martes, 17 de febrero de 2009

Ejercicio de escritura a las seis menos cuarto


(Tomado de El amor y la muerte según el poeta Matías Alcántara)



Siempre que danza una muchacha son las seis menos cuarto.
Siempre que una mujer se desnuda en Santo Domingo, en Barcelona o en Managua, en Paris o en alguna buhardilla del Norte..
Siempre habrá una muchacha ingenua, fresca, que habrá de ser como un clavo en la memoria que, con el tiempo, se va volviendo frágil.
Es una muchacha que descansa sobre los álamos del campus universitario de aquellos años terribles y que todavía siente los efectos de las lacrimógenas.
Una muchacha que ahora carga con cincuenta o sesenta años. Una muchacha que aun conserva la adolescente que fue, que ha sido, que ha de ser porque los años pasan, quedan y siempre nos llevan.
La muchacha que vi regresar con cuadernos en la mano y el bolso de Penélope lleno de lápices, cartabones y otros instrumentos geométricos con los que alguna vez ella pensó que podía descifrar el universo.
Es una muchacha con hijos ya mayores, con pasado y presente, con lágrimas descendiendo por sus mejillas.
Una muchacha con sabor a ajonjolí y guarapo.
Una muchacha que es una promesa y a nadie le importan las arrugas de su corazón ni las manchas en la piel.
Una muchacha de piernas bien torneadas y pechos firmes y abundantes.
De nalgatorio definido aunque no sepa hacia dónde va.
Una muchacha que viene a las cinco y cuarto en un viejo automóvil azul que se ve doblar por esa esquina. Llega con traje sastre y tacos altos que durante años habremos de oír mientras asciende o desciende las escaleras.
Está visiblemente cansada e insatisfecha. Hizo el amor anoche pero lo hizo sin ilusión alguna.
Esa muchacha puede llamarse Brenda, Teresa, Josefina, Massiel, Miguelina, Orfelina, etc.
Y alguna vez ha intentado leer a Carson McCullers, a Susan Sontag. Y ha sentido que la luz brilla en su pelo porque ha sido un personaje de Scott Fitzgerald sin que sea Zelda, la belleza de Alabama esquizofrénica y talentosa que murió carbonizada en un hospital psiquiátrico.
Puede ser la muchacha que, en el año 1992, vi. bailar en el precioso parque de La Alameda de la ciudad de México. O la pelirroja que me dejó su fragancia en aquel avión, un vuelo en el que todavía ocupo el mismo asiento. Ah! ¿Y la muchacha aquella vestida de rojo que una mañana en New York me regaló una sonrisa tan fragante como sus pechos?
Esa, la que en el Teatro Teresa Carreño de la bella ciudad de Caracas, Venezuela, se acercó a mí y me dijo palabras que aun estoy oyendo.
Eran las seis menos cuarto. Yo había terminado la conferencia y estaba cansado Un grupo de escritores decidimos al día siguiente alcanzar el Monte Ávila y, horas después, solo el vino o el whisky nos disminuyó el miedo cuando el jeet parecía un caballo desbocándose.
Una muchacha que vive distante y que piensa y sueña y desea una piel, un nombre, una melodía, una mano fresca que descienda por las espaldas fragantes, unos labios que hurguen en sus pechos, una mirada que la perpetúe y desentierre los sueños que tiene dormidos, las ilusiones que han muerto en esa mudez que viene de la noche de los tiempos desde que el primer hombre se quedó espiando al primer colibrí.
Un colibrí es una flor que vuela. Es un nenúfar y un mástil.
Pero jamás la muchacha será como el colibrí.
Ahora que ¡por fin!, son las seis menos cuarto, alguien llama y debo atenderle. Voy y le sonrío.
Como sucede siempre que son las seis menos cuarto.


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