanto. Y tenemos cosas que no nos perdonamos y que no perdonamos. Ahora se aca¬ban aquellas palabras, / se harán ceniza del cora¬zón, /se quedarán para uno mismo...


Cuando muchos de sus compañeros huyeron de sí mismos y pretendieron buscarse lejos, muy lejos de su propio ser —en otras ideologías o misticismos-, René del Risco se encontró a sí mismo, aunque destruido y con los pies sobre un mundo que se derrumbaba cada vez que buscaba una razón, un para qué, en el aura de su tiempo, alba cruel y despiadada, que nos entregó en un puñado de páginas que, a pesar de algunos matices monocordes, tienen la virtud de ser el reflejo de todos. Whitman sin Whitman. En esas páginas late la con¬ciencia de un fracaso. Absorto ante la realidad inevita¬ble (pero transfigurable), este petromacorisano cons¬truyó el fresco más vivo y lúcido, el más doloroso, con el flujo de una angustia vallejiana y existencial¬ ideológica que manaba del desconcierto. El viento frío jamás pretendió ser el obituario de abril, tampoco el inventario ni el resumen, pero sí tenemos que encarna su elegía y el espejo de una dolorosa realidad y el río que fluía del tan trágico destino de una generación in¬molada y traicionada, cuya sangre -con el correr del tiempo- ha sido usada como pancarta para engordar cuentas bancarias. En tanto, otros -enamorados de sí mismos y de sus actitudes- prefirieron callar. El autor de Ahora que vuelvo, Tom, y Se me fue poniendo tris¬te, Andrés, asumió con honestidad esa realidad que no supimos ver pero que él nos mostró con palabras me¬morables que son, vistas desde ahora, el último diálo¬go de una época consigo misma, de la realidad con el fracaso, de la ilusión con el fracaso, del hombre, en fin, con su yo interior en la noche iluminada de pala¬bras. El hombre de nuestro tiempo vive angustiado por el enigma social que sirve de escenario a su vida. El universo de la obra de René del Risco Bermúdez, complejo y difuso -aunque, oh, paradoja, transparen¬te- no es enteramente el hombre sino un hombre espe¬cífico, el hombre dominicano inmerso en una histórica circunstancia de engaño y ostracismo. Más que abril, las circunstancias trajeron la guerra y con ella, en prin¬cipio, la esperanza y, finalmente, la frustración. La at¬mósfera es de un cielo gris, muy gris, plomizo y que¬bradizo como ciertos espejos: viento frío y terrible, tormentoso y fascinante. No es en la ausencia, sino en el desinflamiento de la utopía donde reside el aliento de sus cuentos y poemas y de sus magníficos sonetos de amor, pues contrario a Marcel Proust, René no fue a la búsqueda del tiempo perdido sino que prefirió hur¬gar en el presente inmediato de posguerra-único tiem¬po real- sobre las tibias cenizas de los muertos, las mismas ausencias, entre los escombros y la sangre derramada, tibia aún. En el presente buscó al futuro y no lo halló; de ahí surgió la duda, el dilema, la mirada escrutadora que produce el derrumbe emocional, la ausencia de respuestas y proyectos. Eso sucedió a casi la totalidad de artistas que cifraron esperanzas en el fenómeno histórico. Terminada la guerra muy pocos insistieron en el quehacer literario y con calidad prácti¬camente rasante. Y es que las ilusiones tienen alas y vuelan cuando no se les apresa bien. El tiempo, devo¬rador de seres humanos y cosas múltiples, magnificado por la poesía, a veces las devuelve pero no siempre intactas, no siempre vírgenes.


Ese país que los muchachos de abril soñaron con paroxismo sólo existe en algunas de las páginas me¬morables de don Américo Lugo y, lamentablemente tampoco existe una conciencia histórica, sino de la ba¬chata y el perico ripiao; somos, como lo advirtió el propio don Américo, un pueblo simulador y penden¬ciero, atento siempre a la vida ajena e indiferente a nues¬tra propia realidad. No hemos entendido aún que la poesía no se escribe con sentimientos ni con ideas, ni con palabras, con el trabajo constante y cons¬ciente del orfebre, el poder que a las palabras otorga el conocimiento produce la ideología, pero éstas fraca¬san, caen o terminan tarde o temprano. Todos tene¬mos sentimiento, esa es la verdad, pero no todos so¬mos artistas o poetas, no todos sabemos conjugar esas fichas que son las palabras sobre ese tablero que es el papel en blanco. El hombre que se desenvuelve en ac¬tividades distintas y antagónicas al arte tiene tanto o más sentimiento que el propio artista, pero a diferencia de éste carece de la capacidad de percepción, de cu¬riosidad para descubrir. Este hombre no es artista y por eso no revela, no dice, no transfigura la realidad en arte. Un modo de vida es un existir que es una moral y un destino inevitable.


Yo, que como los niños a veces no dudo, sino que afirmo o niego, escribo con el temblor de la emo¬ción que despierta en mí el recuerdo de aquellos años de adolescencia, cuando soñaba el poema y la posteri¬dad para adentramos en la utopía. ¡Cuánta ciudad, cuán¬tas fugacidades, cuántos amores y cuántas muchachas; cuánto vino derramado y cuánta vida profunda; cuán¬tos amores tan tibios, tan fértiles, tan vivos aún! Por eso, para René del Risco Bermúdez como para algu¬nas sectas religiosas no existen fronteras entre la vida y la muerte. Es el poeta de la desolación, aunque no a la manera de Cernuda, de las cosas abandonadas y las ilusiones perdidas -pero tampoco al modo de Pablo Neruda- ni (vaya cita) de Juan Sánchez Lamouth, pero también es la voz de la fatalidad, de lo telúrico. El viento frío es siempre, no importa el tiempo ni la dis¬tancia, la misma metáfora, la misma palabra reveladora y dolorosa que se pronuncia al levantarse o al atarde¬cer como en la medianoche. Basta haber caminado alguna vez por la calle El Conde, haber pasado por el Altar de la Patria durante el crepúsculo o haber oído, alguna vez, a Aníbal de Peña con sus himnos. Imposi¬ble entonces recordar con tristeza a René del Risco. Sólo he querido evocarlo, ya que en el árbol inexora¬ble del tiempo escribió su obra, lisa como un tatuaje sobre el mar, no sobre papel. Oigo con los ojos su palabra, su voz grave, baja, educada, dócil como piel de álamo. No existen razones para llorarlo, fue mi ami¬go y su memoria me enaltece; apostó a mí y me con¬denó al oficio. Bajo su tutela empecé a llenar cuartillas y en mi corazón su memoria es una fiesta y una cumbancha, su presencia un lucero alto y erguido en el cielo difícil de la poesía dominicana, como esas mu¬chachas que amábamos y como los amores furtivos en noches de violines y albas descreídas. Aún miro su mirada serena, inteligente, escrutadora, sus ademanes finos antes de la pregunta oportuna. Muchas veces, es cierto, lo vi ausente y con el ceño fruncido, lejos de sí mismo y de los demás, pero conversando con él mis¬mo. Es que René del Risco Bermúdez, alto momento de la poesía dominicana, escuchaba preguntando en el silencio y con la mirada honda, triste, penetrante. Y como todo gran romántico era niebla que va desha¬ciéndose con la luz solar, un gran solitario que escribió algunas de las más hermosas canciones dominicanas y que fue precoz hasta en la muerte. Solo Enriquillo Sánchez lo recuerda y lo ha leído, mientras un pigmeo supuestamente marxista aún se muere de envidia como me dijo Mateo Morrison que se murió de envidia con el éxito de Viriato Sención con Los que falsificaron la firma de Dios. Se escucha el pensador pensante en prosas e ideas que ni siquiera Ortega y Gasset sostu¬vo. Sé, que ante el cadáver de René aquella mañana en la Protectora La Altagracia de la Avenida Bolívar, la madre de René exclamo ante todos: tenía que ser así, era demasiado la envidia. Yo me pregunto, ahora, si sabrá doña América Bermúdez que aun se trata de echar lodo sobre el nombre y la memoria del mayor de sus dos hijos, el más auténtico -repito- escritor dominica¬no de la segunda mitad del siglo XX.


Como pocos escritores dominicanos Del Risco y Bermúdez desnudó en su obra todo su mundo interior, todas sus nostalgias pueblerinas y su última realiza¬ción: la muerte. Su vida fue una triste fiesta, una pre¬gunta constante, un fluir de tiempo taciturno, aunque de espíritu ordenado y puntual que amaba su soledad como todo gran artista. Pero al mirar hacia atrás, al detenerse en el tiempo, colocó su pie descalzo sobre las cenizas calientes de la pólvora de abril y la sangre en vano derramada. Su fracaso fue nuestro fracaso, pero no así sus destellos. Ahora, ahora que aún per¬fuma el recuerdo, ahora que aún se mecen en un sue¬ño el viejo puente del río y la Alameda, ahora que no sabemos si es cierta la vida o si la muerte es real, y tampoco sabemos si existen o no existen las utopías; ahora, René, ahora que el país es el mismo y el mismo viento frío toca el corazón del hombre, tantos años después, no te recuerdo, converso contigo y con tu obra. Y sólo me queda recordar aquella llama que nos azotó el corazón, mirar el mar y evocar, el pino jubilo¬so, el otoño; sólo nos queda pensar que:
Si salimos ahora
Nos iremos a un parque a recordar.

Tantos años después es éste el mismo viento frío el mismo río esta vida
Este mecedor de mimbre esta repisa
Donde guardamos las pastillas para el sueño
este viento frío azotando el corazón del hombre.

Todo -René- a excepción del verbo todo es efímero y posible.

Sólo el viento engendra eternidad, solo el alba:
Miramos el ruido del otoño
entre los árboles Aún falta ternura falta ternura aún
y el ave vuela y en las nubes viajan pasiones presentidas y geranios

Aún parpadea la llama y hacia nosotros huyen soledades.
Aún, René, el mismo insomnio quebrando los espejos del amor

en el reino del fuego y de la duda. Puedo darte ahora lo que ofreciste y lo que dejaste: el poema.

P D.
Poco tiempo después de la muerte de René del Risco, con el mínimo apoyo de Publicitaria Retho, la Agencia que su talento le permitió fundar, yo organicé un recital de poemas dedicados a él. En el afiche, pieza de antología realizada por el extinto Mellizo, yo no incluí mi nombre. Era bellísimo y me consta que mu¬chos lo conservan enmarcado. Nombres de poetas y no poetas en alto contraste deslumbrante para un reci¬tal en el aula magna de la UASD. Un atardecer, en los pasillos de la entonces hermosa Facultad de Humani¬dades, Mateo Morrison me convocó para decirme que él tenía un amigo que escribía poesía y deseaba que se le incluyera en el recital. Le pedí que me llevara a ese amigo a mi casa materna. Era Tony Raful que, con el mecenazgo intelectual de otro amigo suyo había pu¬blicado hacía pocos días un libro de poemas titulado La poesía y el tiempo. Simultáneamente, Vicky, la viu¬da de René, también me había telefoneado para decir¬me que un primo de René había escrito un par de poe¬mas cortos al otro primo, brillante y nunca mezquino, que halló la muerte frente al Restauran La Parrilla de la avenida George Washington. Era Federico Jóvine Bermúdez que, al día siguiente de la llamada de Vicky, haría su debut como poeta en mi entonces hogar ma¬terno, mi hogar de siempre. Recuerdo que Raúl, ena¬morado entonces de su hoy extinta esposa, andaba con mi madre en visita a Baní y al regresar me castigó, por supuesto que de palabras, profundamente porque, según él, yo había hecho en el sagrado hogar un baca¬nal. Le mentí. Para realzar mi orgullo con él dije que yo había hecho una tertulia y que allí estaba, presti¬giando la casa, don Pedro Mir. El, Raúl, -hombre trans¬parente y vertical como el padre Vitalio Reyes-, como admiraba tanto a don Pedro, quedó en silencio. Por supuesto que él, como mi tutor o mi padre de crianza, no quería que yo fuera escritor y mucho menos poeta, aunque a esa hora del amanecer en que yo solía buscar entre sus papeles, después que él formó hogar, hallé muchos intentos, tanto en la poesía como en la prosa y recuerdo un título: Pescando. El, en sus años dora¬dos de estudiante único y brillante en el entonces Li¬ceo Presidente Trujillo (hoy Liceo Secundario Juan Pa¬blo Duarte) aparecía en cuadros de honor que todavía hoy Ligia Amada Melo viuda Cardona recuerda con emoción y, como ha de suponerse había ganado allí algún concurso literario. Uno de los premios obteni¬dos por él consistía en un ejemplar, me parece que dedicado por el autor, de un libro de poemas titulado Alabanza de la memoria, de la autoría de ese poeta andante y viajero que es, aun con poca fortuna, Rafael Lara Cintrón. Así, con punto y coma, se lo he contado al poeta de la Generación del 48. Estoy seguro de que Raúl, tan cauto como es, tan cuidadoso, tan conserva¬dor, tan apegado a sus recuerdos conserva como una joya el ejemplar.


La Joven poesía dominicana, hija única de la lla¬mada Promoción o Generación del 60 es un simula¬cro o un modismo de por sí insuficiente e inoperante. Pues existe en ella tanta falsedad, tanta simulación, tanta ignorancia que es mejor, como en efecto, sentirse excluido.

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