sábado, 18 de octubre de 2008


Juan Bosch, el ejemplo


Los años duros, demasiado duros. Década del 70, primer lustro. Un nombre. Una obra. Una calle. Una casa, un segundo piso, pero más que todo un prestigio, una capacidad, un orgullo nacional. Allí en lo alto de la César Nicolás Penson, casi frente ala Embajada Norteamericana, esta­ban las oficinas y la residencia del más ilustre de los dominicanos, Juan Bosch. El nacionalista, el único polí­tico dominicano que ha tratado de enseñar a este pue­blo, el de las manos limpias y el corazón honrado que siempre ha creído en la verdad y la moral del hombre. Un escritor amigo mío, Rafael Leiva Vivas, entonces Embajador de Honduras en nuestro país, una noche me pidió que, por favor, le hiciera una cita con el ex presi­dente que había sido derrocado a los siete meses en un golpe de Estado que sería fatal para la República. No recuerdo ahora de quién me auxilié para conseguir la cita, pero recuerdo con exactitud que el Embajador y yo llegamos solos y discretamente y fuimos recibidos por un hombre, visiblemente armado, que después me en­teré era el padre de mi también amigo Alonso Cuevas, exitoso y talentoso artistas a quien me une una seria amistad desde los primeros años de la adolescencia. Nos recibió en su estudio y, mientras conversábamos, un hombre de estatura mediana vigilaba disimuladamente cada uno de nuestros movimientos. Don Juan, pidiendo permiso, llamó a Chicha, que era como le llamaban a su doméstica de entonces, y al ver que ella no llegaba él mismo sacó dos Coca-cola de un huacal que había en un rincón y, sin hielo, brindó junto a nosotros antes de empezar a hablar sin nostal­gia de las causas que originaron los acontecimientos de la madrugada del 25 de septiembre del año 1963. Vestía chacabana blanca y era dueño de toda la ecua­nimidad posible cuando, refiriéndose a la creación del Partido de la Liberación Dominicana, nos dijo que real­mente ya él no aguantaba más la situación del PRD, que estaba cansado de acostarse en horas de la ma­drugada sin lograr convencer a sus acólitos de enton­ces sobre la necesidad de retomar el curso moral que había existido en la organización y que, según él, ya estaba del todo perdido. Se quejó, más de una vez, de la ignorancia que afirmaba primaba en los principales dirigentes hasta que se vio obligado a tomar una deter­minación que aun sentía dolorosa, como todo parto.


De ese encuentro creció la admiración, el respeto. Luego, durante sucesivos encuentros en otros lugares, fuimos viéndonos, tratándonos en lo posible y pienso que él me miraba con desconfianza debido a la falsa propaganda de derechista que se dieron la tarea de hacerme algunos compañeros de la joven poesía. Sí. Los mismos que hoy elogian. Los mismos que hoy escriben y hablan y joden como si nada, pero la me­moria no olvida y no quiere decir esto que sea un hom­bre rencoroso. Jamás. El rencor no permite ser libre, mantiene ataduras terribles y en mi corazón no hay es­pacio para ese tipo de sentimientos. Pero como creo haber dicho, nuestros recuerdos y nuestras nostalgias son de las pocas cosas que nunca podrán robarnos. Las actitudes terribles han quedado atrás y, ya aproxi­mándose uno al medio siglo, no vale la pena sacar con­clusiones; aun ahí están, como documentos del diario suceder, los periódicos, las revistas, los artículos de opinión y de difamación que no nos dejan mentir.


Con el paso del tiempo las cosas fueron cambiando hasta que un día, creo que en la oficina local de los derechos humanos, un grupo de poetas leíamos nuestros trabajos no recuerdo con qué motivo. Don Juan estaba allí, como un lucero alto de dignidad –y lucidez presidía la mesa. Leí mis Nocturnos de Villa Juana e inmediatamente concluí el profesor Bosch me llamó, me pidió ver el texto que yo había leído, lo examinó durante un tiempo en que la lectura permaneció suspendida y entonces me pidió que, lo más rápido posible, le enviara una copia a su oficina. No sé con qué intención me solicitó la copia, pero lo cierto es que al día siguiente le envíe esa copia encuadernada y firmada y, en un gesto que era normal para conmigo, el poeta Mateo Morrison decidió dedicarme por completo el Suplemento Cultural Aquí!, entonces medio de circulación masiva del periódico La Noticia. Conmigo, Mateo siempre fue generoso, las puertas que otros trataban de cerrarme él me las abría con gallardía. Gran parte de mi obra poética de esos tiempos fue publicada de manera destacada en ese suplemento y en los sucesivos suplementos del Listín Diario desde Auditorium hasta Artes y Letras y el más reciente, Ventana. Esa falsa propaganda en el aspecto político hizo que, voluntariamente, me excluyera, me encerrara en mi casa a estudiar y a escribir hasta el punto que aun al día de hoy es muy difícil que se me vea en tertulias o en bares donde los escritores son asiduos. Dios libre...


Realmente, mis relaciones con Juan Bosch se in­tensificaron en la década del 80 y cuando en la presti­giosa tertulia de Natacha Sánchez, a intención de Miguel Cocco, leí mí entonces poema inédito El hombre deshabitado, surgió una verdadera comunicación con el profesor Bosch. Fue en esos tiempos cuando estan­do en el hermoso patio de la residencia del publicista Freddy Ortiz, se me ocurrió proponerle grabar algu­nos cuentos de Juan Bosch. Freddy, hombre de finísi­mo olfato y nuestro mejor lector de poesía indudable­mente, se entusiasmó y yo le dije que sí, que podía­mos comenzar el proyecto porque yo conseguiría la autorización del eminente político y hombre de letras. Así fue. Me recibió al día siguiente a las seis en punto de la tarde. Le expuse el proyecto y aprobó inmediata­mente. Así fue como a partir de ese momento Freddy Ortiz y yo empezamos a trabajar en los estudios de grabación hasta bien entrada la madrugada. Grabamos los cuentos, todos magníficamente narrados por Ortiz, y aprovechamos coincidencialmente las bodas de oro de don Juan y doña Carmen y, dentro de la semana de festejos, los pusimos a circular en el programa Punto Final de Freddy Beras Goico y con la asistencia emo­cionada de su autor que no se cansaba de destacar la vida que entendía dábamos a sus trabajos. Ya se le había escamoteado el triunfo electoral de las eleccio­nes de 1990. El hecho estaba reciente y Bosch, como es natural, permanecía con sus ánimos bajos. Después he seguido viéndolo, incluso hasta que me integré a la campaña electoral del doctor Leonel Fernández en gran­des caminatas que me servían, además, de ejercicios físicos. Pero ya Juan Bosch no es el mismo. Nonage­nario, el dominicano famoso por su memoria de ele­fante se ha visto proscrito por causas propias de su edad. Pero los dominicanos tenemos en él el ejemplo que ha sido su vida, su obra, sus hechos, sus múltiples lecciones a distintas generaciones. Es la excepción que nos enaltece.

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