sábado, 18 de octubre de 2008


Leonel Fernández
o la danza del tiempo



Distantes permanecen, aunque vivos y parpadeantes en algún lugar de la memoria o del rocío, aquellos días tan fértiles, tan tenues, tan frágiles, tan delicadamente tristes en que nuestra juventud, como un astro diáfano y magnífico, presidía un mundo en el que confluían libros, asombros y muchachas gráciles y cuadernos en los que escribíamos, casi sin darnos cuenta, los nombres del amor y el deseo: lo que la memoria iría guardando como un tesoro antiguo. Era la pubertad con sus caballitos de madera y su olor a crisantemos y claveles apresados en las cartas de amor impronunciable, en los secretos compartidos en las tardes de matinée en el cine El Cometa, las bachatas en los calurosos atardeceres de La cochera y el recuerdo indecible de Rafael Encarnación descendiendo, calma­do como era, la calle 23 hasta su casa de la profesor Amiama Gómez y, pocos días después, -ah, ironía del destino!- el autor e intérprete de Pena de hombre y Castigo de amor con traje gris e irreconocible en el ataúd. Nuestras vidas entonces, transcurrían entre can­ciones de Los Beatles, noticias de Vietnam, el rostro y el cuerpo de Raquel Welch, Las aventuras de Rin Tintín, Benitín y Eneas, Cazán el cazador, Los Tres Villalobos, las escandalosas minifaldas de algunas mu­chachas y el bikini no menos escandaloso. También transcurrían las cosas con canciones de Massiel o Monna Bell y la memorable Nathalie de Gilbert Becaud que interpretaban los Hermanos Arriagada y que en mi casa se alternaba con Momentos íntimos con Roberto Yanés y La serenata del siglo de Marco Antonio Muñiz y la Rondalla Tapatía.


Afirmo que mí generación, fiel a sí misma y vivía con los pies en la pólvora aún caliente de la guerra de abril, sobre los muertos húmedos y recien­tes, bajo el ruido de los helicópteros homicidas, que­mándose las manos porque leía en la clandestinidad el penodiquito de la Línea Roja de 1 J4 y del Movimiento Popular Dominicano. Villa Juana era entonces un barrio humilde y sano, nuestros únicos vicios eran el de­porte, la lectura, las fiestas familiares para bailar en un mosaico los boleros de Tito Rodríguez, el mensajero del amor, en la casa vecina o en el asfalto crudisimo y caliente del Club Mauricio Báez en ciernes entonces o con el trasfondo de José Manuel calderón y Quema esas cartas donde yo he grabado, solo y enfermo mi desgracia atroz o Luna, dime tú si ella me quiere como yo la quiero a ella, los viajes en grupos al Orato­rio don Bosco, la escuela Nicaragua o República Do­minicana, el Colegio Cristóbal Colón o el mismo Don Bosco, mientras en el Liceo Secundario Juan Pablo Duarte se incendiaban numerosos neumáticos porque había que apoyar la lucha del Medio millón para la UASD. Eran, además, los tiempos en que los herma­nos Jesús, Mateo y Felipe Rojas Alou constelaban el campus profundo de los Gigantes de San Francisco escribiendo una historia única en las Grandes Ligas, lo mismo Julián Javier y Pedro González, mientras Juan Marichal era el astro que iluminaba el montículo, susto y miedo de los bateadores. Eran, asimismo, los tiem­pos en que sobre la arena del antiguo Perla Antillana Pedrito y Felo Flores, dos ejemplares igualmente me­morables, construían a su modo la historia del hipismo y en el Estadio Quisqueya más de veinticinco mil faná­ticos pagaban sus entradas para ver los encuentros pro­tagonizados por Guayubín Olivo y Juan Marichal, Pe­dro Borbón y Chichi Olivo, y las atrapadas de Antulio Martínez o las chepas de Garabato Sakie que el catcher escarlata, Federico Velásquez, celebraba con ironía. Esperábamos entonces el séptimo inning para entrar de chivo al play y nos dividíamos entre Liceístas y Escogidistas. Pero en la puerta de la carnicería de su padre, poco después de mi antigua casa, el hoy mun­dialmente famoso Julio Sabala (Saldaña para nosotros) se las pasaba imitando a Sandro, el muchacho de Amé­rica, y enfrente, El Añonaíto Luis Segura mataba el aburrimiento y los mosquitos de esas noches compo­niendo sus bachatas. A Julito Sabala el destino le ha clavado más de mil voces en el pecho como maripo­sas o colibríes. Aprendimos de Ortega que siempre una ilusión es más fecunda que un deber.


En esa Villa Juana los que no maroteábamos por Matahambre, por allá por la Universidad, éramos ni­ños de ventana que teníamos, como los astros claros del deseo, capacidad de asombro y aptitudes para la utopía. Y leíamos El Caribe con su página cultural y, la Revista Ahora! Y escuchábamos El informador policiaco con el suceso de hoy del inolvidable Rodriguito. Vivíamos llenos de sueños, nos creíamos llenos de eternidades porque la luna era puntual en nuestro cielo sin polumo. Nuestro astro guía era el futuro, la palabra, Mis noches sin ti de Vicentico Valdez, Blanca Rosa Gil, la muñequita que canta, la temperamental Olga Guillot y aquel Niní Cáffaro que encabezaba un grupo integra­do por Francis Santana, Luis Newman, Luchy Vicioso y Horacio Pichardo, entre otros, apadrinados por Ra­fael Solano en La hora del moro o con Babín Echavarría en La taberna de Babín. Es que éramos habitantes del sueño y la esperanza, creímos en lo po­sible y en lo imposible y abrimos nuestras vidas a una gama de posibilidades, porque esperábamos el cum­pleaños de algunas de las muchachas del barrio para bailar, bajo luz de bombillo de 75 bujías, aquello que nos dice que el pañuelo que dejaste aquella noche fue testigo de momentos de locura... Aunque eran los tiempos de la Banda Colorá que Orlando Martínez cas­tigaba fuertemente desde su columna Microscopio del periódico El Nacional, nunca ninguno de nosotros supo de violaciones sexuales, de atracos a mano armada o a mano limpia. Desconocíamos deslealtades y a pesar de que el hombre había puesto pie en la luna, nuestros amores de entonces -hoy piedras vivas del deseo­ eran quimeras y fugacidades eternas, miradas furtivas y flores guardadas celosamente entre las páginas de algún libro. Allá jugábamos, allá soñábamos y en La cochera nos arrullaba una voz que con paso del tiem­po sería mimada en muchos escenarios de aquí y de allá. Era Momi. Era Ramoncito Sepúlveda que, con su salto a la fama, se convirtió en Fausto Rey, en El Niche, el amigo, el hermano a quien he visto llorar algunas veces recordando sus días de esplendor.


He hablado de Villa Juana, no ésta sino la otra, la virgen, la no corrompida, la que tenemos de orgullo y crece en nuestros corazones porque es el espejo más fiel de nuestras vidas. Porque ésta, la Villa Juana de ahora, llena de colmadones y tecatos que carecen de sueños porque se sienten condenados a ser como son no sabiendo que por encima del destino existe la vo­luntad sagrada de Dios, la voluntad del hombre, la fe que mueve montañas. Carecen de eternidades, no han sabido copiarlas en el cielo estrellado de las noches; carecen de asombro y van convirtiéndose en sabandi­jas de papel. En ostras, en falsificaciones de sí mis­mos. He hablado, decía, de aquel Villa Juana, donde nació una generación de jóvenes que ha vivido en trans­parencia total como Leonel Fernández en la coheren­cia de unas vidas que, como las que reseña Jorge Manrique, son los ríos que van a dar a la mar. Esta Villa Juana, la de ahora, no la nuestra, está llena de prostíbulos y seres alucinados y, sin embargo, era como un vuelo de gaviotas sobre el mar durante el atardecer del día primero de la vida. En ella, saliendo como Dios de algún rincón de la vida, yo recuerdo a Leonel Fernández -discreto y apuesto y bien recortado ­emergiendo de las cercanías del Nuevo Ventorro, el negocio de los negros-bemba como decíamos de muchachos, allá en la calle 23 con Francisco Villaespesa, sonriente, parco pero firme, de pocas palabras y cor­tés con su chacabana impecablemente blanca y siem­pre sus libros en las manos. Aparecía como un duen­de caballeroso y cordial mientras en la acera de la casa escuchábamos Tribuna Democrática o el Romance Campesino de Macario y Felipa, cuando no El Santo Rosario. Leonel dejaba caer unas palabras y caminaba sonriente -si era de tarde- hacia la avenida Máximo Gómez para tomar el vehículo -probablemente una guagua azul- que lo conduciría hasta la Universidad Autónoma.


Con estas memorias de Villa Juana, muestro el in­negable cordón umbilical que ni el tiempo ni los cam­bios bruscos de épocas y hombres han podido trans­formar. Ese tiempo vive, existe congelado en la memo­ria colectiva de mi generación. Porque a nadie le pue­den arrebatar nostalgias ni recuerdos, son de las pocas cosas que no podrán robarnos. A nadie se le puede arrebatar la vida intensamente vivida, eso muere con uno, junto a uno. Nuestras vidas están construidas con la trama de nuestros sueños que son los sueños de nuestra generación, que es también la generación de Leonel Fernández. Una generación que oía los discur­sos de Juan Bosch desde el exilio y las transmisiones de la Cabalgata deportiva Guillete y que bailó twist y vivió a Chubby Cheker.


Estas aulas, donde quedaron mis pasos de ado­lescente y mis primeros amores, donde tantas y tantas veces vi. sonreír y miré los ojos de la mujer que se ama, donde mostré orgulloso mis primeras páginas y tantas, pero tantas veces toqué el cuerpo amado entonces, se abren jubilosas para recibir al doctor Leonel Fernández. Pero este Leonel que hoy comparece ante nosotros, humilde y sobrio, viene con los mismos sueños, con los sueños de una generación como la nuestra que aprendió de Ortega y Gasset que un individuo, como un pueblo, queda más exactamente definido por sus ideales que por sus realidades, ya que lo único verda­deramente suyo son sus nostalgias, sus dudas, sus quimeras. Viene con una visión del porvenir más ma­dura y certera y un fluir de pueblos y multitudes que le aplauden le aclaman como la última esperanza. Esa Vi­lla Juana ya no existe, pero quedamos nosotros -la llama y la ceniza-. Para mí que pienso que cada amor es un milagro igual que cada día que se vive intensa­mente y, por qué no, cada noche como esta en que, como de un cofre, extraemos prendas preciosas de nuestras intimidades y recordamos utopías, porque sabemos que la vida no es este afán de insomnios ni este decrecer en sombras y penurias, y sobre un pre­sente de soledades y ausencias queremos construir el futuro, es motivo de satisfacción y orgullo dejarles, jóvenes amigos y jóvenes estudiantes, con un hombre a quien conozco desde las otredades, la quimera y el navío: Leonel Fernández.
Palabras pronunciadasd poara presentar al Dr. Leonel Fernández Reyna en el antiguo Colegio Francisco Domínguez Charro de santo Domingo en el mes dce noviembre de 1994.

No hay comentarios: