sábado, 18 de octubre de 2008


Miguel Alfonseca,
más allá de la memoria



Hundido en la noche, de la que extraía-a fuerza de lirismo- el gemido de los moribundos, el aullido de animales o el bramido del mar durante el crepúsculo, Miguel Alfonseca fue un escritor que en su vida, tan breve como su obra, iba celebrando todo lo posible y enaltecedor para la condición humana: tiempos y árboles, el mar como identidad, presencia lejanísima y próxima, tristísima, donde crece, estéril y furtiva, la memoria de los muertos. El hombre buscaba el chillido de las gaviotas en los arrecifes del crepúsculo y miraba, siempre inmerso en la noche de guerra, los bramidos del mar, oscuro. Y he aquí que esa es la atmósfera de toda su obra. Noche, madrugada o retorno como el caracol.


La obra de Miguel no es prédica sino humareda, el amor en la guerra, la amante y el amor tierno a los niños que han vuelto a sonreír y a jugar en la calzada del parque San Miguel. Siempre un amor, jamás un nacionalismo, pues estos son cadáveres y entelequias. Porque Alfonseca cantó desde la guerra, sobre los ca­dáveres aún tibios de muchos de sus compañeros, sal­vo en esa inquisición que es Canción de amor en la guerra. Miguel creyó en el amor y al amor cantó. Y por eso hay en toda su obra tibios y tímidos besos que se oyen, que se sienten en plena guerra como pau­sa obligada de los cuerpos tenues. La suya, poesía que es manantial de albas y crepúsculos: confesión en tono bajo, aunque sin el tono de la confesión sino el de la celebración. Durante la guerra de abril, Miguel Alfonseca permaneció en una vigilia casi agustiniana porque pensó en el amor de manera múltiple, abrió un horizonte que cerraría pocos años después y cumple, de manera honrosa, la sentencia de Leopardi: amor o muerte, hasta que prefirió una de las formas de la muerte: el silencio, antes que esa muerte última que le devolvió al país cremado y hecho cenizas a voluntad propia o a condición de una religión que abrazó en los últimos días: el Hermetismo. Como afirma Octavio Paz, con sobradas razones, el poeta es el héroe de la fatalidad, del subconsciente, de su realidad: es la víctima y no el vencedor. Y Miguel se dejó poseer por la circunstan­cia anímica de esa utopía. Miguel cantó desde y en la guerra. René cantó después de abril. Y esa es la dife­rencia entre ambos, si es que existe diferencia entre siameses.



Apresar las realidades de su entorno fue un momento fugaz dentro de lo que habría de ser eterno, momento que Miguel cristalizó en palabras, en poemas calladamente destilados. Ya teníamos poetas -Héctor Incháustegui Cabral, Manuel del Cabral- que habían asumido la vida como revelación de un mundo real, mientras Franklin Mieses Burgos hurgaba en las reconditeces del mito, en su reconstrucción como fenómeno lingüístico y poético. La generación de Alfonseca, como la que le precedió, fue un importante momento del testimonio. La guerra y los cantos es, a pesar de la llanura en que se desarrolla, como una ópera: drama, lirismo y acción son allí la encarnación del tiempo, materia dura y gris. Miguel no tuvo que designar ni nombrar las cosas, sino mostrarlas, reiterarlas, su diálogo interior fue un puñal hondo y secreto que le corroía. Seducido por lo vegetal y lo terrestre, ningún otro poeta de su generación tuvo más fuerza lírica ni más transparencia que él. Buscar al hombre más allá del hombre mismo, redimirlo es asunto de poetas y no de historiadores por más que hurguen en las cenizas húmeds de épocas, vidas y tragedias.

Y es que allí, quizás a esa hora del amanecer, j unto a los disparos y el olor a pólvora, en el secreto corazón de la noche o la madrugada, siempre junto al mar, Alfonseca -maravillado como un niño en un fluir de vientos y agonías- puso el tacto sobre la llama y rozó la piel de la melancolía. Y vio que no era buena. Pero sintió, en ese mundo rojo, oscuro, confuso, el candor de un pecho, la ternura ardiente del amor y la vida, hasta penetrar más hondo, hondísimo, en una realidad en la que quedaría atrapado y sin salida posible como René del Risco. En la guerra, ninguna guerra es sueño ni utopía, y vieron caer a Jacques Viaux Renaud, poeta como ellos, joven como ellos, combatiente como ellos; pero Alfonseca tuvo una peculiaridad: vio los ojos y las lágrimas de la madre en la guerra y vio también a la vendedora con la cesta de frutas y las manos abiertas para que su hijo las besara en la guerra, como vio, además, al mar oscuro en la madrugada. La presencia de la muerte era ineludible pan de cada día y cada noche como de cada atardecer. Más que la vida, más que el amor, la muerte poblaba todas las instancias posibles. Del Risco vio la guerra, pero no la cantó sino que recogió el postrer desaliento en un clima de depresión.

La guerra y los cantos, más que Arribo hacia la luz, y más que el Diario de la guerra y los dioses metrallados, de Héctor Incháustegui Cabral, es en definitiva un solo, único y extenso poema dominado por un ritmo ascendente y reiterativo, aunque jamás monocorde. No era una efervescencia, era el hombre de ese tiempo, todo el hombre de ese tiempo, entre­gándose, dándose, muriendo por su causa, semejante al oleaje que se estrella para reconstruirse en los arreci­fes. Ese hombre ardientemente buscaba su destino, su mundo, quizás su propio yo perdido no se sabe dón­de, su estatura de árbol y raíces minerales.
Miguel no fue un creador de mundos sino un reve­lador de insomnios originados por la angustia de sa­berse irremisiblemente hundido y, a la vez, despoblado de toda esperanza y sintió que su destino no estaba en ese tiempo y por eso prefirió el silencio casi total. Y la conversión, la negación de ese pretérito: flor que se levanta, deja rumores y aromas y cae, desaparece, se hunde en otredades místicas convertidas en piedras, en lágrimas, en llamas. Acude a su más íntima soledad y a convertirse en excepción, más que en tiempo y polvo, más que en alba y canto. Y por eso muere en metáforas que son llamaradas, este Miguel Alfonseca -dígaselo a Dios y al mundo- es en su brevedad pare­cida a la de Puchungo Henríquez, uno de los momen­tos más altos y diáfanos, reverentes y rítmicos de toda la poesía dominicana. Es una fugacidad que aún gravita por la transparencia con que cantó a una patria inva­dida y, fiel a su mundo como todos los de verdad, vio el mar y el cielo con su nube, alto y lejano como el destino final de su pueblo. Yo lo recuerdo siempre releyendo ese trozo de vida que es toda su obra.

Escribir poesía es patrimonio de un linaje y esa época tenía un rasgo de fervor en el que las pasiones subvertían el orden interior del hombre, en ella los Beathles y los hippies asumieron un vivir distinto exte­riorizado en su mudus vivendi. Frente a la fatalidad, el poeta no tuvo más que recurrir, tímido y desenvuelto, al sueño del retomo al paraíso. Y esa juventud, tan tímida, tan osada y desenvuelta en algunas cosas, po­seída por la angustia y la intrepidez, opuso a la reali­dad un lirismo casi extremo, un vital discurso de mati­ces en delirios y caidas. Los artistas siguieron a Neruda más que a Whitman, a Vallejo, a unos desconocidos huérfanos de todo talento posible, y negaron a Borges, a Octavio Paz, a Rómulo Gallegos, entre otras vícti­mas. Pues se percibía no la obra sino el dictamen del partido (mi poesía me la dicta el Partido) y lo de aquellas entelequias del stanilismo.

El destino de esa generación. Hundirse como el caracol en el propio yo de la historia, quebrar los espejos y enterrarlos a la manera de algunos indígenas; por eso representa un momento de crisis en la historia espiritual de nuestro pueblo, pero no a la manera del Romanticismo en Alemania sino en su comportamiento. Perezosos para la escritura pero prolijos para el diálogo en los bares de El Conde, estos artistas sólo se habitaron a sí mismos en un después que terminó siendo eternidad superflua, palabra petrificada y aullido de la búsqueda. Los pintores, cada uno a su modo, testimoniaron la otra parte. La realidad cruel de cuerpos mutilados, aunque no con las transgresiones que le hubiese dado un Eligio Pichardo, el autor de El sacrificio del chivo o el Ramón Oviedo de este tiempo.

Detrás de todo este auditorio irreverente por su misma inconsciencia, una ausencia de rigor y de conciencia del hacer, una efervescencia alucinante y maldita en el peor sentido de la expresión, que cegó muchas inteligencias al tiempo que extinguía a muchos artistas. Aún así nos legaron unas cuantas páginas que como las de La guerra y los cantos y las otras, las de El viento frío, representan el oleaje lírico de un momento que fue, en la vida espiritual de todos, de voraz esperanza antes de caer en el mutismo. Quisimos, con la angustia y con la muerte, con lágrimas y sueños, construir un destino. Y sucede que los destinos, como las ilusiones, tienen de alas y, por lo menos, ese destino sólo existe en algunas páginas de Las sagrdas escrituras.

Una noche de esas de farras y alegrías fui infor­mado de que Miguel Alfonseca había muerto. Claro que entristecí porque en ese momento no caí en la cuenta de que él era como esos muertos de que nos habla Manuel del Cabral, aquellos que van subiendo cuanto más su ataúd baja. Y apenas he podido, para delinear estas palabras con voz entrecortada, releer su brevísima pero valiosa obra, y he visto también La guerra y los cantos y, El enemigo, esos cuentos don­de el lirismo y la magia se combinan con resultados excelentes.

La obra de Miguel Alfonseca está hecha de follajes y sonidos, memorial de abril en súbita tristeza, transparente, diáfana, porque ya lo afirmó Ramón Francisco: Miguel Alfonseca fue un testigo de su tiempo. Eso es su obra: raíz de viento, piel de la ternura, voz de quien escuchó en plena- guerra los pasos del corcel de madera, el oleaje, los bramidos del mar en la madrugada, las nocturnidades del viento sobre los cadáveres, la llegada de la primavera en el parque San Miguel, es decir: el poeta que auscultó la atmósfera de la ciudad en guerra, que cantó con ritmo de agua y de velero, con música de árboles y de astros sollozantes que se hundían en la más íntima soledad de los tiempos de guerra, ya que abril, estéril, fértil y frágil, traumatizante y ensordecedor, más que un hecho fratricida fue un acto de amor. Para este autor la poesía no fue inocencia sino conocimiento de la realidad real, termómetro que penetraba al corazón de las cosas y, desde ellas, revelaba al hombre en su más recóndita interioridad.

Miguel, tan parecido a René, no se instaló en El sublime sino en el Parque San Miguel o en algún bal­cón y, desde allí, junto a los moribundos, miró la har­pía de la guerra y la hizo canción en todas sus dimen­siones. Por eso sus metáforas son piedras de agua y no creó un mundo sino que nos reveló el que tenía­mos, aquel en el que estábamos inmersos como la os­tra: desde adentro, miró a las proximidades y se miró a sí mismo y convirtió la circunstancia y la poesía en fluir de viento en medio de los árboles y la llenó de lluvia como el Temuco de Neruda, de nombres inde­cibles, desmintió al alba y a la primavera, halló las formas posibles del hechizo, la asfixia moral de la derrota pero también del júbilo del amor en plena gue­rra. Habitante del mar y el rocío, sintió inescrutable el musgo de la soledad mientras contemplaba algunas luces y no las embarcaciones en el oscuro mar de la madrugada, la mejilla fresca de la muchacha, el cielo y el follaje. La guerra y los cantos es un fresco y es un trazo sobre el cielo de una media isla en guerra y en zozobra perdiendo el sueño de sus habitantes en cada gota de sangre, en cada aullido, en el quejido que precede a la muerte última; libro escrito no para aplaudir sino para cantar desde donde se hicieron el viento y la marea, la codorniz y el tulipán.

Poeta honda y tristemente humano, pincelada so­bre la piel de la muerte, Miguel -que ya había cantado a los héroes de Constanza, Maimón y Estero Hondo, - pensó, en principio, que en esta vida y con los pies sobre la tierra hallaría eternidades y por eso terminó descreído en su Oda al Apolo 11, pero su obra es un fluir constante, emanación de ciudad líquida y polvo sideral o cósmico.

En la poesía de Miguel Alfonseca, como en el co­librí, confluyen todos los colores: colores que son rit­mos, mentadas de madre, densidades. Moriran sin los abetos de Vermont. /Moriran sin los grandes pastos rizados por el viento, / sin los frescos terrones de California /ni la cordillera del Oeste, /donde el cielo es un pálido patriarca en mansedumbre. Miguel se abrió el pecho en carne viva para que la canción, tímida y audaz, fluyera como sangre de la herida misma. Fútiles, esos cantos son un momento de lucidez y de ternura en la historia espiritual de nuestro pueblo, una mezcla de arena y agua, una cristalización del tiempo turbio de una guerra que, aunque cruel como todas las guerras (inclu­yendo las del corazón), fue -repito- un acto de amor. Y fue el entorno, el ambiente, lo que determinó la atmósfera, la música interior de aquellos cantos, próximos en forma y sensibilidad a Whitman y a Neruda, pero el Neruda de Canto general, y por eso no vio ni presintió a Dios ni lo divino, pero sí vio al hombre desangrándose y se asombró de los pájaros y del mar. Atado a sí mis­mo porque esa era también su tragedia. Pero ya Miguel se ha callado, hace poco fue muy enfermo a morir a los Estados Unidos y, desde allí, regresó como quiso: he­cho ceniza recién salida de un crematorio, porque así como creía en la reencarnación fue allí, a ese difuso lugar donde se presume que está Dios, y nos ha dejado una obra ciertamente memorable.

Ese Miguel Alfonseca que Aída Cartagena Portalatín fue descubriendo en los Cuadernos Domi­nicanos de Cultura fue, apenas, un parpadeo en la literatura dominicana. Lo que conmueve en su breve obra es que, como la sonrisa bajo el huipil de la extran­jera, es llama de amor en plena guerra y el recuerdo, no la memoria desolada de esos días. Un artista es un pedazo de tiempo, una conciencia incrustada en él, como la ostra en el caracol. Y es por eso que en todo artista hay ese sentimiento de soledad y expulsión del paraíso y el deseo de retorno que subyace. Miguel ha muerto, lejos del país y de los suyos, fiel a la filosofía hermética y a los renunciamientos que le impuso, pero aun honda es su palabra sobre la piel del mundo. Antes había dicho Yo recojo la simiente que dejaron des­pués de tanta / muerte. /La saco de las miasmas es­condidas, /las limpio de ceniza, limpio la quemadu­ra, / la restaño con mi llanto /que es el llanto de mi generación, /generación nacida en medio de la tram­pa/y la doy al viento de esta tierra oscura /para que la esparza en los surcos y germine /al calor de lágri­mas de muchedumbres.

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