sábado, 1 de noviembre de 2008

José Mármol: Radhamés Reyes-Vásquez, el desconocido de sí mismo


Un prólogo, a juzgar por el pensar ordinario, está siempre destinado a condicionar, de alguna manera, al lector de la obra. Amenaza, según la opinión y la creencia, con mutilar la posibi­lidad de aventura, de libertad infinita, de bestialidad instintual, casi salvaje que apunta hacia toda lectura poética. Sin embargo, por ser éste, precisamente, un prólogo a un poema, y porque el lenguaje poético no sólo constituye la más honda y elevada a la vez de las formas escritas de expresión del sentir y del pensaren un dispositivo sin par de subversión y pluralidad, tiene que lu­char contra aquella opinión y creencia, y parecer hasta llegar a ser más una senda ligera hacia la espesura de un bosque, que un camino preciso conducente a un punto donde se agoten el sen­tido, la trayectoria y el universo mismo. Este habrá de ser, pues, un prólogo de aperturas y no de cierres; es decir, un fragmento discursivo que multiplique y no unifique la lectura del poema.
Radhamés Reyes- Vásquez es un poeta con una larga trayec­toria de silencio. Un silencio, no se crea nadie lo contrario, hen­chido de creatividad, de soterrado trabajo de investigación y meditación literarias, de sostenido crecimiento en el manejo de la palabra escrita. Un silencio como el de Lao Tse, forjador de múltiples sonidos y de diversos mundos. Un silencio ni maldito ni místico, antes bien, situado justo en la ranura que unifica y di­ferencia lo espiritual y elevado con lo carnal y mundano. i.e. que dos núcleos léxicos vertebrales en su discurso poético como son memoria y deseo; componen el mejor hilo, la mejor delgada materia para tejer las aspiraciones y pasiones, las apetencias y búsquedas, los tormentos y caprichos de dos contrarios tan ar­mónicos como son el cuerpo y el espíritu. Hay, pues, un áurea agustiniana en la poesía de Reyes- Vásquez.
Ahora bien, ¿qué tiene de singular este poema El hombre deshabitado? ¿Cuáles nuevos matices ofrece a la contempla­ción de lo hasta la fecha publicado porReyes-Vásquez, abarcan­
• un libro como Las memorias del deseo con el cual obtuvo el Premio de Poesía Biblioteca Nacional del año 1985? Pero además, ¿qué respuestapre lucey qué nuevos interrogantes abre• frente al conjunto de rasgos que tipifican la cada vez más des­templada, precozmente agónica Poesía de la Postguerra o Jo­ven Poesía Dominicana? Y esto último en función de que, pese al ostracismo disoluto al que los antólogos y epígonos de esa ge­neración, sin despreciar, claro está, sus nuevos y hueros cori­feos, y sus miméticos devotos, han sometido a Radhamés Reyes Vásquez, en una suerte de ritual aseptizante y exorcizante más
su singular voz poética que de cualquier otro efímero y demo­níaco asunto, muy a pesar de ellos, es ahí en la generación de postguerra, donde hay que situaría emergencia de su obra y de ahí también, analizar su evolución. De un poeta lo importante es su poesía. Su vida y muerte se entroncarán en ella.
De todos es conocida la gran deuda que la Poesía de la Post­guerra tiene con Franklin Mieses Burgos, la más rica y depura­da personalidad poética del presente siglo en nuestro país. Sin embargo cuán extensa y pesarosa ha sido la traición. Aquéllos que le visitaron y escucharon, salvo reducidísimas excepciones, no entendieron y por tanto no atendieron aquello que a la cos­movisión poética es realmente esencial, la misteriosa naturale­za del lenguaje y su impostergable cuido. De ahí que se levan­taran sus poemas sobre una basamenta ética radicalmente pe­recedera, vale decir, extraliteraria, extraestética, al punto de que hoy día, parecen no tener autores vivos aquellos desespera­dos y desesperantes textos patrióticos y "revolucionarios ". Pe­dro Conde denunció esta fragilidad generacional, siendo, por certero, incomprendido e inescuchado (Antología informal, la joven poesía dominicana, Editora Nacional, 1969). Subyuga­ron, aquellos jóvenes poetas, la palabra poética a la sociedad, ignorando con ello la preeminencia -en su oficio- de la lengua, que es no sólo el elemento esencial del hecho poético, sino además, el verdadero fundamento de toda sociedad, de toda cultura. A este yerro se debe el cada vez más cuestionable legado, y por qué no, la continuidad presente en varias de sus figuras, de la llama­
• Poesía de Postguerra. Esto así, aun por encima de las persua­sivas justificaciones, por demás ya muy manidas, de que se trata
• una poesía "emergente" y "ancilar". Sin embargo, los giros experimentados por esos coetáneos en la presente década, acu­san, cuando no una experimentación intrascendente y en nada revolucionaria, entonces una retórica excesiva hollada por el modernismo más decadente que existiera. Ese último suspiro justificativo (Poesía de postguerra Joven poesía dominicana de Andrés L. Mateo, Ed. Alfa y Omega, Sto. Dgo. R.D. 1981), aprovechó el rescate de dos voces importante estigmatizándolas como "de provincia'; que son José Enrique García y Cayo Clau­dioEspinal. Se nota cómo, por superiores, desencajan. En ellos, como en Reyes- Vásquez, se prefigura y refleja el encuentro con Franklin Mieses Burgos. De ahí que piense que la cohesión de autorías en el texto de marras, así como también el inexorable criterio de exclusión, se deban, sobre todo, a cuestiones de índo­le no literaria, no discursiva, no precisamente poética. Como era necesario salvarse del lastre machista, aparece, pues, una mujer, Soledad Álvarez. Que no precisamente por ser mujer, sino, por su destreza y desenfado en la articulación del verso, por su habilidad para equilibrar la emoción y ¡apalabra, es due­ña de una escritura liberada del "compromiso "histórico yde los vocablos bélicos.(2) Creo, a fin de cuentas, que hay en ese con­junto de escritores criollos, algunos que siguieron y otros que traicionaron al maestro Mieses Burgos.

Pese a lo antedicho y yendo más al nervio mismo de El hom­bre deshabitado, hago válida aquí la consideración de Octavio Paz con respecto a Fernando Pessoa ("El desconocido de sí mis­mo'; Cuadrivío, Joaquín Mortiz, Sta. Edic., 1980), expresada en 1961, según la cual, no hay poeta que tenga biografía, a no ser su obra misma. Este poema largo de Reyes-Vásquez es una pal­pable muestra de que la literatura más acabada es aquella en la que se funden, con espontaneidad, belleza y dominio de la len­gua (sea oral o escrita), la estrategia poética como pensamiento y la vida -que es historia elemental y cotidiana-del poeta; la que integra, como creyó Novalis, la vida de los demás indivi­duos. Elevar la vida al plano de la ficción implica, como reto del poeta, deshabitarse a sí mismo, para, a través del lenguaje, ha­bitar en los demás y, a la vez, permitir que los demás le habiten en su sentir y su pensar más propios.
En El hombre deshabitado, Radhamés Reyes-Vásquez hace patente su condición de poeta con estro de múltiples registros expresivos. En el marco de una generación que pecó de confun­dir lo anónimo con lo colectivo, que redujo la complejidad social al espectro político partidario, nuestro autor procuró la entro­nización de un n yo.
Este hecho refleja algo muy importante y escasísimo en la li­teratura dominicana de todos los tiempos: una clara conciencia de la ductibilidad de la lengua, un conocimiento de la preemi­nencia del lenguaje como reto a la escritura. Nada más signifi­cativo en un texto poético que la instauración desafiante del yo como sujeto de la enunciación. De ahí que en la elongada masa del presente texto, se produzcan estallidos como estos: Me pesa el tiempo y mi cuerpo, sombra que reposa, /Es un lugar desha­bitado. /.../El mumdo me ha entregado sus dolores, la soledad/ Va comiéndose mis labios, ¡apalabra no es un río/(como ayer), /cuando en mí el amor levantaba multitudes como espadas./.../Copas de vino tus senos, uvas los pezones tibios. / Tu cuerpo junto al mío inventando la desnudezpara el amor. Además, en la tensión misma del texto, el poeta asume el rol de testigo viven­cial de cuanto su memoria activa reconstruye y su escritura na­rra, canta, sin el más mínimo temor: Mis amigos de entonces, que no están junto a nosotros, /Eran muchachos jóvenes que amaban el café al atardecer, cantaban y escribían sobre glici­nas amarillas. Algunos alcohólicos y otros pederastas. /Si que­remos el verso, decían, debemos oír la realidad /Muchachos con dentadura postiza a quienes el mar entristecía./.../. Desde su más deshabitada soledad, este poeta habita mediante un ri­guroso manejo de la palabra, lugares, seres, situaciones y at­mósferas, ya pretéritos en cuanto que posibles hechos, pero per­petuados en el ritmo del poema. Tener conciencia del oficio poé­tico, del oficio escritural, que no es otra cosa que saberse y sen­tirse en ocasiones jinete y en ocasiones caballo de la lengua, im­plica, por los específicos e imprescindibles mecanismos lúdicos de la ficción, transgredir la realidad empírica, para, por media­ción de esa misma transgresión, fundar en el poema una realidad autónoma, multívoca, provista de un multiplicador y abierto efecto significante. La palabra se torna, según este principio, más que en un abismo en un puente, entre el pensamiento y la vida, entre el pensar y el poetizar. De ahí que la poesía se asuma hoy como experiencia (hablada o escrita) del vivir pensar más íntimo, por ajeno, y más ajeno, por radicalmente íntimo. Con esto último, la poesía más auténtica, la poesía sin más, en la me­dida en que se construye como tensión discursiva de un yo frente a sus otredades, supera los dramatismos de epidermis tan fre­cuentes en la literatura atrapada en la supra historia y separada • la cotidianidad -que es la historia más desnuda-. El hombre deshabitado es expresión neta de esa auténtica poesía, por cuanto desgarra y sensibiliza al lector, no tanto por lo que dice, sino sobre todo, por cómo lo dice. Es este un poema en el que su autor habla, sin duda, de sí pero, no para sí. La soledad de este poeta, queda pues, signada por el asomo de las multitudes; so­ledad acompañada; soledad meditada y promiscua.
Otro singular valor intrínseco de El hombre deshabitado es­triba en su facturación, en su arquitectura, en su construcción como poema extenso. El poema extenso bien logrado, ya se sabe, es siempre hechura de poetas que están, o por lo menos se acer­can, a su madurez creativa. Reyes- Vásquez reúne aquí extensión y tensión, unicidad temática tratada con unidad es variedad rít­mica y fónica; no hay en el poema extensión por artificial efecto de ampliación o por concatenación pérfida de fragmentos me­diante subterfugios externos como los números romanos y de­más. En absoluto. Antes bien, El hombre deshabitado recoge y proyecta los diversos y novedosos hallazgos en imágenes y con­ceptos, sentimientos pensamientos, manejo de recursos expre­sivos, entre otros, característicos de la mejor tradición moderna
• La poesía de Occidente y muy particularmente, en Hispanoamérica. Tradición moderna que entre otros maestros compren­
• a Mallamé, Huidobro, Eliot, Pound, Cernuda, Pessoa, Go­rostiza, Gerbasi, Valéry, Césaire, John Perse, Paz, Mieses Bur­gos, Ivo, Hernández Franco y demás. Todos ellos autores de textos poéticos a la vez alongados y densos, plásticamente bellos y discursivamente complejos. Nunca la obra perfecta, tampoco El hombre deshabitado lo es, ni aspira serlo; pero sí la obra edi­ficante, por cuanto resulta de una labor conciente ante el len­guaje y de una cosmovisión particular y meditada. A lo largo de 392 versos (Tierra baldía de T.S Eliot alcanza unos 430 y Pie­dra de sol de Octavio Paz 601 versos, para que se tenga una idea numérica de lo que hemos venido denominando poema extenso) Reyes-Vásquez consigue, sin que pierda el poema en modo con­siderable, su estructura fónica ni su tensión rítmica, fundir las estructuras del lenguaje coloquial, del llamado por los filósofos
• Oxford "lenguaje ordinario" con la rigidez de un lenguaje, que no por hermoso deja de ser elucubrador; o bien, situado en lo que se ha dado en llamar aristocracia del pensamiento. Pen­samiento inserto, sobre todo, en la vida yno precisamente en tra­diciones librescas. De esto último deriva la preponderancia que en este poema y en otros anteriores, experimentan las nociones
• memoria y deseo. Con ellas se construye un mundo en el poe­ma, que permite al lector evocar situaciones o hechos de la his­toria dominicana más reciente, y porqué no, de la vida misma del poeta; pero, nunca al revés.
El hombre deshabitado es, dicho ya en remate, el resultado, buen resultado, de una labor poética reticente, de una filosofía
• La vida y una postura de conciencia del mundo exterior que implican, ineludiblemente, el oficio casi místico, de deshabitar­se a sí mismo para habitar desde los demás.


José Mármol


























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