miércoles, 29 de octubre de 2008


El presente trabajo aparece en la red sin firma.
Se reproduce aquí un fragmento concerniente
a la obra de Radhamés Reyes-Vásquez


III. Del rock al bolero: popurrí de voces de compra y venta


La muerte de Trujillo, como la Guerra de Abril(30), son acontecimientos demarcadores que irradian sus peculiaridades más allá del marco histórico que los contiene. Consecuencia de la guerra civil de abril de 1965 es la segunda intervención militar norteamericana en su dantesco dualismo del Yankee Go Home, a la eventualidad de Give me one latica. Es, en otro plano, Elvis Presley, Bob Dylan y Jimy Hendrix y el primer gran éxodo hacia los Estados Unidos debidamente planificado por el Departamento de Estado para evitar otra Cuba. Frente a ese temor, Puerto Rico fue convertido en la tacita de oro que mostrara las bonanzas del imperio y el óptimo nivel de vida made in USA. De ahí en adelante se hizo sentir en la sociedad dominicana la guerra fría. Parte de la juventud no comprometida emprendió el camino hacia el Norte haciendo dialogar las dos orillas del Atlántico. Diálogo simple y familiar, prime­ro; comercial, sórdido y luminoso, después. Operación de ida y vuelta que al cabo de los años, iría creando ídolos y sedimentando un gusto de resonancia ecuménica. En esa labor pionera sobresale un grupo de locos por la música (Tony Jansen, Carlos Francisco Elías, José Enrique Trinidad, René Alfonso, Miñín Soto, Federico Astwood y el pintor Geo Ripley), que facilitaron micrófonos conocimientos y en la divulgación de novedades del jazz, el rock y el bossa nova.
La radio prestó sus ondas y fue la música convergencia: liberación, subversión y arrebato desde otra perspectiva opuesta al marxismo que nunca entendió liberación y arrebato como fuerzas que desatara el corazón sobre la conciencia. Vivir la música era ser moderno y decir modernidad era reflejar todo el mundo que lo envolvía: amor libre, drogas, música y libertad individual para rehacer el mundo y crear las obras que lo hicie­ran habitable, "en disfrute con Dios y la naturaleza". Muy pocos de los poetas se aven­turaron a matrimoniar música y poesía de acuerdo a una tendencia de la época que trató de ganar para ésta última, una vía más expedita y atractiva de comunicación con el pueblo. Los primeros en trillar ese camino fueron los poetas de la primera hornada sesentista: René del Risco y Bermúdez y Juan José Ayuso quienes abren los canales del pentagrama musical, que cierran, en lo estrictamente poético, Enriquillo Sánchez, Radhamés Reyes Vásquez y Adrián Javier en un extremo de la balanza rock/bolero. Poetas que surgen en momentos diferentes unidos en la búsqueda de una expresión ci­tadina. Igual distancia (cronológicamente hablando), supone ya intermitencia y discon­tinuidad; su marginalidad de "cambio y fuera" que incidiría, de manera significativa, en una parte de los nuevos poetas, abanderados del otro "evangelio" que generan las ca­lles donde se articula el caos urbano en un intranquilo pastiche.
Si bien en la oficialidad la generación del 80 se aposenta una retórica trascenden­talista (ontológica y metafísica), en los poetas de la crisis se registra la menudencia de un espacio mutante en el que la experiencia personal se abre a un legado metropolita­no común, moldeable para las sorpresas de la oralidad y el coloquio. Manuel García Cartagena, poeta y novelista, ha iniciado una obra híbrida verdaderamente atractiva, en la que alterna el mundo del rock, el budismo zen y la preocupación por el lenguaje, situándose a la cabeza de esta desafíante tendencia. Harina del mismo costal es la obra cuasí clandestina de Martha Rivera. Publicada fragmentariamente en folletos de peque­ñas tiradas y suplementos literarios, la poesía de Martha es la expresión más fresca y novedosa de la literatura dominicana escrita por mujeres. Algún poeta sexista ha dicho que "la Rivera escribe con braguetas". Lo cierto es que sus poemas se alojan en esa zo­na del espíritu que atormenta la conciencia y nos hace cuestionar oxidados convencio­nalismos. Otra voz: Miguel D'Mena, es una sensibilidad cultural que vibra con la poesía, la música y el cambiante urbanismo de la Era balaguerista. Su poesía, no muy conoci­da, nos parece prolongar sus ensayos porque ambas expresiones están atravesadas por idéntica inquietud: la ciudad y su movimiento underground de sol y luna.
La otra cara de la moneda (en verdad, la primera cara), la dan Enriquillo Sánchez y Rhadamés Reyes Vásquez: los dos metidos "hasta la tambora" en la vorágine del filin y en la remembranza del loco amor con una dicción del aquelarre callejero nocturno y una parafernalia festiva que remeda el cancionero. Enriquillo es añoranza y malabares. Radhamés: vehemencia y presente de un requiebro atormentado; Enriquillo es la eróti­ca de una poesía que acciona la pluralidad del lenguaje; Reyes Vásquez: del sentimien­to la corazonada, en lo que tiene esta poesía de pasíón, desquiciamiento y certeza. Entre uno y el otro Adrián Javier suma su voz al coro y continúa uno de los caminos que personaliza Enriquillo Sánchez en su Escritorio marino.
(30) 1965: el deslinde. La juventud, identificada con la guerra o en rechazo de ésta, se impuso la tarea de recomponer el tablero de su propia estrategia. Muchos abandonaron la lucha, frustrados o traicionados. Otros decidieron emigrar, presos de temor por la inestabilidad política, hacia los Estados Unidos. Dos caras presentan los emigrados: aquellos que vieron en los Estados Unidos la oportunidad de cambiar su fortuna y quienes aprovecharon los bienes que la sociedad norteameri­cana les permitió acumular para fortalecer el proyecto político que los separo del lar nativo. Unos y otros constituyen la base de la enorme comunidad dominicana en Norte América.

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