sábado, 11 de octubre de 2008

El río y su rumor: la utopía del signo

El río y su rumor:
la utopía del signo

Agradezco en nombre de los escritores de mi país -esa única media isla en el mundo conformada por dos naciones con leyes y limitaciones, pero antagónicamente distintas- el premio que se entrega esta noche memorable a Víctor Villegas. El merece to­dos los premios de la tierra, todas las solemnidades, todas las vidas posibles. Por primera vez en la Repú­blica Dominicana los escritores jóvenes hemos encon­trado en él y en su generación, diáfanos por encima del cieno y el polumo ideológicos, una expresión fiel a la vida, al destino de su generación y de la nuestra, una autenticidad conmovedoramente humana. Yo me incli­no ante su presencia y pido para él la reverencia con la seguridad de que algún día en mi país habrá una con­ciencia despierta y lúcida en cuanto a lo que represen­ta, por sus obras y su accionar, este miembro destaca­do de lo que en la historia dominicana se registra como Generación del 48, lo que equivale a predecir el desti­no final de su obra. La poesía dominicana (o escrita por dominicanos) es la historia de una pasión y unos cuantos disidentes, pues su historia es la de una lucha constante entre el ser y el no ser, entre la realidad y el mito. Las luchas históricas con Haití, nuestro vecino más inmediato, fortalecieron nuestro sentimiento de insularidad. Emulando a Martí se puede decir que Hai­tí y Santo Domingo son alas de un mismo pájaro, pero un pájaro distinto en cada una de sus alas. Vivimos en un matrimonio sin divorcio.

Una antología de la poesía dominicana podría compararse con una visita a un museo en que hallare­mos muchos objetos que, tal vez, no produzcan en nosotros asombro desmedido y en la que, sin embar­go, habrá otras piezas que sí produzcan nuestro asom­bro, una emoción sostenida. Surgirá entonces una pre­gunta: cómo es posible no haber tenido antes conoci­mientos de la existencia de una poesía viva, fresca, rítmica. Ha sido la poesía una de las formas de inte­gramos a ese diálogo del hombre y su tragedia, por­que eso y no otra cosa es la poesía latinoamericana desde Rubén Darío hasta Vicente Huidobro y Pablo Neruda. Pero es la nuestra una poesía inédita y con un auditórium que, aunque creciente en todas sus mag­nitudes, es pequeño, pequeñísimo.
Afirmo que la historia de la poesía dominicana es la historia de una pasión y unas disidencias. La pasión es la madre absoluta de todo cuanto hacemos en el aspecto que sea y los disidentes, según dijo Albert Camus al mexicano Octavio Paz, son el honor de nuestra época. Épocas y disidencias hermanadas, una en la otra sucesivamente. Y Víctor Villegas es uno de los mayores disidentes de la poesía domini­cana. Es una de sus más significativas e importantes representaciones. Esa poesía es un río, un río que no cesa y que siempre está fluyendo a la manera del río aquel de Heráclito, único e irrepetible así como hay seres en la vida y en la muerte; aunque este río va siempre sobre la misma arena y se estalla con los mismos arrecifes y bajo las miradas de siempre. Ahí están su circunstancia y su realidad y ese, como todo río, tiene su rumor. Hace apenas unos días, era el atardecer, estábamos en la oficina profesional del se­ñor Villegas y, justo en el instante de marcharnos y después de apagar las luces, registrándose a sí mis­mo, Víctor dijo: tengo la impresión de que se me queda algo, cuidado si soy yo mismo. Me impactaron estas palabras y fueron, en gran medida, la convic­ción de que Poco tiempo después, su último libro, habría de continuar en lo sucesivo, no obstante su densidad poética y conceptual. En estas vertientes, el autor no está del todo agotado. Es fiel a la vida, como lo fue Paul Eluard. Y es que tan pronto abrimos el libro la primera pregunta que nos surge es: ¿Qué es el hombre? Hallaremos entonces unas ocho citas que le sirven de exordio y de las cuales hay cuatro, por lo menos, que hacen clara referencia a la muerte. Son versos de Quevedo y Villegas, el pariente genial que, a su modo, pudo nombrar las osas. Quevedo es pa­sión de autor, lugar común, obligado punto de en­cuentro y la muerte, como creación del hombre y del lenguaje, emana fascinante de esta obra que ha con­vertido a su autor en el poeta dominicano de mayor audiencia en estos momentos de búsquedas y cuestionamientos frente al fenómeno cultural, ante la conciencia individual de cada uno de nosotros.

Toda propuesta poética ha de estar necesariamen­te basada en postulados estéticos de carácter cósmico y deberá tener como principio la indagación epistemológica. No es, en consecuencia, la poesía un arte en decadencia como pretenden muchos. Octavio Paz, La otra voz, poesía y fin de siglo, lo demuestra con lucidez extraordinaria. En nuestro país es ahora cuando la poesía dominicana alcanza uno de sus nive­les más altos con unos cuantos textos y nombres que pueden aparecer en la más exigente antología. Por eso he asistido puntualmente a la fiesta que ha constituido la publicación de este libro de Víctor Víllegas. Fiesta de la juventud y las generaciones, fiesta del espíritu y la alucinación poética; en fin, fiesta de todos menos del Estado, y no quiero revivir aquí las viejísimas que­rellas entre el Estado y los artistas e intelectuales.
Búsqueda y descubrimiento de nosotros mismos, pregunta cardinal, diáfano e íntimo diálogo de espejos con la muerte, esa que es tiempo y estatua de sí misma desde el conflicto de las otredades, es esta obra que une las coordenadas de interrogantes ontológicas y que está escrita con las afirmaciones y negaciones que constituyen las respuestas a esas otras preguntas que a diario nos hacemos en silencio. Se adhiere a la propuesta de que el poema funda el ser. El lenguaje como ente fundador del ser, dador de vida. Cuando callo/soy sólo forma/hastío /o cosa/Nada existe. Pero el aspecto medular del discurso, su tesis (ahora que en mi país se esta hablando de escritores con o sin tesis) descansa en los siguientes versos. Más allá de la mitad del hombre /' hay palabras que emigran/ cantos que cruzan por la casa. / Hay voces que regresan como nuevas raíces / debajo de los muros / y el inmóvil / el hombre que ha muerto en su garganta / vuelve a su huella /vuelve a pensar que el tiempo / es su camisa. Aquí está la propuesta fundamental de su poética, el sentido ideológico como asunto cognoscitivo. El hombre, como la historia y las civilizaciones, es plural. El hombre mismo es palabra (y el verbo se hizo carne). El hombre es palabra, tiempo, muerte -centro de la obra-, es invención de esa misma palabra que es el hombre (muerte) y que hasta puede quemar los labios. Pues, ya se sabe, la palabra es fundación, universo, lengua viva desde un sujeto que actúa en la historia. Es el problema ya clásico de la ontología del ser, el conflicto del hombre consigo mismo. Es por eso que encontramos versos como éstos: Este hombre que olvida/ llevarse la muerte/ viaja solo/ Este cadáver que olvida /llevarse la vida / viaja solo / viaja sin la muerte verdadera. Aquí el lenguaje crea y destruye sus límites y nos recuerda otros versos, atribuidos por unos a Santa Teresa de Jesús y, por otros, a San Juan de la Cruz: Vivo sin vivir en mí /y tan alta vida espero / que muero porque no muero. El lenguaje y sus analogías constituyen la piedra de fundación de toda gran poesía. ¿Qué otra cosa es la poesía moderna sino un río que sobre sí mismo vuelve? Diálogo interior del hombre consigo mismo: fundación y destrucción sobre un mismo estadio de angustia y desesperanza. Obra ascendente en su diálogo y ruptura con libros anteriores, reinvención de una soledad enraizada en la misma realidad interior del hombre contemporáneo, poema extenso que procura un retorno hacia el origen no se sabe dónde, pero no a la manera de Milton y sus paraísos perdidos, sino en tono reflexivo y cálido desde ese universo que es la palabra.

Poco tiempo después, por estructura rítmica, es un texto para ser leído con los ojos, para expresarlo con una idea de Quevedo. Quien habla es el otro que somos, el que se oculta detrás de nuestras máscaras, porque la angustia se ha apoderado del hombre con todas sus garras y colmillos, lo ha hecho presa fácil e inescapable: es la mayor enfermedad de nuestro siglo. El dominicano Cándido Gerón ha dicho de estos ver­sos: en realidad evocan una angustia que se convierte en una reflexión filosófica que no es más que un con­movedor dramatismo interior. Llama, asimismo, al poeta Villegas monarca de la imaginación. La analogía, ma­dre de muchas poéticas, es aquí piedra de toque, pala­bra que estalla en y desde su transparencia, que se desnuda como el viento o el agua de un río en una historia plural donde la memoria, como en Cavafy, recuerda aquello que trasciende la dignidad del hombre. Nada es abstracto, todo tiene forma y medida y es tangible: acomodar mi yo en los ventanales/ una ciu­dad entra y se sienta/ Me puedo despistar,' huirme/ deshojarme caer gota a gota en la ciudad ` qué muer­do. Q ese diálogo de otredades: Todo en mi cuerpo crece,” donde temo que alguien me acompañe/ cómo podré saber quién soy /si ni siquiera en otros he vivi­do /lo que en mí no he visto y ya es recuerdo. No estamos ante una poesía poblada de orfandad con­ceptual aún en esa estructura de resonancia lírica. Todo lo contrario, a veces el concepto parece ahogar o alte­rar el ritmo del texto. Parece que para el poeta la muer­te es invención del hombre, no de Dios (o Dios es el hombre) por eso tampoco existe. Mientras más en la muerte /pienso la vida /teniendo vida y muerte /me desvive el amor / y el ser que por mí pasa / con la sombra desnuda / me endurece no ver / que no existe la muerte. No nos asombremos entonces si el diente muerde el aire y caen / vertiginosas, de espaldas, una a una /las palabras. El poeta, desde su íntima sole­dad y de su ser cansado, se pone el mundo como si fuese un pantalón, una camisa. Por eso la pregunta: ¿el hombre es todavía? Después, en Yo dialogo con al­guien expresa: Yo dialogo con alguien / que delante de mí empuja / las palabras y las lleva adelante... Esto estaba anticipado en Ayer es hoy pensando: Entro a este signo con los brazos entrecruzados i y no es la muerte. Es un signo donde cada día es el último.

Víctor Villegas, como todos los integrantes de la Generación del 48, a la que pertenece por afinidad y circunstancia histórica, es un río que fluye, que no cesa, que va y vuelve sobre sí mismo, pero todo río tiene su diáspora, produce su rumor, rumor que fluye diáfano o turbio en ritmos largos y danzantes y, como César Vallejo, con quien la obra del dominicano tiene sus deudas desde su libro Botella al mar 72, el tiempo existe en la medida en que el poeta, dador de faculta­des, suele inventarlo o cree destruirlo, desde el lengua­je. Todo es forma, forma que duda, piensa, sueña, es­cribe, forma: Que forma que se encuentra /se extra­vía i se consume hacia adentro el ser que habita... No termina en sí misma la palabra. Punto inicial en todo el significante de esta obra de increíble unidad temático-lingüística sin que por ello se convierta en monocorde. Acércate total a la invisible / vibración de lo creado. Adquiere fuerza el texto cuando se utiliza el imperativo: no dar solas las cosas / o darlas de memoria/ en vez de impuras / o mal acompañadas,' densa solo las cosas / cuando ya estén descalzas. Su autenticidad es avasallante, su poética: Las palabras,' al tacto como todo ser despierto 1 a mi alrededor,' ya habían sido dichas /al mismo tiempo / en algún lugar distante...

Busqué el lugar / la voz que es mi otro espejo/en la garganta !y sólo encontré mis palabras /de regre­so del tacto /el viento / del ser que me rodea. Somos, dentro de su visión del hombre como totalidad cósmi­ca, imagen de no se sabe qué realidad.

Milán Kundera, en La modernidad siempre a prueba escribió que si hemos de creer a Heggel, no hay edad ni civilización que sea capaz de identificarse conceptualmente a sí misma. Y Octavio Paz, siempre Octavio Paz: las civilizaciones atraídas por la muerte se enamoran, por compensación, de la forma y erigen hermosos mausoleos que son templos vacíos. Tem­plos a la negación. No se extrañe nadie, ahora, si digo que este Víctor Villegas que hoy presentamos, por el rigor de su obra, por sus pasiones y por su carácter eminentemente juvenil, corresponde a la más reciente promoción de escritores dominicanos. Es, en su rigor, de los más jóvenes y actuales y apasionantes. Es poeta de estos noventa y no de los símbolos que posee el pueblo dominicano. Como en pocos, su obra y su calidad humana van de la mano, siempre unidas en esta totalidad que es. Y se ha convertido en el apreciado enlace entre las generaciones literarias de nuestra histo­ria. Es, finalmente, el poeta dominicano de estos tiempos que tiene mayor audiencia entre la juventud, muy por encima de muchos nombres, incluso internaciona­les, que en lugar de ser afirmaciones son más bien interrogantes. Muchas gracias y buenas noches.
Palabras pronunciadas en Caracas, Venezuela, el 12 de abril de 1991, en ocasión de la entrega del Premio Medalla al Mérito Literario Latinoamericano al poeta Victor Villegas y con motivo de la puesta en circulación de su libro Poco tiempo después. El acto fue organizado por la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Escritores Inc

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