miércoles, 29 de octubre de 2008

Algo de lo que ha dicho Pedro Conde Sturla


Esto ha dicho el escritor Pedro Conde Sturla en su Memorias del Viento Frío, aparecido en el portal Cielonaranja del sociólogo Miguel D. Mena.



En primer lugar, no puede aceptarse la afirmación de que esa Joven Poesía es hija del “cedaceo de los novísimos y la desaparición en pleno de los agrupamientos” de posguerra. Esto equivale a inferir que los exponentes de la Joven Poesía decantaron y superaron los niveles de realización artística de los pioneros del 60, lo cual es falso, razonablemente falso, y falaz. En opinión de Miguel D. Mena, sociólogo y poeta, “La Joven Poesía, como grupo despresionado, instala la imagen de un no-deber-ser, de vacío, en tanto su legado como colectivo no marcó un punto trascendente con respecto a la literatura de los 60, traduciéndose sus actos a un activismo cultural despreocupado de nuevas propuestas estéticas o éticas.”[1] [2] [2]
En segundo lugar, tampoco es demostrable que la Joven Poesía constituye movimiento o escuela con suficiente personalidad para ser englobada en un aparte histórico-literario (sino más bien sociológico), y mucho menos como ejemplo de buena poesía. Lo que se entiende por Joven Poesía nunca fue más que una agrupación de amigos y “enemigos íntimos” con posiciones teóricas disímiles, enfrentadas, cuando las hubo. Nunca estuvieron de acuerdo ni –interesados- en definir una estética común. En la práctica, y en cuanto Joven Poesía, nunca lograron insertarse en un espacio poético propio.
Por otro lado, Andrés L. Mateo se resiente en su, antología, por el “juicio liquidacionista que cabalgó sobre esos textos” de la Joven Poesía “en los años setenta”, el cual era, a su entender, “extemporáneo e interesado.” [2][3] [3] En abono de la verdad hay que decir que el juicio liquidacionista se encargó de darlo la historia, quizás no con silencio, pero al menos con una indiferencia poco menos que apabullante. Tal vez haya que reprochar, en cambio, el exceso de elogios referidos a principiantes que apuntaban a más de lo que dieron.
La antología de Mateo no recoge, por cierto, la labor de poetas de un mismo universo. Reúne, sin distinción, a pioneros, poetas de choque, epígonos y experimentalistas. Por una parte discrimina y por otra incrimina. El criterio de selección es tan errático que deja fuera del molde a escritores de mayor valía que algunos de los que figuran en el texto. Pienso en Wilfredo Lozano, Rhadamés Reyes-Vázquez y Luis Manuel Ledesma (un meteoro, este último, que dejó ciertas huellas). En sentido inverso, la inclusión de José Enrique García, Soledad Álvarez y Cayo Claudio Espinal sería excusable si pertenecieran a ese ámbito. Mi idea es otra: “Persevero”, como dice José Mármol, “en distanciar de todo cuanto atiene a la poesía de posguerra a Cayo Claudio Espinal y José Enrique García, pues, aunque coetáneos, provienen de otro estilo escritural, que deriva de concepción distinta de la literatura, centrada en la preeminencia del lenguaje como problema fundamental de ésta.” [3][4] [4] Ahora bien, está claro que, si no pertenecen al dominio de la poesía de posguerra, aun menos pertenecen al dominio de la Joven Poesía. Al ámbito y dominio de la Joven Poesía pertenecen, de hecho y de derecho, Tony Raful, Mateo Morrison, Federico Jóvine Bermúdez y otros poetas de choque independientes, como el celebérrimo Candido Gerón, que no figura en la antología y lo merece. Casi todos los demás sumaron, desde temprano, a sus registros poéticos las búsquedas experimentalistas y no caben, no se corresponden, simplemente no encajan en este capítulo, por lo que deberían figurar en letra aparte.
Para peor, en los entresijos de la retórica que coloca a la Joven Poesía en un marco de calidad, también se la sugiere, sutilmente, cual depositaria del legado de los pioneros del 60. La sugerencia, desde luego, no sorprende, en boca de un integrante que es el máximo teórico y antólogo de la cofradía.
Menos, muchos menos que depositarios de esa trayectoria, los jóvenes poetas fueron usurpadores, aves de presa y ni siquiera epígonos. La escasa buena poesía de los 60 pasó por ellos, no a través de ellos. A título de gloria permanecerán, si permanecen, como punto de referencia, cultores de una poética que raramente cuajó, si acaso cuajó, en obras representativas de un momento, de una situación, una época.
Para concluir, puede decirse que, en cuanto ideología estética, la poesía sobre la pólvora representó una corriente y un dogma dominantes durante la década del 70, en la que sobrevivió a golpes de audacia, degradada, estridente, sobre los hombros de los poetas de choque, y paulatinamente empezó a ceder el paso a tendencias innovadoras experimentalistas, con las cuales ya cohabitaba. Aún a finales de los 80 mantenía el movimiento su precaria existencia, en base a publicaciones que parecían vivir fuera de la historia, cuestionadas –como se ha visto- con acritud por integrantes de la que Andrés L. Mateo ha llamado, entre cariñoso y despectivo, generación de “puñitos rosados” [4][5] [5]: Miguel D. Mena, José Mármol, esos muchachos...Es decir, los poetas de la crisis, poetas de la hora 25: los ochentistas.
Precisamente José Mármol, uno de los críticos más severos de la Joven Poesía, cierra el tema con desenfado y aspereza:
“Aquellos jóvenes poetas subyugaron la palabra a la sociedad, ignorando así la preeminencia de la lengua, que no sólo es el elemento esente del hecho poético, sino además, el verdadero fundamento de la sociedad y la cultura.”[5] [6] [6] A juicio de Mármol, “De ese yerro se obtuvo el que los poemas de posguerra se levantaran sobre una basamenta ética radicalmente perecedera; vale decir, extraliteraria y extraestética, al punto que hoy día no parecen tener autores vivos aquellos desesperados y desesperantes textos patrióticos y revolucionarios.” [6][7] [7]
Ahora bien, al margen de un depositario histórico de pacotilla como pretendió ser la Joven Poesía, la saga de abril repercutió de alguna manera en voces que mantuvieron un vínculo muy especial de continuidad en la ruptura, unión y desunión a la vez. Voces como quien dice del purgatorio, marginadas o automarginadas, en todo caso marginales, independientes. Voces que en algún momento tomaron distancia de esa experiencia poética, objetivizándola, ganando en perspectiva, observando en detalle lo que otros percibían como bulto. De este coro de voces forman parte Enriquillo Sánchez, por ejemplo, y Radhamés Reyes-Vázquez, epígonos y sepultureros, a la vez, de la poesía de la guerra y la posguerra.
Ambos poetas coinciden, mayormente, en sus divergencias. El primero es un dandy, y el segundo un bohemio, para decirlo así, eufemísticamente. Enriquillo Sánchez se separó de sus compañeros de ruta, desentendiéndose del mecenazgo de alabanzas que orquestó la Joven Poesía, y salió en pos de un más alto mecenazgo: el que correspondía a sus aspiraciones de poeta homérico. Reyes-Vázquez fue rechazado, de plano, por razones políticas, y nunca entró en el redil de la Joven Poesía, a pesar de haber presentado credenciales de poeta de choque en sus libros de iniciación. Uno y otro, sin embargo, echaron raíces en el mismo patio.
Durante cierto tiempo, el registro poético de Enriquillo Sánchez anduvo parejo (o a la saga) con el de Juan José Ayuso, trillando el sendero de las buenas intenciones, y alguna vez se malquistaron por la propiedad del título de un libro (entre “menudo para devolver” y poesía “de once varas” anduvo la cosa, nada trascendente, pero en fin...).
Posteriormente Enriquillo Sánchez se hizo de una voz propia, o por lo menos apropiada. A golpes de inteligencia, que le sobra, se fabricó una identidad literaria: eso que Plinio Chaín llamaría “señas secretas de un escritor”, el toque inconfundible, definitorio: ese decir las cosas medio en serio y en broma, un poco típico de Cortazar, su maestro.
Rápidamente se estableció como polemista, con un estilo entre vainero y burlador que es la mejor definición de su poesía y de su prosa. Alguna vez, por supuesto, leyó a Marx, sin pasión, otro maestro, del cual abominó. De Marx lo sedujo el estilo, más que la letra, en cuanto estilo venenoso y jodedor. La esencia del estilo de Enriquillo Sánchez, en cuanto estilo vainero y burlador, es un poco herencia de Marx en cuanto estilo venenoso y jodedor, mutatis mutandis.
Desde su columna “Palotes” en la extinta revista ¡Ahora!, Enriquillo Sánchez emergió en los años 70 como un “dandy” y un “policía de las letras”: así lo presenta Baeza Flores [7][8] [8]. El dandy coqueteó por algún tiempo con las ideas revolucionarias. El policía terminó por adherir al nuevo orden.
De acuerdo con el diagnóstico certero de Baeza Flores, Enriquillo Sánchez “quiere ser ‘diferente’ y para serlo subraya la ‘ligereza’, el humor”[8] [9] [9]. La boutade es su fuerte, la ocurrencia brillante, y, sobre todo, la burla, especie de macana. “La burla, este paso de ballet mental, de mente muy aguda, es un gracioso decir de Enriquillo Sánchez...”, dice Baeza Flores [9][10] [10]. Enriquillo Sánchez, en efecto, se burla de todos y de todo, aunque nunca ha aprendido a reirse de sí mismo.
En el párrafo final de su tesis universitaria, la burla remite a un juicio liquidacionista. Enriquillo Sánchez decretó la muerte de la joven poesía dominicana y de la “poesía bisoña” en general, y pidió para ellas “el tiro de gracia”[10] [11] [11] y dio las gracias. La publicación de Maguita (1976) –otro tiro de gracia-, le granjeó, por supuesto, un nicho aparte. Proclamado por Bosch poeta homérico, da por difunto un mito y crea el suyo propio.
Reyes-Vázquez, al igual que Enriquillo Sánchez, comulgó en su poesía iniciática con los temas heroicos de la época. En su primer libro, estridente desde el título, anunció El imperio del grito (1971), con el que se acreditó como poeta de choque independiente. Después cantó a la muerte, La muerte en el combate (1972), en el más dulce estilo rafulesco morrisoniano. Fueron errores de juventud, sin duda, productos de una terrible confusión de orden ético-estético. Ni el heroísmo ni la dignidad conmueven las fibras de Reyes-Vázquez. El encuentro del poeta con la auténtica materia de su poesía se produjo a partir de libros como Las memorias del deseo (1985 ) y, sobre todo, El hombre deshabitado (1987), su obra clave, su mejor biografía existencial. Aquí ya es otro el poeta, el verdadero. Ahora es el poeta que, a la manera de Proust, traduce la experiencia del pasado como función y realización de la memoria, memoria y deseo, evocación y conjuro, magia y exorcismo. Sobre esta base, el rescate o reconstrucción de las vivencias cobra vida en una atmósfera alucinante y, paradójicamente, lúcida. Igual que Enriquillo Sánchez, Reyes-Vázquez recrea las ilusiones de la década del 60 y les da cristiana sepultura. El hombre deshabitado es otro tiro de gracia, especie de epitafio, mortaja y panegírico de la poesía “bisoña”.
Epígonos y sepultureros a la vez, Enriquillo Sánchez y Rhadamés Reyes-Vázquez trascendieron y finiquitaron la poética del nuevo realismo, superando las instancias de pobreza o indigencia intelectual demostradas mil veces por los poetas de la Joven Poesía hipotecados a la poesía sobre la pólvora. En adelante, sólo habrá que esperar que las circunstancias no vuelvan a requerir de su caudal sonoro, por cierto menos caudal que sonoro en la época de la decrepitud.









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