domingo, 9 de noviembre de 2008

Raful escribe sobre Reyes-Vásquez

"Daiquirí", de Radhamés Reyes-Vásquez,
súbito fulgor que hermosea el texto de la poesía
Sorprende y deslumbra que un poeta de este tiem­po atesore como ninfas musicales, sonetos de la más exquisita y soberbia raíz lírica. No es corriente aso­marse a los sonetos, después que la modernidad nos hizo avergonzarnos de ellos en una malhadada bús­queda libertaria que empezó por modificar su augus­ta rigidez de versos endecasílabos, con rimas iguales para los dos cuartetos, mientras los tercetos rimaban a discreción del poeta.
Uno pensaba que estaba desfasado si volvía sus ojos hacia esta combinación de inolvidables versos. Era y es un reto de la perfección. Alrededor de este oficio de orfebre, poetas clásicos como Dante y Pe­trarca alcanzaron definiciones sublimes. Después vendrían los sucedáneos, la variada gama de sonetos al antojo de otras medidas e improntas culturales. Los sonetos estaban encallados en el pasado remoto, sólo al alcance de la adolescencia que asomaba sus amoríos en lecturas alusivas a su reino métrico y es­colar. Difícilmente se pueda olvidar el soneto de Lope de Vega que define su estructura y medidas de construcción.
Pero a nadie se le puede ocurrir confundir la ver­sificación con la poesía. La poesía es indomable y li­bérrima. Porque la poesía es asombro y es música. Porque la poesía no puede graduarse en las univer­sidades. Porque la poesía es vibración telúrica inal­canzable, misteriosa. El lenguaje pretende auxiliar­la, servirle, traducirla, pero no es ella. Sin embargo, tenemos que materializarla en el lenguaje. Apenas sus atisbos. Sus relámpagos increíbles. Sus mundos mágicos.
Cuando un poeta logra alrededor de la magia es­tablecer los ángulos métricos, sin que pueda vaciarse su recipiente alquímico verbal. Cuando un poeta afianza su dominio vasto en las esferas creadoras del espíritu, sin capitular ante las demandas puntuales de la rima y los logarítmos escriturales. Cuando un poeta ejerce el dominio de la técnica y la trasciende, es porque ha asumido con seriedad y respeto su vo­cación, sin temer estas pequeñas trampas que oblite­ran su fuente inspiradora. Es porque se ha burlado de los preceptos. Es porque ha llenado de poesía los perímetros del soneto.
A mí me encantan los sonetos. Mi primer intento de oficializar la poesía fue un soneto diseñado a la prisa de unos quince años amados bajo un tiempo de sortilegio y ternuras furtivas. Cuando Octavio Paz anunció un libro de sonetos, muchos pensaron que se trataba de una obra de juventud, pero era una se­lección de la madurez. Sólo atravesando la academia se puede negarla. Y la poesía es un compromiso vital para poetas que asumen este tránsito inefable con sus consecuencias imprevisibles de hacedores y an­quiladores de esencias y villanías.
En la poesía dominicana Franklin Mieses Burgos y Rafael Valera Benítez esculpieron con destreza y pulcritud el soneto. Dieron constancia de haber pa­sado por su terreno árido y abandonado. Buscaron sus credenciales en el hondón metafísico de Mieses Burgos y en la viva presencia de los amores humanos y de los ideales invencibles y melancólicos de Valera Benítez. Sólo para ser retomados por René del Risco Bermúdez, en toda su exquisitez cítadina. René del Risco fue el más dulce exponente de un ejercicio li­terario poblado de sueños y devociones profundas por la vida. En su fugacidad no hubo espacio sino para admitir su eco desvelado. Por esos mismos tri­llos, Enríquillo Sánchez prolonga y exalta sus atribu­tos que se tornan juguetes, semblanzas queridas de amores próximos o finales.
El poeta lo trasciende todo porque su poesía no deja de fluir como un extraño abastecimiento de energías de duendes. Es el médíurn a tracés del cual todo transmigra. Si esos hallazgos de la vida que no puede identificarse sino alrededor del amor, se gal­vanizan en el claustro del soneto, no es porque ago­nicen allí, sino porque desbordan sus cauces, porque reverdecen sus referencias, porque nos agregan a sus hemisferios iluminados, donde la palabra se encien­de y nos yugula.
Radhamés Reyes-Vásquez nos presenta un libro de sonetos que no he dejado de leer con verdadera fruicción y demasiado interés. La mano que lo escribió es también la mía. En su esplendor verbal y en su apego convencional, el poeta anuncia sus descubri­mientos:

"En tu cuerpo construyo la quimera.
En tu cielo destruyo la llanura
y de tus pechos surge la espesura
que me acuerda tu nube, la primera.

Si de tu amor surgiera la pradera
y en tu cielo reciente la ternura
yo te diría con débil hermosura
que no puedo vivir sin tu ladera."

Hay en Reyes-Vásquez pleno dominio y concien­cia de oficio, por ello en sus versos se percibe no sólo la rima del soneto sino el ritmo interior de la poesía, ese regulador íntimo sin el cual las musas no podrían danzar en la votiva llama de la creación:

"Vienes ligera en el amor ardido
a desnudar la luz que en tí procuro.
Cuando es mi pecho llanto tierno y puro,
vienes a darme el fuego en tí crecido."

La idea del fuego es siempre purificación y libera­ción en un contexto milenario. El poeta recoge los fragmentos frente al olvido y los transmuta:

"El amor que por tí crece en olvido
es llama bajo el agua, miel sincera,
aire tierno de luz como la esfera
o pedazo de fuego presentido."

Entregarnos un libro de sonetos cuando se dispo­ne de una producción tan variada, porque el poeta Reyes-Vásquez es poeta las 24 horas y produce sin tregua y convierte en poesía el acto cotidiano de la vida, demuestra la forma en que ha encarado su ofi­cio. Resulta refrescante escribir sonetos en medio de la modernidad, sólo para atinar con el recuerdo dies­tro de una imagen poética que es una ceremonia ver­bal de asonancias, que convocaron sobre su universo textual, los fantasmas de ciudades y damiselas hechizadas.
A Reyes-Vásquez le basta la nostalgia, su sufriente orquídea en el corazón roto:

"En tí el amor vistió traje de espada,
de estrella por mi cielo anochecido
cuidando un labio de mujer ya ido
de voz y tenue luz emancipada."

Uno de los hallazgos de estos sonetos es la vigoro­sa sensación de una poesía fresca, súbita, espontá­nea. No parece texto limitado, ni siquiera podado, a pesar de los requerimientos de su hechura verbal:

"Te presiento volver pura y soñada
en las hojas crecidas del rocío,
en el gesto de amor, que ya no es mío,
pero siempre tan leve e inesperada.
Te presiento, mujer, allá en la huida,
en la honda quietud como en el ruido,
en el alba fugaz de toda llama."

La poesía dominicana está en tránsito material im­portante. En su actual proceso creador se incuban y nacen textos esenciales. Dentro de un conjunto de búsquedas y experimentaciones, a las cuales perte­nece Reyes-Vásquez. Lo único que puede desnatura­lizarla es la pretensión de dotarla de una paraferna­lia teórica por lo general insufrible, que acusa ten­dencias castran tes, susten tadas en formulaciones so­bre el lenguaje y en reflexiones filosóficas. La poesía sin embargo procura canales adecuados. Un gran poema sustituye todo el discurso de una época, por­que lo contiene y lo niega.
El amor, el asombro, el miedo es lo que nos ha he­cho hablar, dice Octavio Paz. Aquí tenemos a Radha­més Reyes-Vásquez hablando por amor, por asom­bro y por miedo:

"El haz triste deí miedo que ha partido
a mirar con su luz la noche entera
nos viene a destruir, por vez primera,
el deseo del amor que yo he perdido."

Este es el primer texto de sonetos que escribe un poeta de mi generación. Parece una vuelta atrás, pero es una manifestación de la madurez, que auto­riza la vocación y el talento. Lo preocupante sería que el poeta sucumbiera a la delicia cómplice de la versificación. Cuando la trasciende se oye su grito de guerra, sus aprestos para lidiar contra todos los obs­táculos que se le interponen, porque el poeta es ca­tártico, esquizoide, desdoblado en sus materiales y en sus posesiones infinitas de alquimista encantado. `
Y es que Reyes-Vásquez es poeta. No hay una de­finición mayor para identificar su oficio. Y el poeta tiene licencia para desbrozar caminos y fisurar desti­nos. La poesía de los años 60 como engendro histó­rico ha caducado, pero no corno hacedora de una producción sostenida. Los cambios que se operan en el mundo han sido fundamentales, pero el hombre sique siendo el mismo en medio de su civilización más encumbrada. Lo hieren las mismas angustias y lo en­loquecen las mismas sugerencias de eternidad.
Frente a un texto de sonetos de la calidad del es­crito por Reyes-Vásquez, uno se alboroza y corre a compartir con otros la sensación no derrotada de una poesía cadenciosa que canta alta su riqueza más honda en un sortilegio de románticas esferas y des­garramientos vivencia les. Su única consagración pertenece al corazón, nunca en desuso ni en deca­dencia, mientras el hombre persista en vivir y amar en medio de todas las plagas y dolores terrestres.
Hay que leer estos sonetos con la ceremonia de los amantes antiguos que suponían compartir sus goces más plenos con la presencia del vino y la eficacia lu­minosa de la luna llena. No nos deja el poeta otra al­ternativa que no sea la de escoger su erotismo suge­rido, del que todos somos aludidos alguna vez. Si pe­camos de anacrónicos nos queda entonces la negación del tiempo como indicador lineal. Nos queda la subversión de Cronos y el acatamiento de los viejos mandatos del ensoñamiento donde liba la abeja del universo la miel de la vida.
Sólo transgrediendo los esquemas de la racionali­dad puede un escribiente de la poesía preludiar un costado de ella que, como los sonetos de Reyes-Vás­quez, privilegian la más recóndita ternura, el desen­canto más sombrío, navíos delirantes que horadan la esencia única del alma humana.

Tony Raful

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