sábado, 18 de octubre de 2008

El destino no siempre fértil

El destino no siempre fértil
de Luis Alfredo Torres

Como el día, los seres humanos, y por con­secuencia los poetas, tienen alba y ocaso, mediodía y medianoche. Pero hay poetas plurales en su voz y en su modo de existir y escribir que es una manera de ver la vida y asumirla.

En la vida y en la obra de Luis Alfredo Torres se dieron todos los tiempos, desde el presente más luminoso hasta el más oscuro pretérito. Todas las personalidades desde el joven que escribía sus poemas en una habitación de Los Ángeles, California, hasta el des­valido alcohólico que merodeaba desde la luz solar de El Conde hasta los más promiscuos patios de la Benito González o las más oscuras y deprimentes habita­ciones del Capitolio. En todas sus instancias fue poeta, y buen poeta, un poco a la manera de Juan Sánchez Lamouth. Son, junto a Ramón Pacay Polanco, los más grandes poetas malditos que ha dado el país en toda su historia sin excluir a Manuel Luna Vázquez ni a Ra­món Cifré Navarro.

A su regreso de los Estados Unidos su vida mate­rial se desarrolló en el barrio, en la calle, en patios ytabernas, en bares y cuarterías. Muy distinta fue suexistencia espiritual. Hombre finísimo y respetuoso,poeta de altos vuelos e imágenes dóciles, sorprenden­tespara construir de esta manera una poesía de con­fesión y en voz baja como se comunican todos lossecretos. Demasiado demonios había en su alma, demasiado sed de eternidad y de ser único y diferente, demasiado ángeles malditos y urticantes que le hicieron renunciar a este mundo para sumergirse en otro nomás noble pero mundo imaginado o soñado a la mane­ra del Oscar Wilde de la Balada en la cárcel deReading, mundo alucinado como el de Rimbaud,Verlaine o Lautrémont, artistas de sólida estirpe quepretendieron transgredir, mediante la trasgresión de lavida misma, la poesía de su tiempo suplantando épocas y estilos. Pero estas vidas jamás han opacado susobras ni el río de eternidad que corre por sus páginas.Si desmentimos a Salinas (la vida es lo que túsueñas) este barahonero supo jugar, con versos de unadensa sensualidad, lo mismo con la muerte que conlos bellos rostros y convirtió el hastío en soledad crea­ ' dora-soledad terrible pero fértil- y terminó, qué otra cosa podía esperarse, como muchos mortales: atrapa­do entre la realidad y el deseo, como escribió su admirado Luis Cernuda, el de A un joven marino, en las ' redes indomables de la realidad más que del deseo. ' Atormentado siempre por la belleza de los cuerpos, a la manera de Cernuda o Cavafy, Luis Alfredo Torres ' es un lírico extraordinario que le da a las palabras to­nalidades precisas. Agua, espejo, paisaje y color son las cuatro estaciones en que el poeta ha dividido un brumoso poema, Los bellos rostros.
Rocas, paredes
del mar, / en vosotras están los bellos rostros: / ama­
dos unos; otros imposibles; /pero están, enterrados o
Rostros como un relámpago en la niebla iluminando
siempre.

Poeta intensamente lírico, transparente, fluido, palabra de aire marítimo petrificado, jamás dudó, jamás se hizo preguntas sin respuesta, sino que afirmó o negó y llegó a condolerse hasta de sí mismo, aunque no de forma irónica, en sus andanzas por suburbios donde la muerte existe a punta de cuchillo y que en lugar del revólver de Concho Primo es el que canta en el cinto.

El que ha sido señalado como el más conturbado de todos los románticos dominicanos, afanosamente bus­có la muerte con delirio, la destrucción propia y mu­chos de sus poemas quedaron manuscritos en manos de chulos y prostitutas que apenas podrían descifrar algunas de las vocales, pero que sonreían al poeta, sin maldecirle, con la dádiva para el trago o el compañero furtivo para quien siempre anduvo en procura de desinhibiciones y alucinaciones etílicas. Lupo Hernández Rueda, en su obra sobre la Generación del 48, escribe, refiriéndose a Luis Alfredo Torres que des­de sus primeros versos, desde su poesía de adolescen­te, Torres es el atormentado, el poeta cruzado por la belleza de los cuerpos, deseoso de liberar su amor del drama que es él, y que acrecientan las circunstancias de la vida y del medio en que desenvuelve su existen­cia. Habla, asimismo, de una lucha interior, desgarradora y le llama hombre atormentado por el deseo.

Miembro de una generación desgarrada y desgarrante y de gran calidad artística y humana, la Generación del 48, Luis Alfredo Torres -como Ra­món Cifré Navarro o Manuel Valerio- es un poeta que fatigó lo terrible de la vida y que asumió su destino de adversidades y se hundió en el mito para cantar un presente no inventado pero sí poblado de insatisfacciones, de mugre, de la mugre que envuelve el idioma de algunos cuerpos y la mirada de los farsan­tes. Una mirada a su obra, dispersa en opúsculos de difícil adquisición y en una breve antología publicada por la Biblioteca Nacional, nos muestra al hombre de sonrisa siempre triste desgarrándose, atormentado y titubeante, el que perdió la fe en todo menos en la poe­sía: existió como el tenebroso, el viudo, el sin consue­lo de Las quimeras de Nerval, el del laúd constelado, príncipe de Aquitania de la torre abolida. Nada su­perficial, ninguna pose, nada halado por las greñas, ninguna vaga imagen, ninguna palabra gratuita ni artifi­cio verbal en su vida ni en su obra. Es la suya una obra que traduce el tuétano mismo de la angustia, pero no una angustia vallejo lana, sino amorosa, tenue, iluminada por su propio padecer. El hombre acorralado, texto breve pero de una transparente densidad, es el mejor testimonio de esta afirmación. Su ámbito, como el de Ámbito y penumbra de la echadora de cartas, de Manuel Rueda, es tibio y húmedo. Debajo de la piel de cada verso y de cada palabra, bajo cada estrofa y cada ritmo, breve o extenso, laten dolores antiguos, soleda­des y cuerpos que el poeta recuerda a la manera de Cavafy, ansiedades de amor y ansiedades existenciales, derrotas íntimas y silenciosas, parques abandonados donde alguna vez el poeta estuvo desterrado y se sin­tió no en la mendicidad sino iluminado por sus amo­res. Su voz va de la experiencia a la quimera, no sin antes pasar por el deseo que como un lengua de mime filoso le atraviesa siempre el alma y desemboca en la fatalidad que fue su destino y que asumió de manera irrevocable y sin resistencias de ningún género. Luis Cernuda igual que Oscar Wilde también lo asumió.

Apoyado todo el día en el bastón que fue su me­jor testigo y el más consecuente, gafas oscuras y ma­nos siempre húmedas en la acera del Restauran Pacos, w devolvía siempre una sonrisa efusiva. Eran los días terribles y bellísimos de los años 70 y se sabía habi­tante de una ciudad autófaga, inmerso en sus desven­turas más allá del hambre y del loco alcohol. Su vida no fue una utopía, fue fiesta de apaga y vámonos. Alba v crepúsculo de una angustia lacerante que él poblaba como un duende, ya en la ciudad colonial, ya en los barrios de la zona norte, ya en sus callejuelas o cuarterías como en Borojol, siempre fiel a su destino fútil, tan fútil que su obra es el más vivo y doloroso reflejo de una vida azarosa y breve. Una nostalgia de Juventud recorre la extensión fresca de su poesía, toda su soleada y su llanura, su prado envejecido a destiem­po por lo indecible. Su mirada revelaba siempre una esencia, pero se mantuvo incólume al buen gusto por la poesía de factura excelente y la precisión del juicio severo. A él le queda bien aquel traje que Stefan Zweig 1e puso a Dostoyevski: sólo tocando al fondo verda­dero de nuestro ser, en lo que en él haya de humano, nos palparemos unidos a él. Torres entendió la vida como abandono, como pregunta, so­ledad o purgatorio. Así descendió a unos infiernos desde los que nos extendía una mano débil, sin color, húmeda, temblorosa. Ningún poeta dominicano más lejano de lo telúrico ni tan dentro de la muerte y lo terrible. Tampoco ninguno más dócil, más manso ni sugerente. Eso sí, la suya era una mano que había visto mucho y había palpado poco con la intensidad que vibraba en su espíritu mundano y bonachón, tercio infatigable para la barra, el colmado o la parranda.

Todo lo que hay de sombrío en la obra de Luis Alfredo Torres conforma su visión del universo y en él subyace lo que vivió y lo que soñó, el paisaje citadino, el cielo con sus nubes y sus aves y -vaya paradoja- el mismo presente que fue el más propicio de sus tiempos. De su poesía brotan pájaros, noches, atardeceres, bares y bohemias insostenibles que caen como párpados cortados sobre la pureza blanca de la página. Jamás buscó premios ni reconocimientos, nunca el aplauso de los supuestos críticos, no; su soledad contemplativa o de anacoreta era suficiente para un hombre que no se sintió marginado ni excluido sino parte de una multitud que lo miraba siempre no como un gran poeta sino como un paria, un asco, un mendigo, una vergüenza en la llamada República de las letras. Lo mismo sucedió con Oscar Gil Díaz, hombre de juicios agudos como lanzas oxidadas por la razón y el olfato.

Los bellos rostros que vio Luis Alfredo Torres son los del recuerdo, los de su amor insatisfecho que diariamente han poblado la calle El Conde -donde tantos talentos se han disuelto-, aquellos que vio y no tocó, aunque los palpó con sus ojos desde la mesa de un bar de mala muerte que petrificó mediante su palabra hechizante y hechizada. Su destino, tan cruel como fértil, le dio el tono limado de su poesía, pero no así lo diáfano de su verso.

Lo recuerdo mordido por la realidad. Todos re­conocen sus méritos, pero no le perdonan el supli­cio, no le perdonan ser como quiso ser ni como fue, aunque todos admiran -por más que lo callen- la sen­sualidad que, como brasa rediviva o llama quimérica, arde en sus versos cargados de una pasión alucinan­te-- Habitante asiduo de hondísimos abismos y mora­dlas procaces, jamás esquivó su destino ni se quejó de él, era feliz y celebró lo que tuvo y lo que soñó, lo que no tuvo y lo que de manera negativa gravitó en su obra, aquello que perteneciéndole le fue retenido. El Ana llagada se expresó en esos poemas y de ellos brota pus, lejía, sombra, vómito. Cuando ya sus pár­pados se han cerrado para siempre y lo cubre la som­bra y lo mece el recuerdo y su cuerpo permanece inmóvil y tapiados sus oídos, sin embargo no está mudo ni muerto; ahí está su obra breve pero diáfana. Fatigada su triste vida, falta ahora habitar esa obra que es el espejo de su tragedia y sus deseos inconfesables. Poeta medularmente romántico.

Su época, su mundo tormentoso y turbulento como las olas, nómada citadino, no busca en los muladares pero sí en los rincones de la noche la tibieza necesaria. Su tragedia, inextinguible como su poesía, estructuró su vida en pobreza, soledad y privaciones que lo lleva­ron a la mendicidad. Como a todos los desdeñados y descontentos, El Conde lo acogió y en ese mar su vida sórdida fue una ola inmóvil y su poesía una llama, pero de sombra. No hubo combate entre su vida y su desti­no. Oscar Wilde, a quien tanto admiraba, siguió un destino parecido, guardando las distancias, en su sin­gular Inglaterra, poblado de infortunios y diatribas a pesar de sus raíces aristocráticas, a pesar del gentthleman, el lord, el burgués recluido en la cárcel de Reading. Aunque doloroso y traumatizante, fértil fue su destino. Luis Alfredo Torres dejó pasar las co­sas como se mira un río correr.

El enfermo lejano, tan conmovedor como A un joven marino, de Luis Cernuda, es un texto que, mu­chos años después, continúa en otro texto -El hom­bre acorralado-, donde el poeta, como el Narciso en­fermo, se mira en el espejo no de las aguas sino de la realidad. Su pasión por los rostros, agua o piedra, viento, luna, arrecife, le acompañará por siempre. Pero aquí -a diferencia de su Narciso en medio de las aguas­ muere porque cae ahogado sobre las mismas aguas donde se contemplaba y si termina un mito empieza otro. En el poema, como en casi toda su obra, todo es desolación, pero tibia desolación en voz aterciopelada, trémula, taciturna, citadino como René del Risco Bermúdez, otro gran solitario.

El poeta ha deambulado por los rincones de una ciudad en penumbras en las ásperas noches tras el río despojado de cantos, coronado de luz, la siempre in­édita luz que amó de pronto su velero izado, la de ternura inagotable. El amor se torna admiración y re­conocimiento, la amada siempre es fértil y el poeta hace visible lo que nombra y éste, precisamente, crea el postulado de los imaginistas de Pound: piel tuya que era mi lenguaje, a sudor de anís tu muslo olía, las pupi­las de náufragos, tiernos salarios, etc. O estas imágenes: Por qué lloro ante estos muebles a medias solita nos.., Por qué lloro y acaricio la caoba /de que están hechos sus desnudos olores..., bautizo enlutado..., briznas ahogadas, etc.

Luis Alfredo Torres buscó su ser en la poesía, ahí buscó su verdad y pretendió, mediante ella, revelar la realidad escondida de las cosas. Su 31 racimos de sangre, publicado poco después del ajusticiamiento del díctador, es un libro revelador y doloroso. Igual que la luz del río entre las piedras, la voz de este poeta marginal y marginado es toda una confesión. Como él, Sánchez Lamouth y Moreno Jiménez tampoco hicie­ron resistencia al destino.

Páramo nocturno / Tocado por el viento furioso de las islas/Atado al navío ligero del suplicio/Chas­quido de cumplidas inocencias... Si Canto a Proserpina es la epopeya jubilosa y lamentable de La generación del 48, Los bellos rostros, opúsculo inte­grado por cuatro textos en los que el poeta alcanza un grado alto de madurez hecha transparencia, asombra por su pulcritud y sus imágenes cargadas de un inten­so lirismo. El poeta ha buscado en el agua los bellos rostros, amados unos, otros imposibles, pero en agua de mar y no de río.

Sin embargo, después de muchas andanzas y des­varíos, el poeta terminó muriendo en un banco del Hospital Padre Billini, según lo reseñó un diario matuti­no. Yo sólo he querido evocarlo, no agotar ni fatigar su obra ni su vida, porque aún después de su muerte, este Luis Alfredo Torres sigue fiel a su destino aunque no siempre fértil, a la tragedia que fue su vida y a la que jamás hizo resistencia y, como escribe el propio Hernández Rueda, su romanticismo, por ser hondo, no queda poéticamente en las superficies de las pa­labras, en el juego retórico, en el retorcimiento del lenguaje, sino que es la vibración de una existencia románticamente fundada en la realidad existencial de un hombre poeta en hechos y en palabra.

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