martes, 4 de agosto de 2009

Las miradas fugaces (19)

Entre Managua y Villa Juana
Luna que se quiebra sobre las tinieblas
de mi soledad...

Managua es un horno y un espejo en el que se reflejan las máscaras del júbilo. Hermosas muchachas pasan sonrientes, cuerpos enfundados en esos vaqueros que bien merecen, de parte de las féminas, un monumento, porque disimulan tanto como muestran y recogen.
Ya es de noche y aun estoy en esta ciudad caliente, donde flora y fauna son únicas, y se baila y se bebe como en toda liturgia pagana; pero realmente estoy allá, en Villa Juana, el barrio donde crecí.
Recuerdo una muchacha, una cabellera y una bachata próxima que nunca me ha entusiasmado. Evoco aquellos labios y mis dedos en el bosque fragante del cabello, interrumpiendo esa mansedumbre, ahí donde la noche es bronca y el día peligroso como dijo el inmortal René del Risco Bermúdez cuando, a mis quince años, requerí su mecenazgo y él correspondió con esa sonrisa tan suya con que solía entender las cosas.
Camino por las calles estrechas donde se juega dominó y se bebe. Veo las luces débiles bajo una lluvia pertinaz y me detengo bajo algún alero. Es demasiado triste la manera en que cae esta lluvia, que aquí jamás ha cesado. Oigo los pasos de mi madre en la cocina. Se ha despertado muy temprano para preparar el desayuno, mientras tintinean los utensilios de cocina, y el aroma enloquecedor del café fresco y embriagante inunda la casa, poco antes de que empiece el programa México en la canción, porque mi amiga y excelente locutora Luisa María Martínez ya ha dado la hora y empiezan a oírse los violines del mariachi. En la Voz del Trópico siempre es ayer, y a cada instante lo compruebo.
Pero es tarde aquí. Managua es pura locura bajo la lluvia y hoy han desfilado por las céntricas calles los más hermosos ejemplares de caballería. Yo los veo, aunque realmente estoy ausente. Cruzo ahora una calle de la zona norte de mi ciudad capital. Hay pelotas de béisbol rebotando de las paredes. Hay caballitos de plástico compitiendo en el agua de los acantilados, y es que a pocas cuadras está el Perla Antillana, el memorable hipódromo de Pedrito y Dicayagua, cuya estatua es el más alto monumento ecuestre levantado a ejemplar alguno.
Todavía estamos en la pubertad o vamos entrando a una adolescencia que marcará nuestras vidas.
Somos los muchachos del barrio y aun desconocemos lo que nos guarda el destino. Somos ingenuos y parecemos pendejos.
Apenas el tiempo, si es que pasa, podrá decir o revelar esas magias que atribuimos al destino.
Este sábado es la fiesta hípica, tradición de primer orden entre los pinoleros. Me lo dice la piel. Me lo repite el viento y hasta quienes pasan bachateando. Ellos también tienen sus obsesiones, sus secretos, sus problemas íntimos. Algunos toman pastillas para conciliar el sueño, se afeitan y se sientan correctamente a la mesa. Uno es mucho, y dos es multitud, dicen.
Mientras, yo sigo aquí porque de allá nunca he salido. Sigo cantando, soñando, escribiendo, muriendo a cada instante. Vuelvo a oír la voz de mi madre y a sentir los olores de los alimentos que prepara amorosamente.
Pienso en el colibrí y en las libélulas (caballitos del diablo), en las mariposas y en los algarrobos, en las mascotas que tuve y en lo que no tuve. Y toda distancia disminuye. Es día de Reyes y amanece, me levanto y busco debajo de la cama donde, ilusionado, la noche anterior puse un recipiente con agua y un par de cigarrillos negros, y ahí está el juguete que siempre tuve, lo recojo y se lo enseño a madre. Ella me mira con esa húmeda tristeza que siempre hubo en sus ojos.
Hoy es ayer, y jamás ha pasado.
" Luna que se quiebra sobre las tinieblas
de mi soledad..."

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