viernes, 2 de enero de 2009

Susan Sontag





Las miradas fugaces (8)

Escribo en mi estudio aprovechando el asueto de las navidades. Enero ha llegado con algo de silencio, ya contamos a dos y se han producido los primeros apagones del año. Es viernes pero parece domingo, y he pasado estos días entre libros, con pocas visitas y muy pocas salidas; poco alcohol y libre de nicotina hace ya año y medio, a Dios las gracias y a la celosa vigilancia de Radhamés Alfredo, mi capullo, que en junio habrá de cumplir nueve años, el más preciado regalo que me ha hecho la vida.
Frente a mí está alta, risueña, nada enigmática y siempre grácil, Susan Sontag, aquel bombón literario que, con desmesurada arquitectura física atraía a hombres y mujeres, la conciencia del imperio como le han llamado. Me he convertido en su lector tardío, en las últimas semanas he salido como un loco a cuanta librería existe buscando sus libros; los que no he encontrado los he pedido a Barcelona abusando de la generosidad de un pariente. Me ha impresionado su lucidez, su estructura casi andrógina, la firmeza de sus conceptos y la serenidad de su escritura, en su frente aquel mechón que ha llegado a ser un símbolo. Desde entonces están sobre mi mesa de trabajo los libros de Susan Sontag, la mujer más inteligente del mundo como la definió Sartre.
En los últimos tiempos realmente he estado sumergido, además, en Carson McCullers, cuya obra ejerce en mí una fascinación singular. En principio el acontecimiento fue el encuentro con Scott Fitzgerald y El gran Gastby y A este lado del paraíso, así como de la leyenda personal que él mismo (y Zelda, su mujer) crearon y de la cual probablemente fueron víctimas.
McCullers fue una superdotada que en su corta vida dejó una obra memorable en páginas siempre humedecidas por el alcohol; Fitzgerald fue un soñador, un bohemio en el estricto sentido de la palabra premiado por la suerte; en cambio, la Sontag fue una conciencia cuya vida (incluso la interior) fue un campo de batalla aunque su rostro ni su porte así lo dieran a entender.
Los dos primeros fueron víctimas de la vida como tragedia. Scott muere alcoholizado y fracasado sin alcanzar ni los cuarenticinco mientras la McCullers, que llevaba ya muchos años en silla de ruedas, también alcoholizada, muere apenas con 50 años dejando una obra extraordinariamente singular. Esas vidas (las de Scott, Zelda y la McCullers) se parecen bastante. Susan Sontag, en cambio, muere a los 70 después de rebasar con éxito un cáncer de seno. Son norteamericanos y, de alguna manera, asumieron el vivir de manera muy particular.
El pasado domingo 28 de diciembre se cumplieron cuatro años de la muerte de Susan Sontag. Todavía estaba yo convaleciente de una seria bronquitis y aquí, en mi casa, todo era silencio. Apenas me levanté y no pude ni siquiera leer un párrafo, y mucho menos sentarme a escribir.
Hoy que contamos a 2 de enero, que es viernes y son las tres de la tarde en mi mediaisla, con un cielo espléndido y con el mejor Joan Manuel Serrat de fondo, he querido recordar a Susan Sontag, aquella bella mujer, aquel cerebro siempre en ebullición, quien dijo sí a la vida y, por sus hechos y su valentía, es reconocida como la conciencia del imperio.

No hay comentarios: