sábado, 18 de octubre de 2008

Las noches bohemias y las tardes apacibles

Las noches bohemias
y las tardes apacibles
de Antonio Fernández Spencer


Yo lo conocí. Lo conocí en esos mundos nocturnos -sus mundos- cuando la pasión -etílica o no­va trazando rutas. Recién llegado desde un dorado exilio como Embajador Extraordinario y Plenipotenciaro en Uruguay, después de un accidente o suceso lamentable, nos encontramos en soledades. Soledades que, en el crepúsculo de la tarde (no así el de la mañana) producen confesiones mutuas entre los contertulios. ¿Escenario? Calle José Reyes -entre El Conde y Las Mercedes- la Respetable Logia Cuna de América. ¿Año? 1973 ó 1974. Creo que sí. Pues, a veces, hay en la vida momentos en que, más que la realidad, es más valiosa la ilusión porque prettendimos que el hombre -dice Ortega- antes que materia es ilusión.

Fui su contertulio, su cómplice, y muchas veces, antes de entrar a la humilde vivienda que habitaba j unto a Nurys, allá en la Villa Juana de entonces, en la calle Américo Lugo, frente al Cementerio Nacional, una casa en cuyo patio existían, desconociendo al magnífico escritor, chulos, maipiolas y prostitutas, usureros, bugarrones, homosexuales y taberneros full times, me susurró algunas cosas. Villa Juana es mi barrio, lo conozco bien.

Sólo Manuel Núñez y yo conocemos aquellos abismos de la Villa Juana de entonces, más nadie que no fuera Leonel Fernández Reyna, tan cercano como distante al espectáculo de esas noches, es testigo. Parece que Manuel Núñez ya no se acuerda. Aún así sólo nosotros soñamos en aquellos callejones. Sólo nosotros dudamos y presentimos una muerte prematura a manos de Macorís, Tony el Pelú o cualquier otro miembro de la funesta banda colorá. René del Risco me lo advirtió con mirada escrutadora. Me lo repitió y yo, ingenuo muchacho de aquel tiempo y nieto primero criado por abuela, también lo presentí. Jamás hablamos desde cómodas poltronas ni recintos pseudo izquierdistas ni en el aire acondicionado facturado a ese pobre pueblo ignorante que regularmente paga las consecuencias de todas las deficiencias de nuestros gobiernos tradicionales.

Una cosa, como expresa el pueblo, es con guitarra y otra con violín. En eso estamos suficientemente claros. Y, allá en el otro mundo, no sé ni me interesa saber cuáles son las razones por las que los excluidos de sí mismos, los normales a la manera del poema de Roberto Fernández Retamar, buscan desesperadamente la noche y sus laberintos. Tal vez es la noche el único espacio en el que se abre una esperanza o es propicia al desencuentro que, a su intimísima vez, es encuentro tan fuerte como la cadena perpetua que sin darnos cuenta nos anuda en asuntos de amor.

La vida de Antonio Fernández Spencer, aquí, en España o cualquier otro lugar de la tierra, fue una fiesta de apaga y vámonos y sólo los que con él compartimos el alcohol nocturno frente al mar podemos afirmar que su existir, ahora distante y esclarecedor, fue una parranda en la que leímos con fervor aquello de todas mis cartas mentirosas quémalas /parto en la nave de la muerte / basta seguir sus velas para saber también / que la mañana existe sobre un gladiolo sombrío. De mirada profunda y escudriñante, cuando estaba bajo los efectos del alcohol adquiría, muchas veces, mayor lucidez de lo común y sus juicios eran dignos de ser grabados o anotados en el instante. Seguro que de intentarlo, él diría, con su dicción perfecta que cada vez lo hacía mejor. Antes de morir escribió: La muerte viene, sí, con resplandores, con el hueso del hombre de la esquina; trae las discusiones del periódico, la política/y el nudo aquel del vino / que ahogaba, a voces, el gendarme. Y más adelante remachó: La muerte está de fiesta en la taberna, / donde quema gitanos, donde bebe un coñac extraño, /extraño, /donde se toca el beso y la palabra... La muerte está en pie, conversa con el hombre, / lo sostiene, le da el sentido de las cosas...

Este humanista, hondo y brillante y que se sobrevivió a sí mismo, buscó y encontró la poesía en los veleros, las albas y los atardeceres, sucumbió con su obra a su destino. Muchas de mis lecturas se las debo a él que ha sido, junto Rueda, el maestro mayor que me ha deparado el destino en estos asuntos de literatura. Inculcó en mí su misma pasión, los mismos poetas, los mismos pintores, en fin, una parte significativa de lo que hoy conozco se lo debo a él que, ya en la senectud, andaba por El Conde-chacabana blanca y maletín en mano- como uno más entre los mortales. Solamente un peso pluma de la literatura puede regatearle méritos, un amateur, un resentido como El Santo Cachón.

Ya lo dijo Rubén Darío: Dichoso el árbol que es apenas sensitivo y más la piedra dura, porque esa ya no siente...

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